27 de mayo de 2008

Cuenta saldada (parte IV)

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Ya era, al menos, la una y media. El alcohol y las endorfinas tenían las pupilas de las dos personas en esa casa completamente dilatadas. Unas cadenas pesadísimas ya había causado estragos en la piel del cuello, vientre y espalda de Eugenia. Susana tenía callos de sostener el peso de la joven a través de cuerdas. A ninguna de las dos le interesaba cuánto iba a costar. A ninguna de las dos les interesaba si la joven moría, a pesar de la mucha sangre que escurría de su boca y sus pechos. A alguna de las dos se le había ocurrido la idea absurda de contar los orgasmos de ambas. Idea absurda porque la cuenta se perdió al instante. En la mente de Susana brincaba el número seis. En la de Eugenia parpadeaba el nueve.

Sin embargo, ya era hora de pagar.

Susana, cuya piel era tan indescifrable bajo la debil luz del cuarto de castigo en el que ahora estaban, se empezó a teñir de rojo. Eugenia, que estaba maniatada, suspendida de un bastidor para reces, estaba descansando.

La sonrisa de ambas había desaparecido. La de la joven, por cansancio.

La de la dama, por hambre.

La insistentemente lastimosa luz de luna que filtraba uno de los tragaluces en el pecho hacía brillar la cabellera de Susana, teñida ahora en sangre, la sangre que derramaba Eugenia. No le preocupaba, porque era tan débil su capacidad visual en ese recinto que no sabía de cuanta sangre se trataba. Lo que sí sabía era que toda la sangre que pudiera haber ahí provenía de ella.

Entonces, la percepción siguiente fue un factor decisivo en la consumación de un grito que hasta hoy quizá sigue retumbando en esos muros de piedra. Susana estaba alimentándose vorazmente de la fría esencia de la prostituta.

Una voz dulce, melancólica, lastimera pero sádica, proveniente de las mayores profundidades del infierno, empezaba a resonar en la cabeza de Eugenia. Dictaba lo siguiente:

- Te has entregado a mí, noble criatura. Has recibido de mi castigo sagrado. Has gozado de mi placer sagrado. Tu mente ha volado junto a la mía, bajo la sombra de la noche, bajo el resguardo de tu humanidad convenenciera, que sólo busca el placer, antes que cualquier otra cosa. Te has envenenado del rigor de mi mano, sin hacer un solo reclamo. Has llenado tus pulmones de mi aroma, las corrompido cada una de tus venas, ahora vacías. Me has entregado tu vida. Ya no te queda nada. No podrás crear nada, mas que placer. Placer que nunca cosecharás. No podrás destruir nada. Nada si no es tu cuerpo y tu alma misma. Tu cuerpo conservará para siempre las llagas de tu oferecimiento. Tu alma conservará, tambien, las lágrimas, los espasmos, los lamentos y las exhalaciones de las que has sido presa hoy. Tu cuerpo prevalecerá en este recinto sagrado, en este lugar de sacrificios. Tu carne se descompondrá lentamente, los gusanos y los insectos no tengrán abasto de ti. El dolor será inmenso. Pero no pordrás liberarte de él. Podrás separar tu cabeza del resto de tu tronco si así lo quieres. Pero he prohibido a la Muerte que te tome consideraciones. Cuando hayas pagado tu deuda, cuando tu cuenta esté saldada, te dejaré ir. Espero que lo hayas disfrutado, porque yo sí…

La voz se fue. El cuerpo de Eugenia había muerto ya.

No hay prisa. Hasta hoy tiene todo el tiempo del mundo para saldar su deuda con aquella bestia. Tiene hasta el fin de los tiempos.


Cuenta saldada (parte III)

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Tras un portón gris, muy discreto, se escondía un recinto con los más finos gustos. Una sencilla casa de dos pisos repleta de vitrales, tan sólo protegidos por la muralla de mezcla que se distanciaba a no más de quince metros. El segundo piso era sostenido por columnas, dando lugar en una fracción de la planta baja a una cochera descubierta, tan sólo adornada por unas sillas y herramientas automotrices. Las herramientas sugerían la presencia de un hombre en la casa, aunque debía ser muy especial, porque cada pieza estaba en su sitio, limpia y correctamente orientada en un tablón de madera con clavos adjunta a uno de los blanquísimos muros que sellaban el interior.

Dos autos más, junto con el Mercedes del que acababan de salir las dos mujeres, ocupaban espacio adecuadamente en la cochera. Sólo colores sombríos, el plata del Mercedes, un Audi negro y un más simple Chevrolet color azul marino, todos sedanes, todos elegantes, todos con el sello distintivo de una dama de buen gusto.

Eugenia difícilmente tenía contacto con ese tipo de cosas, las únicas personas ricas que conocía las veía en hoteles muy caros o muy escondidos. Así que no resistió.

