21 de noviembre de 2014

Eritrofagos


No salgas a la noche, no enfríes tu espíritu,
esta noche es la más fría, y yo no estoy ahí.
No enfríes tus manos, acariciando una luna
que se ha vuelto tan deshumana
de tanto estar tan solo ahí.

Ven, ven y siente mi calor,
que es tuyo, te lo regalo como señal
inequívoca de amor.
Ven e invoca la trascendente
visión infrarroja,
localiza mi carótida y bebe,
de mí, con pasión.

No pierdas tu encanto,
tu sublime seducción,
en el impetuoso desvirtúo
del mundo de Oneiros.
Piérdete en mí, que siendo
sólo humano,
tambien soy
tan real,
tan real como la sangre
que desea correr en tu torrente.

Ven, ven y siente lo rojo
de tu labios tiñéndose
absolutamente de vida,
ven y encuentra en mi presencia humana
un poco de amor honesto,
tatúa tu forma en la forma de mi cuello,
no es que quiera ser de los tuyos,
tan sólo quiero ser tuyo.



11 de noviembre de 2014

Acuse de recibo


Hay ciertas clases de personas que el siquiera imaginarlo sería inconcebible y motivo de homicidios, suicidios y otras de esas tantas acciones irrelevantes para los eternos, y muy preocupantes para los humanos, citándolos a ustedes, lectores.

Otras, en cambio, jurarían que es la profesión más noble del mundo.

Pero las opiniones nunca han sido ni serán de importancia o podrán alterar el hecho de que tenía un deber, una labor ardua e importantísima que cumplir.

Cada noche, desprendía del suelo la enorme masa de piedra que separaba nuestro mundo del suyo. Y cuando digo que lo hacía cada noche, me refiero a la humana, ya que de donde viene la noche reina sin tregua, dulce, fría a los sentidos pero cálida al espíritu. Despues de todo, la paz reina donde no hay vida. Y al terminar de retirar la piedra labrada, con algunas inscripciones ya ilegibles por la edad de la materia, un hermoso campo se desplegaba bajo la Luna. Era, pues, un cementerio, la pasarela hacia nosotros, con las huellas de quienes recuerdan a los muertos, pesadamente marcadas entre los senderos, pero sobre las elaboradas lápidas, un sinnúmero de variedad de flores y rosas. Tantos colores, tantos aromas. Tanto esmero.

A veces le gustaba tomar una forma corpórea y pasear por entre las tumbas, salir del cementerio y caminar entre las calles del pueblo, tan sólo para escuchar los sueños de las personas. A su edad, enorme sólo si la medimos con tiempo del hombre, ya nada le sorprendía. Sobre el adoquín de las calles, entre los faroles que iluminaban el camino para los transeúntes rezagados, se proyectaban toda clase de imágenes de sueños: gente volando, humanos gigantescos, actos circenses, cantantes que seguramente tenían una tesitura horrible cuando despiertos, gente en actos carnales, gente gritando de miedo, gente robando, gente matando, gente espiando, gente llorando en desespero, gente adorando bienes materiales... Después de todo, había dejado de ser humano hacía mucho, y el paso del tiempo hace olvidar cosas. El amor, por ejemplo, no vale lo mismo para alguien que no es de tu mundo. Ustedes los humanos dicen que es infinito, pero la verdad es que lo conciben en tanto que la Muerte es una constante entre dos personas. Juraría que ustedes cuentan con ello. No es por generalizar.

Pero observar los pensamientos de alguien que no eres tú es desgastante, sobre todo para alguien que habita en las sombras. Es desgastante ponerse en los zapatos ajenos, mucho más en varios pares. Así que tras una pesada sesión de enervancia humana, se convertía nuevamente en volátil, y ascendía muy alto, donde los vientos soplan más frios y las nubes empiezan a condensarse. Y es cuando empieza su deber. De lo siguiente en su jornada, si hubiera una representación gráfica, en una vista aérea infrarroja, se encenderían puntos tremendamente brillantes a lo largo y ancho del pueblo. Y, como todo buen profesional, traza con su intelecto una ruta que una todos los puntos, los toque una y sólo una vez, de la manera más corta posible, para realizar un recorrido que parecerá eterno hasta que lo haya terminado todo. Algoritmo de Dijkstra, le dicen ahora. Visitar puntos 1, 2, 3, a veces hasta el 8, a veces hasta el 1,500. Pero siempre hay una ruta que recorrer.

Punto 1. Bajando de las espeluznantes alturas a una velocidad vertiginosa, empieza a difuminarse el punto iluminado, y se convierte en persona. Una niña, esta vez. Diez años, quizá once. Sueña en andar en bicicleta. Sueños recurrentes de personas brillantes. Una velocidad vertiginosa. Y nuestro protagonista queda atrapado en la canastilla del vehículo. Recuerda cuando aún era humano y tenía un perro, y cómo sacaba la cabeza de la carroza cuando el caballo no hacía mas que jalar del carruaje. Se imaginó, pues, como ese curioso perro, sacando la lengua, con una expresión de felicidad simplona.

