27 de mayo de 2008

Cuenta saldada (parte I)

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Ocho y media. Era hora de levantarse. Era la hora apropiada para comer la hamburguesa que había dejado anteayer en el refrigerador, bañarse, arreglarse, peinar su cabello rubio lo más lacio posible y tomar el autobús que la conduciría a la zona roja. Estando ahí, a esperar. Esperar es lo único decente que una bella muchacha de veintisiete podría hacer en la zona roja.

Bajo la minifalda de estilo colegial escondía unas bragas color rosa. Tan limpias como su razón, lo único que podía conservar sin corromper por aquellos días. Unas bragas lisas, sin adornos, que esa noche podrían ser ensuciadas por una ejemplar distinguido.

¿Quien sería? ¿Don Aurelio, ese aficionado al BDSM que compraba siempre dos helados de vainilla antes de pasar por ella? Uno para que se lo comiera ella en el camino, otro para comérselo él sobre su vientre. ¿Doña Concepción, ama de casa cuarentona reprimida cuyo marido no le cumple y prácticamente ningún hombre le había cumplido sus expectativas a lo largo de su triste pero hedonista vida? Era tan amable y excitante que en más de una ocasión Eugenia se negó a cobrarle un solo centavo. ¿o quizás algún extraño de esos que nunca vuelven a pasar ante sus ojos por el resto de la eternidad, un ejecutivo sádico, un camionero gustoso de masajes en los pies o una niña gótica que quiere experimentar con carne antes que con sangre.

Lo que sea, no le importaba mucho. Era un buen día, La señora Margarita le había dado tiempo libre y ella lo iba a ocupar yendo al teatro. Hacía mucho que no iba, hacía mucho que no hacía algo que la cultivara, algo de lo que no se pudiera sentir arrepentida, o al menos, sucia.

El callejón estaba, relativamente, sobreiluminado. Eso mas las sirenas que se oían a lo lejos hacían que la clientela del Club As Dorado no estuviera tan presente ese día. Curiosamente, eran las condiciones ideales para asesinar o violar a alguien con las mayores posibilidades de librarse de la autoridad.

Un pobre infante, cuyo rostro dictaba no más de siete años, aún hacía su ronda de vendedor de chicles y donas. Era evidente que estaba desesperado por pagar su cuota con quienquiera que dirigiera el negocio, porque el buscaba y buscaba y no había nadie que quisiera comprarle un blister de Trident a cinco pesos.

Eugenia la llamó y le compró los Trident. Su sentimiento altruista le hizo darle diez pesos en lugar de cinco. Tenía intenciones de preguntarle sobre su vida, empezando por ¿Qué haces por aquí a las nueve y media, donde no hay nadie que te pudiera comprar?
Entonces se percató de que ella misma era muy nueva en la zona. Él no vendía chicles. La pulcritud de su cabello y el tatuaje en la muñeca que se veía cuando estiró la mano delataban la pertenencia a un proxeneta. Los dos se dieron cuenta de su error. Pero a ella no le pasaría nada, no estando bajo el resguardo de doña Margarita. Así que el niño se fue corriendo.

Una hora más y se iría. Lo único que tenía que hacer era cambiarse la falda. Ya era muy tarde/temprano, difícilmente alguien en jueves contrataría un masaje.
Entonces apareció ella, desplegando primero su sombra y luego su carísimo abrigo por debajo de una luz cada vez más fastidiosa.




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