- ¿Son tuyos? – señaló los coches.

- Bonitos, ¿no? – Dijo burlona y presuntuosamente Susana. La joven resintió la arrogancia de la dama, y decidió no denotar más su gusto por las cosas a las que ella no tenía acceso.

Susana la invitó a pasar. Una puerta de madera fina era abierta para dar paso a un ambiente rustico, con obvias influencias egipcias. El color de la recepción y la antesala, tanto de los muros como de los muebles, era predominantemente compuesto por tonos de amarillo, rojo, mucho negro y sus combinaciones. El aroma hizo a Eugenia buscar y encontrar un incensario a su lado derecho, cerca de una ventana, como si su intención fuera perfumar los libros del enorme estante que figuraba al lado. El estante estaba estratégicamente ubicado cerca de una sala de tres piezas, y en la mesa de centro había aún más libros, todos a medio leer, según indicaban unas extrañas plumas negras que hacían de separadores.

A decir verdad, los detalles como bustos, esculturas y miniaturas de sarcófagos parecían sacados de ventas de cochera, o de rebajas de tianguis. Quizá por la notable antigüedad de las cosas. O eso es lo que veía la prostituta, desacostumbrada a ese tipo de cosas. Aunque el incienso la relajó al instante cual cigarro, bajó notablemente su tensión nerviosa, al grado de tener que pedirle sin tacto a Susana un lugar para tomar asiento.

Susana se asombró del crudo sentido de modales de la joven. Se le quedó mirando, de nuevo, fijamente a los ojos por cuestión de segundos, con una sonrisa cínica. El juego había empezado. Ella quería una especie de sesión BDSM emocional, y había empezado por prohibirle de la manera más cruel calmar el ansia que el incienso le provocaba a Eugenia.

La prostituta se entendió rápido de la consistencia del juego y se prestó inmediatamente sin chistar. Estaba alerta, esperando órdenes, esperando recibir de antemano un castigo por el pecado de placer que la dama le proporcionaría. El teatro le importaba ahora un carajo, presentía que se iba a divertir en ese lugar, aunque fuera a costa de, quizá, lágrimas derramadas y una que otra marca de laceración en la espalda.

Cuenta saldada (parte II)


-¿Estás libre? – Preguntó la elegancia andando, en forma de mujer. Sus botas tenían unos enormes tacones, pero no se escuchaba su chocar contra el concreto.

Eugenia asintió con la cabeza. La dama le indicó con una seña que la siguiera, y la condujo entre callejones, tianguis de discos piratas y tiendas de artículos deportivos y “recreativos” a una calle limpia, sin basura, sin graffiti, sin policías y sin olor a maquillaje añejo.

Abrió la dama la puerta izquierda de un M-Benz coupé, para dos personas. Ideal, considerando que en ningún momento preguntó la tarifa. Aunque tampoco sabía Eugenia que clase de tarifa debía aplicar, porque dependía del trabajo o, en su caso, la mano de obra.

Cuando Eugenia esperaba abrir la puerta de la derecha, se percató que el volante estaba del lado contrario. Estaba nerviosa. Su perfume la alteraba. Entonces alzó su mirada y se dio cuenta que la dama había abierto la puerta izquierda como un gesto “caballeroso”. Eugenia le dio la vuelta al auto y despidió de su boca un tímido gracias.

La dama no usó mucha fuerza para cerrar la puerta, y no tardó mucho tiempo en darle la vuelta al coche, y menos aún en oprimir un extraño botón rojo en el tablero que arrancaría la marcha del obviamente enorme pero discreto motor. Sin prisa, engranó primera velocidad y arrancó despacio.

- Mi nombre es Susana. ¿El tuyo?

- Eugenia – Contestó la comerciante, sin temer a ocultar su verdadera identidad.

- Es raro encontrar gente decente por estos lugares. – Eugenia soltó una carcajada, que apagó rápidamente, porque a decir verdad no había entendido si era un chiste o una gran verdad.

Susana hizo caso omiso del casi insulto. De hecho, la veía como una joven ingenua, cuya vida pasada tuvo que haber sido terriblemente mala para llegar hasta donde estaba en ese momento, y veía su risa como un vago intento de no llorar por su realidad.

Lo cierto es que Eugenia había decidido laborar así por gusto. Se conocía bien a sí misma, sabía que era tan encantadora que difícilmente un enfermo de SIDA o un misógino podría lastimarla. Era un pensamiento ególatra, pero muy cierto.

Susana notó que la mano de Eugenia pasaba mucho tiempo sobando el cuero de su asiento. Pero no era por lo exótico, o lo caro. Era quizá una muletilla corporal, como rascarse la cabeza cuando se está pensando. Eugenia notaba que Susana dedicaba más tiempo a mirarla que a mirar el camino, aún cuando había mucho que mirar por la avenida principal, llena de colores, formas. Susana volvió su mirada a los ojos de la chica, y se limitó a sonreir. Se notaba que a la dama le resultaba gratificante la presencia de la prostituta.