Pero su existencia no se debía a imaginar perros contentos. Salió de la canasta, se incorporó con silueta femenina justo al lado de la bicicleta, y empezó a formar cabello, ojos, boca, manos, voz... La bicicleta se alejaba sin remedio, así que tuvo que gritar: ¡Hija! La bicicleta derrapó en el onírico camino de terracería. La niña voltea, y al ver su rostro, sorprendida, corre al encuentro de sus brazos. Y el abrazo es de verdad tierno, y el amor es de verdad presente.

La mente humana es muy compleja en cuanto al entendimiento del tiempo. La niña, por ejemplo, abrazó a su madre por el resto de su sueño, aunque en tiempo humano, despertó casi instantaneamente, el abrazo duró en realidad muchos siglos.

Ascendió de nuevo hasta los cielos, no sin antes corroborar que la niña sonriera, tal como le fue solicitado.

Punto 2. La velocidad extrema de nuevo atendiendo, zumbando a lo que fueron sus oídos. Esta vez se trataba de un hombre mayor, de algunos cuarenta y cinco años en su haber, con más cabello del que deseara, pero mostrando aún los estragos de la calvicie. Al poder percibir el tiempo a voluntad, observó detenidamente, mientras caía como ráfaga, sobre el cuarto de su visita. Papeles, números, unas gafas de sutil graduación. Revistas para caballeros en la cómoda y una caja de pizza, vacía. La expresión de su rostro no mostraba pesar, así que no era una vida incómoda, tan sólo muy solitaria. Había marcas en el marco de la puerta, de algún infante que cada año medía su altura. Eran marcas frescas, probablemente eran hijos suyos.

Pero al entrar a su mente, donde para camuflarse tomó la forma de un espejo, estaba en la misma casa que existía fuera del sueño. El niño que suponía que hubo alguna vez no era uno, sino dos. Una voz dulce llamaba: "¡Querido, a cenar!" y nuestro huésped, saliendo de una ducha, con la toalla enredada en su sutilmente obeso estómago, salía muy contento y dispuesto a vestirse para ir al encuentro de los tenedores y cucharas, y de quien sea que portara la dulce voz.

Pero era momento de entregar. Tomó forma de una persona, muerta, de cejas amplias y sonrisa descarada. Poco cabello, contemporáneo. Un agujero de bala en la cabeza, y sangre cayendo. Luz ténue en el reflejo de la habitación. Y esperando la entrada, contando a tres, dos, uno.

La cara de horror de nuestro huésped se hizo latente sin tiempo a respirar. Y el mensaje a entregar, proveniente de la cabeza baleada: "No te dejaré en paz, jamás. Recordarás tu traición siempre.". El mensajero salió del sueño, y se hizo fantasma en la cabecera de la cama. El huésped despertó desesperado, sudando, y una vez que se hubo incorporado y tranquilizado, empezó a sollozar, como muestra de remordimiento. Llevó sus manos a su rostro, y nuestro amigo se retiró con una sonrisa. Había conseguido su cometido.

Esta es la jornada de Guadalupe, un señor tan antiguo que ni siquiera recuerda haber nacido o vivido. Cada día, después de completar su "camino de Dijkstra", regresaba a su cementerio, buscaba esa lápida donde hacía varios cientos de años fue inhumado para ser olvidado para siempre por los mortales. A mí no me preocupa tanto eso, pues es mi amigo y, al no ser mortal, me será más dificil olvidarlo. Y lo que más me asombra de el, es la labor a la cual decidió entregarse: no quiso que otras almas pasaran lo que él, al no haber recuerdo suyo entre ustedes los mortales mas que esa triste lápida que nadie voltea a ver. Y entre el inframundo y el mundo mortal es muy fácil viajar. Seguro puedes sentir a la mujer que alguna vez tu abuela, mirándote con desapruebo cada vez que dejas la pierna de pollo con carne sin comer. Quizá puedas notar que la esencia de tu padre fallecido aún te revuelve el cabello cuando tienes problemas y necesitas consejo.

Pero los seres del infierno, esas almas que cometieron terribles acciones que dañaron seriamente a otros, no lo tienen. Y, entre tantos tormentos que deben padecer en su nuevo hogar, por el resto de sus existencias, está el ser olvidados. El no ser recordados ellos como personas, que alguna vez lo fueron. El no ser recordadas las circunstancias de sus muertes. El no haber podido enmendar lo mal que han hecho, y por el cual estan pagando el precio más alto.

Guadalupe es, pues, un mensajero. Y cada noche humana, sin descanso, viaja a ese mundo terriblemente ardiente, buscando almas apenadas, rindiéndoles cuentas de sus travesías por el mundo mortal, y llevando nuevos mensajes a aquellas personas, hacerles sentir... y luego recoger las expresiones de sus rostros, y llevarlas de regreso como acuse de recibo.

Y es que es muy simple, la mayoría de las veces. El acuse de recibo es la inequívoca seña de que, al menos por una generación de vida más, las almas en pena no han sido olvidadas.