28 de septiembre de 2008

Historia de un Master (parte III)

La casa de Miranda, tal como su vida entera, era un misterio para mí. Como he dicho antes, quizá era lo que tanto me atraía de ella. No por el misterio mismo, sino por el grado de excitación que con ello podía provocarme.

- Hoy conocerás mi casa - dijo con la dulzura que le caracterizaba, pero esta vez, se notaba un acento especialmente sádico y traicionero en su voz. Una voz que, de ser radiable, seguramente habría causado controversia y éxito. Salimos a la calle a tomar un autobús, en el cual, durante los quince minutos que tardó el paseo yo no dejaba de ver las excitantes sombras nocturnas citadinas y la sonrisa maquiavélica de mi acompañante, pues me inquietaba saber que tenía algo muy especial preparado para mí. Presentía un final, un gran final acechaba mi instinto y mis sentidos, sabía que sería una experiencia inolvidable, pero también temía que ocurriera algo que alejara a Miranda, que me hiciera perderla.


Al bajar, caminamos cuatro cuadras más. La gabardina negra de "mi prostituta" lucía genial ajustada a la silueta artística, sin duda hecha a la medida. Iba adelante de mí, guiando mis pasos, hacia una enorme mansión de tres pisos adornada al más puro estilo, digamos, neoclásico. Extravagante, llamativa, pero de buen gusto.


Ella se abrió paso entre dos enormes puertas metálicas, tan frías al tacto como el resto del conjunto. Atravesamos dos cocheras vacías para entrar a la sala por medio de la puerta de servicio. Yo, extrañado, estaba a punto de preguntarle sobre la casa, y ella, presintiendo el ataque de mi pregunta rompesilencios, volteó a verme, esta vez sin sonrisa, me indicó:

- En efecto, esta es mi casa. Este frío y solitario lugar es mi refugio común. No tengo más que esto, mis ropas, mis discos y mi cuarto favorito.

El vacío del lugar, compuesto de ningun mueble y una poca de suciedad añeja, se veía altamente recompensado con la presencia de Miranda. Por medio de la sala, entramos a alguna especie de cuarto de servicio y de ahí, unas escaleras de caracol, nos llevaron a una majestuosa cámara de tortura.

La oscuridad intensa se vió interrumpida por un sonido de pastillas eléctricas y, a continuación, unas psicodélicas luces de neón azul alumbraban una modesta cruz de San Andrés, una especie de potro y una placa de conglomerado de cuatro por seis pies, con estimadamente cincuenta instrumentos de tortura (y placer) ordenados como suele hacerse en los talleres mecánicos.

Me ordenó que me desvistiera y me colocara en la cruz. Sin pensarlo mucho, me puso de espaldas a ella, de frente al instrumento de madera, y me sujetó de pies y manos. Yo tenía cientos de preguntas, se notaba en mi temblar, y ella sugirió, sin esperar aprobación:

- Una pregunta, un instrumento. Todas excepto mi nombre.


Las preguntas entraban a mi cabeza todas a la vez, así que ella empezó con un latigazo en mi espalda. El dolor era fortísimo, pero sentí también sus frías manos acariciando mi golpe.

- ¿Porqué me elegiste?
- Porque me agradas. Que eso te baste. - Tomó una fusta y procedió.

-¿Porqué quieres reformarte? ¿De que te arrepientes?
- Porque cedí a la prostitución. Yo era una sumisa, y mi Master me cuidaba muy bien. No me complacía cuando se lo suplicaba, y acabé por faltar a su lealtad. Él me dió la espalda y me humilló de la manera más cruel. Mi arrepentimiento será eterno. Debo asegurarme que tú no me harás eso. - Tomó una paleta de madera.

- ¿Lo amaste?
- No. Pero nunca supe apreciar su amor, el sí lo sentía, yo sí le dolía. - Sentí varias puntas metálicas en mi espalda, y sangre detrás de ellas. Alguna clase de látigo. La pregunta la hirió.

- Honestamente, ¿deseas que yo sea tu sumiso de por vida?

Hubo un silencio. Quizá había replanteado su futuro, revuelto sus ideas. La respuesta tardada machacó mis oídos al unísono de un látigo más fino, más cortante.

- NO.

- ¿Qué esperas de mí, entonces?
- Tu lealtad, aún si necesito acariciarte con el dolor eterno de la muerte. - Se quitó un tacón y lo clavó en mi espalda alta. La sangre empezaba a secar. Estaba excitado a tope. Yo sollozaba, pero no gritaba, hasta el momento del taconazo.