Eugenia sacó de su bolso su celular, para ver la hora. Susana echó un fugaz vistazo al bolso, y se percató de la presencia de un libro de Nietzsche.

- ¿te gusta leer? – Preguntó con un interés nunca visto en un cliente. La joven se sorprendió. Dedujo que a la dama, cuya edad era indeterminable debido a la oscuridad de su largo cabello y sus finas expresiones faciales, también gustaba de leer.

- Un poco, si.

- Es bueno. No eres una persona vacía. Lo sabía desde que te vi la primera vez.

- ¿Entonces yo ya le interesaba desde antes de hoy?

Susana se sobresaltó. No solía prepararse para preguntas tan directas. Bajó en demasía la guardia. Pero pudo contenerse.

- No. Pasaba buscando alguna emoción que valiera la pena, y te encontré, me pareciste interesante. – Después de una pausa de treinta segundos y dos giros al volante, retomó la palabra. – ¿Crees en el superhombre de Nietzsche?

Eugenia se emocionó, porque nunca había comentado a Nietzsche con nadie que no fuera su espejo. Y ni con el espejo le gustaba lidiar.

- No del todo. Es una idea interesante, pero Nietzsche habla de una “objetividad subjetiva”, que corresponde a cada quien. Soy de los que creen que debe haber una objetividad universal. Por lo tanto, existen las reglas de verdad, las que no se pueden violar.

- Interesante modo de interpretarlo – Dijo Susana, a modo de réplica. – Pero eso significaría que también existen un cielo y un infierno unitarios, una responsabilidad en cada quien por obedecer a las reglas. Y lo cierto es que, en los muchos años que carga mi espalda, he visto que el cielo y el infierno al cual se somete el mundo es una concepción individual, exteriorizable solamente a través de un medio como el arte.

Ambas quedaron calladas. No se trataba de ganar una discusión. Se sentían a gusto compartiendo ideas, por muy dispares o asemejantes que fueran. Muestra de ello eran las dos enormes sonrisas que habitaban ese Mercedes color plata que entraba a la cochera de una grande pero nada ostentosa casa.




J. S. Sargent - Madame X

Cuenta saldada (parte I)

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Ocho y media. Era hora de levantarse. Era la hora apropiada para comer la hamburguesa que había dejado anteayer en el refrigerador, bañarse, arreglarse, peinar su cabello rubio lo más lacio posible y tomar el autobús que la conduciría a la zona roja. Estando ahí, a esperar. Esperar es lo único decente que una bella muchacha de veintisiete podría hacer en la zona roja.

Bajo la minifalda de estilo colegial escondía unas bragas color rosa. Tan limpias como su razón, lo único que podía conservar sin corromper por aquellos días. Unas bragas lisas, sin adornos, que esa noche podrían ser ensuciadas por una ejemplar distinguido.

¿Quien sería? ¿Don Aurelio, ese aficionado al BDSM que compraba siempre dos helados de vainilla antes de pasar por ella? Uno para que se lo comiera ella en el camino, otro para comérselo él sobre su vientre. ¿Doña Concepción, ama de casa cuarentona reprimida cuyo marido no le cumple y prácticamente ningún hombre le había cumplido sus expectativas a lo largo de su triste pero hedonista vida? Era tan amable y excitante que en más de una ocasión Eugenia se negó a cobrarle un solo centavo. ¿o quizás algún extraño de esos que nunca vuelven a pasar ante sus ojos por el resto de la eternidad, un ejecutivo sádico, un camionero gustoso de masajes en los pies o una niña gótica que quiere experimentar con carne antes que con sangre.

Lo que sea, no le importaba mucho. Era un buen día, La señora Margarita le había dado tiempo libre y ella lo iba a ocupar yendo al teatro. Hacía mucho que no iba, hacía mucho que no hacía algo que la cultivara, algo de lo que no se pudiera sentir arrepentida, o al menos, sucia.

El callejón estaba, relativamente, sobreiluminado. Eso mas las sirenas que se oían a lo lejos hacían que la clientela del Club As Dorado no estuviera tan presente ese día. Curiosamente, eran las condiciones ideales para asesinar o violar a alguien con las mayores posibilidades de librarse de la autoridad.

Un pobre infante, cuyo rostro dictaba no más de siete años, aún hacía su ronda de vendedor de chicles y donas. Era evidente que estaba desesperado por pagar su cuota con quienquiera que dirigiera el negocio, porque el buscaba y buscaba y no había nadie que quisiera comprarle un blister de Trident a cinco pesos.

