17 de abril de 2020

Un cuento innecesariamente cruel

Mario se acostó en su diván. Traía el Anatomía de Patton en una mano, y un té de tila en el otro. Era ya la rutina. Se decía a sí mismo, que si el fin de esa velada iba a ser desagradable, cuando menos el inicio sería algo más pasable. Cada tercer día era así. 

Así que se puso a hojear el libro, tomando páginas siempre al azar, siempre prefiriendo las imagenes de musculatura en general y anatomía de la cabeza. Esa noche eran ojos lo que más le llamaba la atención. Globos oculares, el nervio, los colores. Eran buen material, se decía. Ya empezaba a divagar en su cabeza, y a temblar en el resto de su cuerpo. Dio un trago apurado a su té. Colocó la taza en la cómoda de al lado, y la empujó con el libro para que ambos cupieran en la superficie. 

Luego sacó el casco de electrometría de la misma cómoda, encendió la computadora, se colocó el casco y se recostó, lo más relajado posible. Cayó al instante, rendido, en parte por el cansancio, y en parte por el sueño inducido por la máquina. 

Cuando despertó, ya era de noche. El cuarto entero había desaparecido. Era bastante molesto despertar y estar de pie. Es como empezar a jugar un videojuego a mitad de la acción, sin una vista preliminar. Sólo estás ahí, y el objetivo es exacerbantemente corto y concreto. El peso del cuerpo se vuelve desconcertante, porque por muy fiel que sea el entorno, simplemente no se sentia su cuerpo. Cada vello del brazo, sin excepción, era el que Mario ya conocía. Sin embargo, el hecho de pensar que es distinto, lo hace distinto. Significado y significante eran conceptos que, aquí, sí podían intercambiarse de manera indiferente. 

Al escuchar el ruido de coches en alta velocidad, y luego de ver el reflejo de una marca de kilómetro al paso rápido de un camión, se supo en una carretera. No había comido nada en todo el día excepto el té y un café en la mañana, pero aunque el hambre lo acongojaba, no era el momento de pensar en ello. Así que se siguió de frente. Caminó unas cuatro horas, caminó unos dos minutos. El cuerpo le pesaba como lo primero, pero la mente era tan ligera como si hubiera ocurrido lo segundo. 

El instinto le indicó que debía detenerse, y esperar. Y así lo hizo. Y estaba ahí, parado, al borde de la carretera, apenas con la luz de los poquísimos coches que pasaban, viajando con la luz alta. Con el estrepitoso ruido de camiones de carga, olorosos a naranjas, y el sutil ruido de los grillos, a lo lejos, en actitud de apareamiento probablemente. 

Pero había una dirección de la cual no provenían grillos. Era cruzando la carretera, y poco más alejado. Lo notó, y se percató que esa era la dirección. Así que confiando que no vendrían coches a velocidad adecuada para partirlo en tres, cruzó, y se siguió en el terreno poblado de vegetación, que seguramente bajo la luz del sol serían pastizales dorados, a punto de morir por la salida del otoño. 

Conforme vio una luz roja, se acercó con más velocidad, hasta que la luz roja se convirtieron en dos. Era claramente un vehículo, un sedán, a juzgar por el tamaño y la forma de las luces. Se sintió aliviado, ya que pensaba que llegaría a su destino mucho más tarde. Despues de todo, tendría que comer pronto. 

Estaba ahora a cuatro metros. Olía a neumático quemado, a gasolina derramada, y algo de cadaverina. Que nombre más atinado, se dijo. En la antiguedad, los nombres propios de los compuestos químicos tendían a ser más intuitivos, no como ahora, que cada sustancia nueva deja de tener una nomenclatura científica y en su lugar una marca registrada ocupa su identidad. Se acercó al confirmado sedán, color negro, y omitió la puerta derecha trasera para ir a la delantera directamente. Abrió con algo de prisa la puerta y se aseguró que la pareja estuviera muerta. 