- Yo no necesito sumisión para ser fiel. Me has ganado, por la buena. Me encanta tu castigo, pero nunca lo necesitaste.

Mi frase no era una pregunta. Aún así, cerré los ojos con una mueca, esperando el siguiente instrumento. El azote no llegó. En unos instantes me encontraba gozando de una felación. ¿Habré dicho un cumplido? Era delicioso.

La felación duró una eternidad. Cuidó a cada instante de que no llegara al orgasmo. Finalmente, al cabo de unos minutos, se cansó y me liberó de la cruz, esta vez para volver a amarrarme de frente a ella. Después giró una manivela a un costado mío, de modo que yo quedé acostado sobre la cruz. Se sentó sobre mi cara, creo yo, para pagar mi momento de placer. Me estaba ahogando en sus fluídos. Me encantaba la idea de que estaba a todo, me encantaba sentirlo en mi rostro. Me faltaba el aire, pero pensaba en que era una bella forma de morir. Finalmente, me liberó, para hacer mi pregunta.

- ¿Porqué elegiste algo tan oscuro como el BDSM?
- Porque la oscuridad es tranquilidad, nunca pasividad. El BDSM es un momento de luz, en el que se libera todo aquello que no es tranquilo. Los deseos son tranquilos, pero no necesariamente el saciarlos también. El BDSM es un instrumento de paz, es mi instrumento. - Me asfixió de nuevo.

Mis preguntas siguieron. Pasé toda clase de momentos deliciosos con ella, tortura eléctrica con corriente directa 120V, asfixia en agua, con una bolsa plástica, toda clase de azotes en todo el cuerpo, mordidas escalofriantes en mis piernas, castigos con fustas y varas en mis pies y bofetadas a mano mojada. Jamás me permitió un solo orgasmo, en cambio se valió de mí para tener tres, uno de ellos masturbándose en frente de mí, seduciéndome, haciéndome desear estar sobre ella, presumiéndome su libertad y su poder. Me sentía fatal, angustia y humillación. Pero era delicioso.

Finalmente, al cabo de unas horas, me liberó y me permitió descansar, en el suelo salpicado de sangre, pegado a ella.

Sin embargo, yo estaba furioso cuando logré recuperar el aliento. Ella lo sabía, cada vez me sujetaba de los brazos más fuerte, abrazándome, inmovilizámdome, intentando compensarme algo que ella sabía que no podía. Sabía, muy dentro de sí, que yo soy un Master, pero ni yo mismo me daría cuenta sino hasta que la inmovilizé con mi cuerpo, sobre mi propia sangre, envuelto en furia y deseo. Estaba dispuesto a matarla con tal de saciarme. Ella sonreía, aunque esperaba lo peor.

- Adelante, bastardo - Me dijo. Yo accedí.


23 de septiembre de 2008

Historia de un Master (parte II)

Luego de una breve pausa con las miradas, continuamos golpeándonos de la manera más salvaje, gimiendo y blasfemandonos de manera mutua y susurrante. Mi casa es chica, así que intentamos controlar nuestros sonidos y los sonidos de los brutales azotes que nos empezábamos a dar contra los muros, sin embargo yo no pude contener un golpe que Miranda me dio en el estómago, que me sacó el aire. Un onomatopeya (demasiado sugestivo, a juzgar por las incesantes llamadas telefónicas que empezaban a entrar a mi teléfono casi al instante) hizo que cesáramos. Ambos salimos de concentración, la actividad parecía haber terminado.

Entonces Miranda, dejando su tono mitad hostil, mitad hipócrita, me dijo de la manera más dulce y sabia:

- No es del hombre ocultarse tras las sombras si no es por gusto. No lo es esconderse de sí mismo, cuando lo que hay detrás es una necesidad. Tu necesitas dolor, y necesitas gritarlo. Yo te puedo ayudar en tu búsqueda, porque se ve que buscas algo.

Yo asentí moviendo la cabeza. No era religioso, ni mucho menos hoy, pero creí que ella era alguna especie de profeta o diosa que me ofrecía su mano de redención. Era una idea estúpida. Pero sus palabras eran tan bellas que no tuve objeción en hacerle caso. Después de un instante, terminé de mirarla a los ojos para prestar atención al sonido de la puerta, pues detrás de ella estaba un hombre tocando.