Eugenia la llamó y le compró los Trident. Su sentimiento altruista le hizo darle diez pesos en lugar de cinco. Tenía intenciones de preguntarle sobre su vida, empezando por ¿Qué haces por aquí a las nueve y media, donde no hay nadie que te pudiera comprar?
Entonces se percató de que ella misma era muy nueva en la zona. Él no vendía chicles. La pulcritud de su cabello y el tatuaje en la muñeca que se veía cuando estiró la mano delataban la pertenencia a un proxeneta. Los dos se dieron cuenta de su error. Pero a ella no le pasaría nada, no estando bajo el resguardo de doña Margarita. Así que el niño se fue corriendo.

Una hora más y se iría. Lo único que tenía que hacer era cambiarse la falda. Ya era muy tarde/temprano, difícilmente alguien en jueves contrataría un masaje.
Entonces apareció ella, desplegando primero su sombra y luego su carísimo abrigo por debajo de una luz cada vez más fastidiosa.




Entre lágrimas

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Obediencia al incierto,
ese tal Destino, frío,
amargo, orgullosamente altivo,
que se jacta de ser amo
y señor de tus desvíos.

Paciencia sin frutos,
la llegada de la gran Esperanza,
esa vieja caprichosa
que ningun provecho deja
bajo la estela de su andanza.

Consentimiento absurdo,
los ojos claros de la Misericordia,
que enamora con el roce
del soplo que viene de su boca,
que te suplica de ella no te escondas.


Llanto poético, cadente,
tu alma busca Desentendimiento,
entre lágrimas quieres recorrerle,
sus lejanías y sus recovecos,
ahogar en él tu último aliento.

Silencio eterno, humeante,
por combustión la vida se ha esfumado.
Y me tienes vagando en cementerios,
buscando cadáveres intactos,
buscando tu alma entre despatriados.


Sed enervante, que calcina
el infierno de la resequedad.
Deseo beber de tu elíxir salino,
ese que escondes sólo de mis labios,
por el que mis pies siguen sin tambalear.


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26 de mayo de 2008

Asalariado

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Armando ya estaba cansado de andar por ahí, matando gente a cambio de sobrecitos con papeles verdes que le servian "para tragar". Estaba cansado de no vivir en un lugar fijo, de tener el dinero para comprar el puto coche que desde niñato quizo y no poder comprarlo por tener que declarar impuestos. Hasta eso, pagaba impuestos.

Ni modo. Mataría dos que tres hombres por ahí, entre clérigos pedófilos y jefes de policía, y a ahorrar, lo que como buen mexicano nunca supo hacer.
Reformarse, hacer una vida ejemplar, casarse con una alemana adicta al sexo pero muy recatada. Viajar por Europa. Saberse de memoria los museos y las ciudades patromonio de la mexicanidad. Tener la posibilidad de dejar herencia hasta los nietos. Lo que todo hombre decente.

La edad estaba haciéndole merma. La calvicie empezaba a notársele. Hasta llegó a pensar que sería como el mentado agente 47. Hitman, se llamaba la película y ese méndigo videojuego que le recordaba a sí mismo. Sólo que sin el desorden y los balazos en su camisa Aldo Conti.

Sus ojos vidriosos querían ver estampas de sangre cerca de los muros de los edificios de gobierno que, debido a su trabajo, frecuentaba. Estaba cansado. Todos los días reflexionaba cómo es que se puede cansar alguien de una necesidad. Es decir, ¿cómo se puede cansar de matar, pero no de comer?

Hacía demasiado calor. En un cuarto de hotel demasiado chico. Era demasiado tarde para salir, y demasiado temprano para esperar una llamada, una nueva encomienda a san Armando de los Cráneos Perforados. Eran demasiadas sus ansias y deseo sexual. Era demasiado extraño que, con la conciencia tan sucia, después de haber matado a una desafortunada testigo de asesinato de nueve años, pudiera tener líbido.

Eran las cero horas, treinta minutos. La televisión no suele ser muy buena los domingos a esa hora, y ese día no debía ser diferente. Finalmente, llegó la llamada esperada.

Llamada de treinta segundos. MMS codificado y descodificado. El rostro de una anciana, que a juzgar por los aretes, tenía dinero. La cita era en una fiesta de gala en el centro de la ciudad, de esas reuniones misantrópicas que primero buscan saciar el hambre con platillos exóticos y luego procuran "carritos sandwicheros" a dos que tres pobrecitos de la periferia. ¿Y cómo se supone que van a hacer los sandwichitos?

Pero eso no le importaba a Armando. Le importaba, por ahora, clavar un pedazo de metal en la frente de una pobre anciana Medina que quien sabe que habrá hecho a sus nietos para merecer una muerte así de cruel.

Empacar todo. Meter Haggard al reproductor de MP3. Doblar las toallas que, como buen incivilizado, pensaba robar. Propina al botones. Tomar un taxi. Hasta ahora todo iba fácil.