El cuerpo del copiloto estaba recargado sobre el tablero del coche. Lo empujó para atrás, para poder abrir la guantera y sacar una lámpara. Era una de esas que usan dos baterías AA, viejas confiables. Encendía perfectamente. Cerró la guantera, y apuntó la luz hacia la cara del occiso. Volteaba hacia la izquierda, y había marcas de lágrimas en su rostro. Perimortem, en definitiva. La camisa, que alguna vez fue blanca impecable, ahora era negra cobriza en la mitad frontal, producto de los cristales encajados en su cuello. Dirigió la luz hacia los brazos. Estaban destrozados. Las marcas del impacto estaban en el tablero. El cinturón de seguridad evidentemente no funcionó, y la bolsa de aire simplemente jamás entró. El sabía que se impactarían, y puso sus manos por instinto para protegerse. Luego del impacto, volteó a ver a su acompañante, y al no poder hacer nada, pereció ahí sin más, llorando, probablemtne dedicándole sus últimos alientos. 

Mario sonrió. Es que tenía que saber que el ahora cuerpo sufrió. 

Le dio la vuelta a la enorme roca que detuvo el coche de seguir su camino hacia el ocaso desértico. Luego abrió la puerta del piloto. Ahí estaba ella. Mario apuntó la lámpara primero hacia el cinturón de seguridad, para seguirlo. Estaba apenas atravesado sobre el brazo izquierda de la chica, lo que indicaba que se desprendió en algún momento. Luego siguió examinando el pecho del cuerpo. No había daño aparente, excepto quizá las marcas sutiles de goma. El cuerpo de ella golpeó contra el volante, y regresó a su posición original luego del impacto. 

Dejó lo mejor para el último. La cabeza estaba tremendamente suelta. Aún no había rigor mortis, por lo que fue fácil levantar su rostro para poder ser examinado. Así lo hizo. Tenía los globos oculares salidos, y la lengua hinchada. El cuello estaba tremendamente morado. Asumió Mario, que entonces, al impactarse el vehículo, y no tener cinturón ni nada que amortiguase el impacto, el aire de su pecho se expulsó, justo antes de que su cuello se rompiera, casi de manera instantánea. El sangrado interno y la posición hicieron terriblemente doloroso el proceso de muerte, y más largo de lo que debería haber sido. Ella, al no tener control motor, no pudo hacer nada excepto quiza escuchar a su compañero sollozar, y sentir la extenuante presión sobre su cráneo, antes de desvanecerse. 

Mario tenía hambre. Recordó ver una navaja en la guantera. Regresó corriendo, esta vez no por excitación, sino por desespero. Empujó el cuerpo del sujeto para atrás de nuevo, abrió la guantera, sacó la navaja retráctil, la abrió para comprobar que funcionara, y sonriendo, regresó el cuerpo a su posición original, no sólo enfrente del tablero, sino acomodando la cabeza, como permitiendo de nuevo que pudiese ver a su compañera. Luego regresó a la puerta del conductor.

Empezó a diseccionar el rostro de la mujer. Una especie de cardioide, pasando por la frente, detrás de sus orejas, mentón y barbilla. Como para remover la pieza completa, exponer los músculos. Tuvo que empujar los globos oculares por los párpados, ya que estaban algo atorados. Tomó la piel como si fuera un paño de cocina y estuviera limpiando un cristal, con la mano abierta, dedos firmes y algo de furia. Arrancó la piel, y empezó a comer. Después de todo, tenía hambre. 

A la mente le vino el recuerdo, como si fuera propio. Una serie de memorias vagas que originaron un crimen pasional. Recordó, mientras masticaba las mejillas con gusto, cómo había dañado la línea de frenos del sedán, y los seguros de los cinturones de seguridad. Por fortuna, sólo uno se descompuso adecuadamente, de otro modo no habría permitido ese último momento doloroso para él, indefenso, viéndola desvanecerse y deformarse mientras él mismo se desvanecía. 