Abrí la puerta, y luego de intercambiar unas palabras de disculpa con mi vecino y encerrarme de nuevo en la frágil vivienda, regresó la concentración, por obra y gracia de sus furiosas uñas sedientas de carne en mi espalda, y terminamos lo que empezamos, esta vez escondidos en un delicioso silencio y agitadas respiraciones.

Cuando terminamos, me dijo con una confianza que no me esperaba de una prostituta:

- El silencio es una mascara, en una fiesta de disfraces tan magna y tan ostentosa que es la sociedad. Pero la sociedad es eso, una fiesta, un juego. La vida real es muy distinta. Baudrillard, en este sentido, era un mediocre, un conformista de su realidad, un incorregible flojo, pues no buscaba arañar la máscara, sino maquillarla.
Mi nombre real no lo sabrás nunca, no lo necesitarás. Pero, si tú me lo permites, te usaré para reormarme, a la vez que te reformaré a tí.

De nueva cuenta, no objeté nada. Era sin duda la presentación más bella de una profeta, de cabello castaño y ojos penetrantemente oscuros. Las marcas en su piel eran variadas: hematomas, mordeduras, quemaduras de cigarrillo y perforaciones de las cuales al menos tres cuartos eran mías. A partir de entonces, cuando la tocaba y le hacía notar que quería remediar su dolor físico, y si era posible, mental, ella me detenía y me sonreía. No solíamos hablar mucho. El lenguaje corporal y las acciones lo eran todo.

Al cabo de dos semanas estaba instalada en mi casa. Yo había encontrado trabajo y ella se dedicaba a estudiar no se que profesión que nunca me quiso contar. Ella sabía que yo quería preguntar, pero siempre me detenía. Pensaba que yo no necesitaba detalles, y acabé por hacerle caso.


Antes que empezara a hablarme de sus elocuencias, gustaba de pasar tiempo conmigo leyendo literatura de terror, cuentos bizarros, filósofos incomprendidos y otras ideas que en la TV parecen absurdas o aburridas.
Yo francamente no la entendía, pero la respetaba, y además, disfrutaba mucho su compañía y los encuentros sexuales, sobre todo si dejaban secuelas.

Había sentido una reforma total e integral en mi ser.

Sin embargo, cuando finalmente se decidió a hablarme y esperar mis preguntas, todo cambió drásticamente.

Un día, estábamos dispuestos a fornicar, pero antes de comenzar, me dijo sutilmente, como solía hacerlo:

- Hoy vas a sentir el verdadero dolor.

18 de septiembre de 2008

Historia de un Master (parte I)

Alguna vez me dijo que llegaría un momento en que el miedo, el cegador y abismal miedo, me abandonaría, irónicamente, por miedo a mí.

Soy Orlando, y si me lo permiten, les voy a contar la historia de cómo conocí la mejor persona con la que me pude topar en este mundo, y de cómo me volví un Master.

Cuando tenía dieciocho años, la embriaguez y el desdén por la vida eran algo clásico en mí, como en muchas personas de mi edad. Las artes y ciencias me importaban poco, mi estómago se inflamaba lentamente con los años a causa de la bebida, mi vista se nublaba sin la necesidad de estar intoxicado, mi cartera nunca tenía dinero para comer, pero siempre para algún vicio. Cualquiera, siempre que se le pudiera llamar vicio. El comer y el vestir son necesidades, y naturalmente, no entraban en mis prioridades.

Mi vida era, y sigue siendo, pues, errante.

La diferencia es que, si fuera creyente o practicante de alguna clase de fé, me sabría condenado a algún infierno, agujero negro, vida tristemente mortal o cualquier otra cosa análoga. Y el hecho es que siento una plenitud utópica, tan sólo fundamentada en el error.

En una de esas noches de desliz, sin nada que hacer en las calles ni en los bares ni en cualquier otro lugar social, tomé el periódico local para distraerme un poco con las desgracias ajenas. Luego de pasar notas fraudulentas, alabanzas partidistas y "lamebotismo" de la alta sociedad local, me encontraba hojeando los anuncios clasificados. Me dí cuenta que debía estar orgulloso por mi comunidad, que promueve la belleza, reflexioné esto por la cantidad industrial (En una época como la actual, el adjetivo califica perfecto) de publicidad y anuncios sobre estéticas. Precios económicos, honestidad y limpieza. Nuevas chicas, nuevas empleadas que no han sido corrompidas por la suciedad de las calles ni mucho menos. Nuevas administraciones, un mundo nuevo.

