6 de mayo de 2008

Convento (parte II)

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Fue una noche de invierno de 1793, en plena revolución francesa, una noche calida entre las más. Esa noche Agata dejaría de ser la niñata ingenua para ser la dama culta, la culta lamebotas del concepto onírico de Dios.

Sor Prudencia había alimentado esa calida noche la bestia voraz de su mente, despues de abstenerse de ir al recien inaugurado Louvre, para atender sus vastos deberes en la comunidad malagradecida, aquellas ancianas utiles que extendían la mano a cambio de una sonrisa sucia, llena de sarro y pollo al carbón.

La colección era resguardada por un cubículo en los arcos del sótano, uno de tantos donde eran guardados los ataúdes listos para las grandes personalidades, clérigos, militares, filósofos creyentes y demás. El viejo edificio era chico, incluso visto desde la serranía que lo rodeaba, pero sin duda tenía mucho espacio para albergar provisiones, máquinas, mucha gente al servicio de Dios y, por supuesto, una colección de libros, papiros y pergaminos varios de los que Sor Prudencia había contado tres mil y apenas leído cuatrocientos. Una mujer muy culta considerando que de los cuarenta y dos años que cargaba a sus espaldas, más de diez los había dedicado a ese santuario que se escondía celosamente de los fanáticos sobrevivientes de la cada vez más caduca Inquisitio Haereticae Pravitatis Sanctum Officium.

Sin embargo, aquella cálida noche de invierno, era la ideal para Agata, ideal para salir a caminar sin las penetrantes rafagas de frío que habían causado tantas muertes en años pasados. Pero en ese entonces, Agata era jove, curiosa. Antes de salir al aire libre, debía obedecer a su instinto y buscar fantasmas de la historia en ese viejo edificio, cualquier precedente de la cultura ancestral que dio origen a ese enorme conjunto de rocas al que tanto le había agradecido por haberla cobijado durante casi toda su vida. A los dieciseis la sonrisa melancólica se forja decisivamente en la personalidad.

Los cimientos eran el lugar ideal para empezar a buscar. El sótano debía contener, segun la tradición, la primera piedra, la piedra que dicta el autor de tan magnífica obra que aún después de tres siglos seguía en pie. Agata se puso en marcha, recorriendo cada una de las bóvedas, con una mediocre pero funcional vela, examinando los ladrillos, bucando. Sin saber que encontrar, sin saber que esperar. Solo buscando justificar el ocio.

Naturalmente, todo el ala principal era la oscuridad hecha aliento. Respiraba bocanadas de soledad, de ecos de voces torturadas, personas emparedadas, ratas hambrientas e insectos interrumpidos en su caminata nocturna.

Entonces, seis arcos más adelante, vio la luz de un quinqué. ¿Ladrones? No en un pueblo donde la IHPSO estaba de gira. ¿Refugiados? No en un lugar tan frío, a menos que estuvieran huyendo, en cuyo caso deberían ser otra clase de delincuentes. ¿Una hermana esculcando? No en martes, día que a la superiora más exigente de las últimas generaciones, sor Prudencia, le tocaba vigilancia de dormitorios.

Lo cierto es que amplificadas fueron sus sensaciones de alivio, en parte por los opios quemados que aún no sabía identificar, y en parte por ver el concentrado rostro de sor Prudencia, sus bellísimos y maduros ojos dilatados, en un hechizo totalmente fuera de lo natural, pero siempre con el ceño fruncido. Actividad muscular que, curiosamente, aún no dañaba la piel de su frente.

Agata no debía estar por ahí. Sin saber el estado tan elevado en el que se encontraba la superiora, la joven madre del servicio de Dios quería hacerle compañía. Empero, su deseo se vió destruido cuando una ráfaga de viento delató la puerta principal del bovedón abierta. Prudencia se levantó bruscamente.

Ahí entendió Agata que lo que hacía Prudencia estaba mal, ya que ella era muy práctica y no le parecía, como en este caso, esconder una culpa que no hay. Pero la culpa evidentemente ahí estaba.

Sor Agata vigiló pacientemente a Sor Prudencia. Calendarizó sus tiempos de lectura y preparó un calendario propio para participar, aisladamente, de ese oscuro secreto que la luz del sol no irradiaría por mucho tiempo.

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