Llegó al frente del Palacio Municipal. Carrozas con caballos rondando en la plaza denotaban pueriles intentos de sobreelegantizar el evento. Típico del presidente municipal en turno. Encendió su MP3 mientras buscaba en que matar quince minutos de espera, el lugar de ataque ya estaba listo. Un señor que vendía esquites le dio el pasatiempo ideal: mataba el hambre mientras esperaba.

Con chile en los labios, la espera continuaba. La noche era fresca. La chamarra de cuero era excesiva, ostentosa y llamativa. Por otro lado, la escuadra era difícil de ocultar bajo una debil playera del tour de Dimmu Borgir al que nunca pudo ir. Maldita chamba.
El reloj del palacio decia que era la una. Las parejas que pasaban por ahí decian once y media. El vendedor de esquites, flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones, decía las tres.

Y ahí estaba. Una caravana de elegantes señores gay, con bellas acompañantes prostitutas adineradas, escoltaban el frágil cuerpo de la señora Medina, cuyo rostro dibujaba una sonrisa. Sus ilusiones, que inundaban el portal de donde salían, opacando las comodísimas luces amarillas que iluminaban el lugar, contrarrestaban el la amarga mueca que el vendedor de esquites quería hacer pasar como sonrisa.

Demasiado tarde. La escuadra despidió un sutil disparo de silenciador. La sonrisa de la señora Medina no se había desdibujado. Al contrario, se adornaba con una linea divisoria que partía su cara en dos, una línea de sangre que venía de un diminuto agujero en su frente.

Armando se alejó rápidamente de la plaza hasta dar con esa avenida cuyo nombre nunca pudo aprender. Entonces lo sorprendió un hombre, deteniendo su andar, con una poderosa mano sujetándolo del brazo. Vestía un smokin. Era uno de los señores gay.

-La señora se lo agradece, lo estaba esperando - dijo pacíficamente mientras le daba uno de esos sobres que tanto le gustaban.


Entonces lo entendió. A la mala, como debe de ser.
¿Como se puede cansar de matar, pero no de comer?


La respuesta es muy facil.


Vivir cansa. Necesitar cansa.


Comer es sólo un capricho del cuerpo. Las bestias comen.



Matar es sólo una variante de destruir.
Destruir... es la necesidad más humana.
Pero morir diplomáticamente es la excusa perfecta de los cobardes.


Armando volvió por un esquite.


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25 de mayo de 2008

Catacumba

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Enterrado vivo alguna vez fui.

Hoy, que soy carne nueva, busco venganza.

Bajo mi sagrada tierra alguna vez perecí.

Hoy, que se ser justo, moveré la balanza.

Encontré, de nuevo, tu alma tras la sombra

Del encanto pródigo. Propio de deidades,

Mal administrado en pro de la supervivencia,

Cosechado solo en temporada de huracanes,

Solo cuando arrasan con el extra maquillaje,

Solo si parecen murmurar algo importante.

Perseguiré voraz el rastro de cenizas rojas,

El hedor piadoso que complace mis sentidos,

La luz pegajosa que coloraba mi vista

Y que esta noche ofreceré al sacrificio.

Mataré un cuerpo, un recipiente percudido,

Le extirparé tu esencia, pura como el vino

Del que me alimento desde hace cientos de siglos,

Y la contendré bajo el peor de los castigos.

El cuerpo será cenizas. Las cenizas, de nuevo, cuerpo.

El viento lo transformará bajo nuevos conceptos.

El alma, de vida llena, permanecerá en silencio,

En un rincón de mi mente, prisionera de lo eterno,

Donde no podrá explotar su belleza, su talento

De envenenar mi alimento, de cegar mi pensamiento.

19 de mayo de 2008

Petite morte

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De eso se trata, finalmente.
Del reclamo de tu boca al aire que la domina.
El aire que abunda ante tus labios y, sin embargo,
se niega a tu garganta.

Por ahora.

Las desproporciones son cada vez mas marcadas:
cada vez sale más aire del que entra.
Cada vez es más el calor que generas
que el que puedes transpirar.

La sobrecarga es evidente.
Pero no hay resistencia.

Todo en tí es humedad.
La piel.
La lengua.
Tus pensamientos puros.
El agua salada que corre en tu pecho,
la que brota de tu frente.
Agua limpia,
tan solo corrupta por tu perfume.

La vista se nubla.
No hay nada que ver.
No es necesario prestarse a deleitar
todos los sentidos.
No cuando solo hacen falta dos.

Estas muriendo.
Pero renacerás.
Sin ninguna razon
que no sea volver a morir
ante mis brazos.
Por mi acción no morirás.
Lo has buscado tú.
Pero no te sientas mal,
que no es suicidio
lo que has originado.

Llorarás como el recién nacido.
Pero el dolor no habitará en tu tacto,
ni en el bombeo de tu corazón.
No si no te gusta.