Al terminar su bocado, se alejó unos  cuantos metros, detrás de la roca gigante. Hizo campo en el pasto en el piso, como si fuera una cobija de picnic, y se echó a dormir en posición fetal, cansado, pero satisfecho y sonriente. 

Despertó de un golpe, levantándose del diván como si le hubieran prendido fuego a su espalda. Se removió el casco y lo aventó al piso. Por suerte, no se rompió. Se dirigió a la pantalla de la computadora. Captura de pensamientos completa, decía una leyenda. 

Mario se sintió tranquilo al saber que su sueño fue capturado, pero terriblemente asqueado por lo que presenció en ese sueño. Se paró al baño, y dispuesto a orinar, el asco le ganó y se puso a vomitar sobre la taza. O al menos lo intentó, porque en el mundo real, no había tomado ni siquiera la taza de café. Sólo la de té de tila, y a medias. 

Luego que se sintió algo mejor, tomó su abrigo y salió a la calle, a caminar un poco, y buscar su puesto de tacos favorito. El plan era que, en lo que degustaba su refresco y le preparaban sus tacos, subiría su sueño a la red del mercado negro, y al terminar su comida, podria terminar una exitosa venta. 

- Ya me tiene mi sueño de una esposa que me quiera de verdad, joven?

- Ese se lo tengo mañana, Paco - Dijo Mario, sabiendo que estaba retrasado con ese trabajo. Paco asintió, mientras veía de manera absorta la pantalla de su teléfono y esperaba a que el chorizo de los tacos se terminara de cocinar. Mario sabía que el taquero veía el canal de streaming de Camelia Salvaje. La Secretaría de Salud ya había reportado ese canal como altamente dañino para las capacidades cognitivas, pero Triara se había salido con la suya y seguía transmitiendo ese contenido. Paco ya no tenía capacidad de soñar desde que tenía 18 años, pero atinó muy bien a su giro. Ser taquero le garantizaba tener un sueño distinto cada semana, uno pequeñito e inocente, pero suficientemente real, como la esposa amorosa o la camioneta de combate, algo que le permitiera sentir algo de gozo antes de irse a la cama.

A veces, Mario se preguntaba si había tomado la decisión correcta al aventurarse al mundo de los sueños prohibidos. Sólo eran redituables mientras la policía no lo detectara. Pero la gente rica y excéntrica sabe pagar muy bien por esos, y los pocos soñadores que quedaban en el mundo estaban regulados por el Estado. Sabía que, rayando en la ilegalidad, estaba satisfaciendo un nicho de mercado real, bastante redituable y que ponía a su finita cabeza a hacer aquello que más amaba, a pesar de sus a veces desastrosas y crueles variantes: soñar. 

Terminó sus tacos, y de camino a su casa, consolidó la venta de su sueño. Estuvo bastante bien, porque ese tipo de cosas simplemente no deberían permanecer en los dispositivos ni en la nube. Trató de imaginar al pervertido que compró su sueño. Seguramente era algún pelmazo millonario que tenía un servidor personal lleno de cosas tan repugnantes como su reciente compra. En fin, los créditos no eran nada despreciables, y mientras las transacciones fueran así de rápidas el fisco no las detectaría. Fue una buena noche. 

Al día siguiente, lo más temprano que pudo levantarse, se dirigió a la central de autobuses para viajar a la ciudad contigua. En la central de su destino, colocó el número de guía digital, para convertir sus créditos en dinero en efectivo. Abordó el autobus de regreso en seguida, pantalones llenos, sin parar al baño o a comprar un refrigerio. Con un poco de suerte, una docena más de esos viajes le permitirían costearse una identidad nueva y la renta de un departamento modesto en cualquier otro planeta a más de seis años luz de éste. Cualquiera que no tuviera tratados de extradición. 

Y con otro poco de suerte, el próximo sueño que digitalizara no sería tan sangriento.