2 de noviembre de 2008

El Resucitador

Isaías Velasco era una persona muy solicitada en la ciudad de París. Era una de esas personas que la gente quería no por lo que era sino por lo que hacía.

Exiliado de alguna extraña y desconocida manera de Colombia, Isaías no tenía problema alguno para pasar desapercibido entre la gente, como el personaje más famoso de Suskind. Personalidad indefinida, naturalmente, como todo aquel que carece de dotes artísticos. Quizá eso lo llevó a admirar y tener la oportunidad de "traer de vuelta" a personajes de la talla de Jean Monnet o el mismísimo Hitler (las circunstancias de su segunda muerte son algo de lo que me ocuparé quizá después).

La cultura pop lo extasiaba, decía con una seguridad propia de los políticos que el pop europeo era superior al americano. Así de grande era su ingenuidad, y así de fácil era convencerlo de revivir a un timador de alta categoría o a un asesino serial, encargos, naturalmente, de mentes psicópatas o dispuestas a divertirse a cambio de soltar unos cuantos euros.

Había decidido quedarse rondando los alrededores de Francia porque es, pues, "la cuidad del amor": incluso si ese amor cuesta y consta sólo de una fría y reseca vagina y unos cuantos gemidos de a medio euro cada uno. Después de todo, él era un consumidor muy bueno, uno de tantos que le hacen un gran favor a la economía underground en ese país como en cualquier otro.

La vida, pues, le resultaba algo digno de alabanza, algo digno de recuperar una vez que se hubiera perdido. A pesar de todo, se declaraba un hombre muy práctico, y no le importaba la metodología sino los resultados de sus trabajos. No le importaba meterse con un enfurecido Satanás o con un autodesangramiento que le pudiera costar la vida, que evidentemente, no podría recuperar por sí mismo una vez muerto. Como en toda película o serie de televisión de paga, su satisfacción era ver unos segundos la satisfacción de quien le encargaba el  "trabajo" y después de recibir el generoso cheque o los billetes prostituídos, salir a la calle a contemplar las calles aledañas al Sena, o contemplar a lo lejos el hermoso brillo de la luna sobre la géoda del novísimo parque de La Villete. "Se trata de París, finalmente", decía para sí mientras apartaba el dinero para la puta del día.

Otra de las tantas razones por las que se dedicaba a tan "hermosa" tarea era porque en la rara trancisión entre la muerte y la vida, mientras la carne se reconstituía sobre los rostros huesudos y la humedad coloraba las pieles olorosas a moho, los conocimientos traspasaban su mente. Podía leer las mentes de los muertos. Todos, grandes pensadores, grandes artistas o grandes criminales, tenían un gusto por la vida y una fijación por la realidad que simplemente contagiaban al cada vez más mermado de mente Isaías. El pobre andaba por ahí con un brillo en los ojos digno de un chiquillo de seis.

Isaías se sentía un hombre poderoso, íntegro. La sonrisa en su boca, tan indefinida y común como su rostro, hacía dudar a los insectos nocturnos sobre su superioridad.

Finalmente, el destino, si existe tal, decidió un buen día acabar con la farsa de apellido Velasco.

Ese buen día, lunes por la noche, un excéntrico de buen gusto en el vestir y mal gusto en las bebidas (condición que notó el ejecutante por el aliento) llevó un cadáver no muy viejo. Esto suponía una ventaja para Velasco, pues el olor y el aspecto no debían ser tan, digamos, jugosos, dependiendo del cementerio donde hubiese estado.

Contempló los ojos del inmolado un momento, quizá para determinar el procedimiento adecuado, y después de unos instantes pidió a su cliente que saliera del cuarto. Era un cuarto oscuro, tal cual, de algún fotógrafo extraviado que nunca más volvió. Isaías, muy práctico, utilizaba los focos rojos que aún quedaban entre el equipo para iluminar el cuarto, lo cual le daba un ambiente tétrico, o más bien, apantallante. Era un discreto truco mercadotécnico.

Cerró los ojos, con sus manos encima del pecho del cuerpo inmóvil, como quien se dispusiese a realizar un masaje cardíaco, y con una gran serenidad (hipócrita) en su alma pero con gran escándalo en su garganta, invocó a no se que maldito dios nórdico. Él mismo no creía en divinidades ni mucho menos. Sin embargo, funcionaba, y por ello lo hacía con empeño.

El momento llegaba, poco a poco. La carne volvía a su sitio, proveniente de la nada. Los huesos se volvían a calcificar, tomaban firmeza. Un rostro viejo y canoso tomaba forma, abría la boca en pro del miedo, y temblaba su vista en torno a lo desconocido (debió serlo, pues una experiencia así es, quizá, como volver a nacer). Y, con el transcurrir de los segundos, la mente del cadáver atravesaba como metralla los ojos y oídos de Isaías.

Uno tras otro, tópicos tan dispares, y a la vez, tan concordantes, traspasaban su mente como créditos de películas. Letras, historia, filósofos, corrientes. Hasta ahí todo iba bien.

Columnas en periódicos, revistas, boletines, críticas, sollozos, aislamiento, renovación y lectura. Era evidente que se trataba de un hombre de letras. Isaías no lo consideró peligroso.

La sangre del ex-cadáver daba un poco de color a la vieja piel del anciano.

Entonces, brutalmente, fue acribillado por el terror. Existencialismo, post-modernismo, HIPERREALIDAD, teoría del consumismo, pensamiento, en el fondo, anti-pop. "¿Qué demonios...?" Se sintió ofendido. Un cosquilleo pululaba en el labio superior del resucitador. Se sacó la lengua para confirmar que era sangre. Se estaba mareando terriblemente. Estaba muriendo.

Simulacro...  ilusión... crítica fortísima a la cultura... simulacro... guerra del Golfo falsa... hiperrealidad... consumismo... redes sociales virtuales... internet... telefonía celular... simulacro... tamagochis... simulacro... simulacro... simulacro... MUERTE... ¿Muerte...?

Baudrillard se levantó, lentamente, de su lecho de resucitación. Cuando se acostumbró a la luz roja, pudo ver el cadáver fresco de un joven de rostro y aroma indefinidos, tan sólo distinguible por la mueca de terror que caracteriza a aquellos cuyo mundo se ha derrumbado.

Baudrillard entendió lo que pasaba. Entendió que su nuevo "progenitor" era un pobre idiota e ingenuo. Y a pesar de eso, le debía la  vida. Un regalo que no podía aceptar.

El filósofo tomó el dinero que tenía Isaías en su cartera, abandonó el cuarto y salió a hurtadillas. Su última travesía en el mundo del simulacro la dedicaría a buscar un arma, para usarla en sí.