Se dice que es más dificil renacer
que simplemente nacer.
Los vampiros lo dicen.
Los creyentes lo dicen.
Los libros lo dicen.


Puede ser cierto.
Pero no podemos averiguarlo con certeza,
si no es por el método
de prueba y error.

El aire vuelve a su lugar.
La piel se enfría. El frío es dañino.
Déjame protegerte.



Lista?

Empecemos de nuevo.



foto por Nephtys Angel (devianart)

17 de mayo de 2008

Cucaracha

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La oscuridad predeterminada
del sol escondiéndose
y las luces apagadas,
preparadas
para el dia siguiente
preluden el acecho
de la cucaracha.

Su estela, su mancha
trapea mis pisos.
Una bestia sana,
pulcra, superdotada,
marcando el paso al ritmo
de mi tierra santa.

Hace lo que todos:
busca sin receso.
Sin una intención final
que no seal el propio sustento.
¿Que importa si son colegas
o un trozo de pan seco?

Teniendo alas
y no vuela: pero no hay gran misterio.
Tiene lo que necesita
buscando entre mi suelo,
todo lo que desperdicio
cuando como como cerdo.

Siempre al ras de los muros,
cual precavido ciego,
en medio del peligro oscuro,
del nocturno veneno,
cuando hay menos predación
pero la vida no es un juego.

Elegante superviviente.
De familia disfuncional,
donde recien nacidos mueren,
y entre hermanos se han de matar,
la cacería solitaria
es una excusa formal
para prolongar la vida




de aquel por mi pie pisado...


Negocios y placeres sabatinos

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Agradable es el olor a miedo y pólvora,
el sabor de la sangre y el crujir de las osamentas vivas.
Agradables los rostros demacrados por el dolor,
en aquellos cuerpos donde la morfina ya no basta.
Saber que la eutanasia simplemente es irreal.
Porque no hay nada que mejorar.

Excepto mi sonrisa sádica.

Adorable es ver la cara de niños sin padres,
mojando de lágrimas grasas sus muñecas bien vestidas
y sus figuras de acción, del plástico más barato.
El saber que serán asesinos en serie
o artistas repudiados
es una idea inmejorable.

Excepto el poder matar junto a ellos.

Extasiante es ver a esos novatos militares
robando, hurtando, violando y decapitando
cuanto encuentran en los mares europeos
y sus tierras aledañas.
El saber que no habrá mesura
ni cicatrices que sanar, pues todo estará podrido
produce una magia inmejorable.

Excepto si mi sacra mano obra.

Poderoso es el sentimiento de afinidad
por el arrepentimiento tuyo, creyente.
Sé cómo buscas su mirada en pinturas viejas.
Sé cómo obras buscando su consentimiento.
Sé cómo frenas tu líbido, masoquista imbecil,
ante esa persona prohibida, pura y deliciosa,
y te flagelas, y buscas un buen vicio
para sentirte yo, pero recatado.
Lo cierto es que deseas mi muerte,
deseas que frene las tentaciones que tú mismo aceleraste.
Tu deseo de destruirme es un odio inmejorable.

Excepto que tus ojos nunca lo verán.

Me necesitas.
Te necesito.
Dame tu dolor
y yo te daré algo en que ocuparte.

Y todos felices.


13 de mayo de 2008

Convento (parte VI)

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Un mástil mediano en aquella colina, rodeada de raros arboles inidentificables
en la mitad de la noche. El amanecer aún podía esperar, el clima infernal, frío
terrible y seco, descargaba su desdén sobre las vidas y cuerpos de todos
aquellos que querían ser testigos de la ejecución de un alma culta, de un alma
consciente, de un alma seguidora de Epicuro.



Inés, la traidora, percibía a través de quienes lo rodeaban el brillo de sus
ojos, nada forzado, sincero, amenazante. La gente a su alrededor veía y no daba
crédito a cómo una persona completamente desconocida y, que además, no parecía
ser del lugar (recordemos que era una hermosa monja) gritaba y pedía con ímpetu
la "salvación" de su compañera.

Era una especie de voyeur, enfermizo, castrante pero saboreable. Sus labios
parecían debiles, dado que no tenían mucha carne. Pero al ver su mandíbula
abrirse por completo para gritar "¡muerte a la bruja!" toda sospecha
de debilidad desaparecía.



El sol no daba la cara aún, pero ya empezaba a teñir de un rojo oscuro el
cielo. La combinación perfecta para una hoguera, una comunión salvaje donde
todos los demonios carniceros del hombre podían salir sin ser reprimidos, sin
sentir culpa. Porque el sadismo no es malo cuando es una masa quien lo siente.



Agata no se resistió al maniatado ni a ser sujetada al asta. Era evidente que
estaba deprimida, irritada. Pero ninguno de los inquisidores a quienes les fue
designada la labor de casstigarla les hubo de importar mucho. Pero en cuanto
terminó de ser atada al mástil, su expresión cambió de ser un completo
desencaje a ser una impulsiva burla. Como si supiera que esa noche no iba a
morir. Aunque su suerte no le favoreciera mucho.