Tomé el teléfono, verificando que disponía de algunos condones debajo del colchón de la cama (como si fueran una especie de fondo de ahorro para el desempleo), y marqué a una de las estéticas, la estética Rosy. Un nombre vulgar, aunque bonito para una empresa vulgar, pero agradable. Creo.

Una hora después se encontraba tocando a mi puerta una mujer con un espantoso maquillaje. Hecho que se compensó con unas piernas espantosamente bellas.  Después de todo, no iba a acariciar maquillajes baratos sobre pieles arrugadas. "Hola, soy Miranda". Su nombre resonó en mi cabeza por la brusquedad de la acción, y el hecho de que en ese momento pensaba que era información que definitivamente no necesitaba. Sin embargo, respondí del mismo modo: "Soy Orlando. Mucho gusto".

Después de las formalidades del despojo de las ropas mitad finas mitad chinas, y de unos cuantos rozamientos de rutina, empezamos a cabalgar en las praderas del placer más vacío, el más vigorizante. La falta de acción prolongada por mucho tiempo nos hizo, francamente,disfrutarlo, yo por impulsivo y ella por contagio.

A pesar de los emperifollamientos que suelen llevar las prositutas en la piel, debo admitir que la suya a encontré riquísima. Llegó un momento en que estaba demasiado embelesado en ella. Un hambre natural invadió mi cerebelo desde el hipotálamo, me hizo saborear desesperadamente y finalmente la mordí en el hombro izquierdo, al grado de sentir cómo mis dientes perforaban la carne de la manera más lenta y dolorosa.

Ella reaccionó al instante con una bofetada. Estaba arrepentido de mi torpeza, pero descubrí que ella también se arrepintió de reaccionar. La contracción fue notoria, y concluimos con la mirada de que a ambos nos gustó la experiencia.

15 de septiembre de 2008

Ceguera, momentánea

Me dices que me alejo de tì, obstinado, 
tratando de no topar mi vista con tu claro.
Me dices que huyo de tí, agitado,
fundiéndome en las sombras de lo amargo.
Imploras mi presencia, te lastima
el no tener mi ya necrosa mano.
Lo cierto es que no me fuí, no puedo.
Mi alma sigue atada, a tu cuerpo.

Maldices mi existencia, aunque sabes
que la dulzura anula los malos deseos.
Quisiste compartirme tu andar incierto,
tu silencio macabro, tus pinturas góticas,
el gusto por desangrarte en un papel,
el que sólo el soñador puede leerlo...
... y me ocultaste tu parte más hermosa,
y cegaste mis sentidos con tus venenos.
Es tu música, egoísta insospechada
lo que yo mas anhelo por tocarte,
las notas que en esta brisa cruda
taladras para que nunca se separen
de todos los oídos de los mortales,
de tus millones de incautos amantes,
menos mis oídos, pues no tengo derecho
de pregonar hasta cuánto puedo amarte.
Tus haces remueven la oscuridad
donde me oculto, la oscuridad de lo amargo.
Buscas por mí, desesperadamente,
como se aferran a la fé los cristianos,
tus colmillos platinados me desean,
mis tristes letras que quieren rozar tus labios,
pero no puedes seducirme, nunca más,
pues tu artística belleza me ha cegado.
Yo nunca, nunca te he traicionado. 
¿O es amar motivo de ser fusilado?
Ahora huyo, como bestia, horrorizado, 
de tu luz inquisidora de tuertos y malsanos.
Sin embargo me alimento, ilegalmente,
de tu soneto, en el aire, afrodisiaco.

9 de septiembre de 2008

Maquillista (parte II)

La etiqueta en el dedo pulgar derecho del pie decía Pablo Melendez, de edad 27, aunque a decir verdad el rostro frío, muerto antes de la verdadera muerte, aparentaba al menos 45. Había pasado por el servicio Medico Forense después de encontrado en la calle por una denuncia anónima, y luego de determinar muerte por inanición, había sido trasladado, tan solo dos horas después, a velatorio del IMSS, con servicios patrocinados por el Gobierno del Estado, ya que no se le encontraron referencias familiares ni amistosas.
Era un cuerpo bastante rígido, aunque aparentaba fragilidad, quizá reflejo de una personalidad tibia y melancólica que portaba en vida. Era extraño que, aún sin poseer masa muscular ostentosa ni mucho menos, la rigidez permitía a una sola persona mover el cuerpo de una camilla a otra, de una plancha a otra, o en su caso, de una plancha al sofá de cuero consentido de Delicia Zavala. 

La cara de Pablo, curiosamente arrugada por la pesadez del frío de la temporada, presentaba unas cejas bastante sueltas y relajadas. Lo que significa que, sin duda, recibió alguna clase de alivio antes de perecer por completo. Delicia, amante de las verdades ocultas, no dudaría en usar su lente Carl-Zeiss sobre aquel enigma que se le presentaba en su “consultorio de belleza”, incluso antes de empezar su trabajo. La luz blanca, demasiado intensa para cualquier persona ahorradora de energía, daba la tetricidad y la teatralidad suficiente para resaltar, de manera natural, los recovecos más profundos de las arrugas y descartar aquellos que eran estéticamente irrelevantes. 

Debajo de las cejas sueltas se encontraban reposando dos párpados que daban la impresión de delgadez extrema. Los músculos eran tan débiles que, si hubiera tensión en ellos, se verían como dos trozos de tela descansando parcialmente sobre el suelo, parcialmente extendidos hacia el aire. Los ojos que albergaban presentaban decoloración, pero no la que debía poseer un cuerpo de menos de seis horas. Con el uso de sus herramientas, Delicia abrió los párpados y tomó una nueva fotografía para su colección. Se dio cuenta que Pablo sería de los pocos clientes a los que les tomaba más de tres fotografías en una sesión.

La maquillista estaba, sin duda, encantada con su nueva visita. La sinceridad de la que hablaban sus dedos tiesos, con señales de fumador compulsivo, era digna de ser plasmada en un documental de esos que los productores no tan famosos graban para los canales de historia de TV por cable. Sus yemas mostraban deformaciòn, de tal manera que era evidente que Pablo tocaba el piano, demasiado bien quizá para usar todos los dedos de ambas manos. Las uñas recortadas decían que aún tenía algo de dignidad para mostrar al mundo, una dignidad que nada tenía que ver con su sonrisa mentirosa, pues no tenía a nadie a quien mentir. La poca decoloración de su piel mostraba que no le gustaba, en definitiva, mostrar su ser al sol citadino, sea por lastimoso o por simple rencor.

El calor en el estudio estaba acrecentándose. Era evidente que no era Delicia la única persona viva en el lugar. Las cejas de Pablo empezaban a temblar y ella, lejos de estar paralizada por la creciente expectativa, imaginaba una discusión digna de filósofos. Un filósofo, por regla general, no es hipócrita, así que era algo que ansiaba desde años atrás.

7 de septiembre de 2008

Maquillista (parte I)

El mundo es de los artistas y los activistas.

Para Delicia, su trabajo no era tan denigrante como lo suele ser para la mayoria de las personas que se desenvuelven en actividades afines. Todo lo contrario, era para ella un honor formar parte de la belleza que compone a este mundo, aunque estuviere en descomposición.

Era capaz de atender a sus clientes de la manera más cálida, por muy fríos que éstos fueran. Acomodaba al sujeto en cuestión en un reclinable muy cómodo, abría su estuche de sustancias, polvos, esponjas y aplicadores de todos los colores y dimensiones imaginables, un maletín metálico profesional, y con todas las precauciones debidas, se ponía sus guantes esterilizados y su tapabocas, y comenzaba su ardua pero bien pagada tarea.

¿Cejas quemadas? No hay problema, un delineador suficientemente oscuro soluciona el problema. ¿Hematomas? ¡Claro que sì! con un toque de verde. Debilidad, desnutrición, putrefaccion del alma o del cuerpo? Por supuesto que tiene soluciòn, un polvo suficientemente rosado para dar ese brìo que el cliente quizá nunca tuvo... en vida.

Delicia estaba acostumbrada a no recibir ese gesto amable de sus cadàveres cuando terminaba su trabajo. Después de todo, no era mucho con lo que le podían pagar: ellos no eran quienes pagaban su sueldo. Era, pues, rara la ocasión en que una hermosa dama de cuarenta le resolviera una sonrisa por ocultar los rastros de la golpiza de su exmarido, o que una vìctima de càncer terminal le mostrara su alivio al no tener que mostrarles la cara de sufrimiento a su familia, esa cara con la que hubieron de lidiar a lo largo de toda su enfermedad.