Entonces llegó el momento.



La pregunta fue lanzada. ¿Deseas ceder ante tu Dios, dimitir de tus pecados y
demás?



El cielo, que se estaba volviendo tornasol, se transformó en un hermoso velo
negro en unos instantes. Se atrevió a rugir, desatando sus brazos de luz sobre
los árboles cercanos. Un aparentemente ligero incendio se empezó a desarrollar en
los alrededores.

La lluvia acariciaba las caras y las ropas, finas y andrajosas, de todos
aquellos quienes gustaban de los espectáculos gratuitos que sólo la Inquisición podía
ofrecer.



La tormenta había comenzado.





La luna regresaba de su encierro.
El Sol, despreocupado del nuevo día, del calor que en otras partes del globo
requerían su presencia, se declaró indispuesto.



La gran Luna, pequeña, poderosa y
sonriente, miraba los rostros atónitos de aquella masa, la que se niega a
compartirle la muerte injusta, dadas las estipulaciones de “ejecución al
amanecer”.





La Luna, vengativa, escuchaba el
repentino silencio, tan sólo violado por el tintineo de la lluvia, las lejanas
descargas eléctricas y el sonido de las brasas del fuego también lejano. Agata
volteó al cielo. La vió. Quizá en otras circunstancias hubiera jurado que la Luna tenía voluntad,
conocimiento. Y como ser cognosciente, disfrutaba el silencio, el preludio para
aquello que le fue negado por los adorables franceses tanto tiempo.





Entonces dejó de sonreir. Ya no
había tiempo de contemplaciones. La muerte no es placentera cuando es duradera.
El arte es implacable, inexplicable, pero permanece en el éter. Permanece en
los pulmones, en los ojos, como una película de vaho. No así la muerte. Quizá esa
es la razón por la que el hombre le teme. Como ese día.





La lluvia, preciosa, insípida, se
convirtió en granizo.





Pero la masa ya no se podía
mover. Y el granizo era cada vez más fúrico, más elemental, más preciso.





Los enormes copos caían sobre la
gente. Los cuerpos inmóviles sufrían las enormes acumulaciones de agua en sus
cabezas, en sus espaldas, en sus pechos, en sus ojos. Los ojos ya no resistían
la presión constante. La sangre, aliviando este dolor, cumplía su labor, al
salir por todo agujero del cuerpo, en cada individuo, en cada ser sin motivos,
sin identidad. Inés no sentía alivio. Su cráneo destrozado, su pecho mutilado,
la fétida cena recorriendo sus piernas, cayendo.





El vació empezó a reinar. Pero no
había nadie quien lo sintiera.





Sólo Agata.




Agata sufrió. Ya no quería leer
libros. Ya no quería aprender música, como su amada. No le apetecía siquiera
los ríos de sangre fría, disuelta en agua, que bajaban de la colina en la que
se encontraba. El fuego de la hoguera, surgido de la lámpara de petróleo de una
mano caída, no la lastimaba.



Ya no se quejaba. El único mundo
al que podía recurrir, en el cual refugiarse, había sido destruído. Su tesoro
bibliográfico, su amada, su cuerpo, sus compañeras hipócritas de trabajo, su
cabello tan bien cuidado. Todo, si no estaba grabado en su cabeza, era cosa
perdida.


Agata se quedó ahí, esperando.
Los ríos de sangre habían apartado a la gente de los alrededores, infundándoles
miedo.Así que nadie subiría en un tiempo. Para cuando alguien se atreviera a
subir, encontraría los hermosos restos petrificados de una dama semidesnuda,
con expresión melancólica, atada a un mástil de confección mediocre, las manos
juntas en símbolo de plegaria, los ojos extraviados en el suelo y la boca… la
boca difícilmente podía describirse como dibujando una mueca de sonrisa o
neutral.


Agata, empero, volaba entre las partículas de aire, diseñando remolinos, extraviada en los paisajes inmensos del tiempo y del espacio, esperando que la ecuación entrópica la lleve de nuevo
a recuperar todo aquello que había perdido. Y mientras, sus lamentos hoy día embrujan el convento, del cual nadie quiere recordar su ubicación exacta.

Y mientras, sus cantos inspiran
las canciones más hermosas del mundo.



Y mientras, los muros viejos caen.
Pero las cenizas en el suelo quedan.

12 de mayo de 2008

Convento (parte V)

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La comida estaba lista. Inés, una de las encargadas de la cocina encontró una enorme olla de legumbres, un trozo de res con un sazón delicioso en una improvisada parrilla en una de las esquinas del recinto y una extraña sensación de pecado. Pero el pecado no es algo que ocurriera comunmente en un convento, y menos en uno de tanto prestigio y antiguedad como ése. La atmósfera fue pasado por alto por la hermana y se dispuso a llamar al resto de las hermanas, para orar y asi dar comienzo al ritual más sagrado del hombre.