Como muchos otros maquillistas modernos y algún enfermo mental, la dulce Delicia tomaba fotografías de sus trabajos. Algo mal visto por su supervisor, pero sin duda, para un artista, es una motivación constante para dar lo mejor de sí, para superar los trabajos anteriores y, pues, para elevar su ego.

La maquillista no era para nada objeto de burlas, no era la niña freak ni la fea de la escuela. Nunca tuvo problemas de maltrato por parte de sus compañeritos o de sus profesores. Sus calificaciones no dejaban nada a desear. Sin embargo, sentía que toda esa "belleza celestial" que desbordaba su mundo no le quedaba, sabía que todos los colores que chocaban contra sus córneas eran la hipocresía materializada. Ella, entendida desde muy pequeña en temas de política, filosofía y economía de manera autodidacta, sabía que el sistema no la beneficiaba. Pero, siendo relativamente tan pequeña, también sabía que el sistema tampoco la perjudicaba, y eso la hacía verse en un sendero, entre la locura y la muerte, la dualidad oculta para el humano estándar.

Sus córneas, citadas antes, la fastidiaban. Sus sentidos estaban empalagados de esa cosa que tanto odiaba a partir de que vió La Naranja Mecánica. Película insulsa, brutalmente asqueada, y sin embargo, llena de honestidad.

Delicia amaba a los muertos. Según ella, son de los pocos seres que no son hipócritas, ellos eran menos hipócritas que incluso ella misma, mostraban su verdadero ser por medio de lo arrugado y atrofiado de sus rostros, y sentía que su trabajo realmente tenía valor sólo cuando lo único que tenía que hacer era agregar un poco de color, rellenar el orbital de un ojo o reparar una oreja roída.

Naturalmente, estudiaba medicina para convertirse en cirujana plástica. Fuera de los olores fétidos, sentía que su deber social era "hermosear" a detalle cada ser honesto del mundo, resaltar su verdadero ser sólo por protocolo, por cortesía, ya que un humano normal nunca vería la honestidad de una persona si tuviera el cráneo fragmentado. Sabía de la ironía de su labor, de ocultar verdad tras más verdad por medio de plastas incorruptibles de Revlon o MaxFactor, pero eso le importaba realmente poco.

6 de septiembre de 2008

Descaro

Te escribo a tì, inepto, que te atreves a criticar al mundo.
Tù, perro faldero con mierda en las patas, quien osa citar al absurdo para enfrentar al absurdo, quien cita a los grandes sòlo para tener un zapato con qué pisar a los débiles...

¿Tienes pies? ¿Sabes cómo se siente pisar el suelo arcilloso, cortante y caliente de este maldito desierto que llamas Comunidad?
¿Sabes cómo se siente no tener más que huaraches de dignidad, y desgastarlos brutalmente sólo para avanzar los próximos cien metros?
¿Sabes cómo se siente saber que la sangre de entre tus dedos brota desde tu corazón hasta afuera de tu cuerpo, perdiéndose en la arena, donde será sólo una de tantas partículas de nada?
¿Sabes cómo se siente masticar la arena cuando caes al suelo de agotamiento? ¿Sabes como sabe la arena cuando no es el suelo sino el aire quien lo lleva entre tus labios sedientos?
¿Sabes lo que es la sed, la amargura de la saliva putrefacta, cargar con ropas sucias y calurosas, derretirse ante el sol sin poder reclamarle que deje de lastimar?

¿Sabes lo que es cruzar el desierto de noche, sumergido en la asfixia total, esperando que las serpientes ataquen? ¿Sabes lo que es cazar para sobrevivir, con la esperanza de tener un mañana mejor, por absurdo se vuelva?

¿Sabes lo que es soñar en la guerra?
¿Tienes un motivo para soñar?

¿Tienes un motivo para que no perfore tu frente con mi .22? ¿Tienes un motivo para que no te trate como el inhumano que soy? ¿Tienes algún motivo para que no te grite todos los días que eres una basura, que eres mierda, la la mierda de mis Perros de Tìndalos? ¿Te molesta que te digan la verdad, porque es TU verdad?

El mundo es vasto. Si no te gusta lo que ves, puedes morir. O bien,
puedes mirar hacia el otro lado.

 Crawling Chaos por Diabolus Rex