Fueron llamadas todas las hermanas al gran comedor. Inés sabía que algo raro había estado pasando desde la nochee anterior, ya que debido a que su dormitorio estaba en la planta baja del edificio, había podido percibir unos extraños lamentos, lamentos del Demonio torturando una pobre alma pecadora, haciéldola sufrir, sin permitirle el merecido descanso de los arrepentidos. Había escuchado al demonio torturando una pobre alma que no se arrepintió a tiempo de sus fechorías.

Pero a sor Inés no le importaba el alma y su suerte, sino la suerte de la fama que eso le podría acarrear. Es una vieja costumbre humana, la de la violencia y la alteración a nivel masivo. Ella necesitaba, después de un tiempo de reclusión considerable, emociones fuertes que la sacaran de la rutina.

Prudencia y Agata fueron las últimas en sentarse a la mesa. Ambas llegaron agitadas a la mesa, y curiosamente emitían un olor suave pero bastante agradable, quizá eran violetas. Ambas tenían en sus rostros las terribles marcas del insomnio, pero también las incolfundibles señales de la satisfacción cuya existencia, mas que el origen, eran desconocidos para todas quienes se encontraban sentadas en esa mesa en ese momento. Pero Inés lo notó.

Echando su suerte a la interpretación de comentarios imprudentes, Inés sembró la duda con un sutil comentario: "Ayer escuché gritos extraños, parecía que venían de uno de los bovedones".

Las hermanas, preocupadas, alteradas, con un gran potencial en lo que a imaginación se refiere, no tardaron mucho en hacer caso al único y delatador mensaje de sor Inés, para atender a su súplica de resolver un misterio que la atormentaba ciertas noches de sábado.

Y así, al cabo de tres días, dieron con la sagrada biblioteca. El mundo de Agata e Inés se vino abajo, quedaron devastadas al ver cómo los preciosos conocimientos, las preciosas imágenes de las que se habían enamorado y apasionado por tanto tiempo, se consumían ardiendo en un extraño aceite "bendito" que la Inquisición había diseñado para tal efecto.
El inquisidor en turno ordenó buscar en todo el edificio. La tentación delató al par de sacrílegas, que osaron conservar hierbas del demonio y libros impuros entre sus pertenencias. El aprisionamiento fue efectivo e inmediato.

Ambas fueron torturadas salvajemente. Sufrieron de dislocaciones, fracturas, infecciones, fueron sometidos a la gran mayoría de los instrumentos de castigo.

El dolor fue insoportable para ambas.

A Prudencia le fue proporcionado un generoso golpe en la cabeza.

Murió ahogada, su sangre le salía por los ojos y los oídos. Quizá no tuvo tiempo de disfrutar como debe ser de las memorias de la última canción que recordaba haber leído y aprendido de su tesoro.

No tuvo oportunidad de ser purificada en vida por el fuego inquisidor.

Agata, quien si podía redimirse, lloró amargamente la muerte de su compañera, más que las terribles heridas que los azadones y los látigos le inflingían.



LLegó, finalmente, un jueves de Enero de 1802, la hora de que la sacrílega que aún quedaba viva fuera ejecutada.


Las hermanas qeu la conocían, olvidando su temor y pena por Agata, acudieron a ver cómo es que se retorcía tan bella alma de Dios. Inés quería escuchar insultos, quería enbravecer a los testigos de una de tantas ejecuciones injustas para la víctima y justas para sus ojos y oídos hambrientos de muerte y sollozos de clemencia.

Pero esa noche nadie iba a morir, nadie que el mundo lamentara.

8 de mayo de 2008

Convento (parte IV)

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Al día siguiente de su quizá afortunado descubrimiento, Agata tenía una sutil pero notoria cicatriz en el antebrazo izquierdo. Su sonrisa se dibujaba más viva que de costumbre, relativamente hablando.

Lo que no pudo descubrir Prudencia aquella fria noche, la noche anterior, es que la perversa figura que flagenaba sus sentidos en aquel bovedón, también había percatado su presencia.

Ya bien colocado el sol en ese día notoriamente más sereno que el anterior, Agata y Prudencia habían sido designadas, por la disposición de la misma superiora, a las labores de la cocina. No era día festivo, y los refugiados estaban ocupados deambulando por las calles haciendo desquiciados planes, cuyos propósitos sólo ellos conocían, para recibir al recien llegado y casi vetado circus. El tiempo ya había sido predispuesto para hablar sobre lo que había ocurrido. Sobre las consecuencias de los actos que involucran placer y hurtadillas.


El plato del día consistía en una fina y delicada variedad de maíz importada de América del centro, muy facil de cocer, versátil para sazonar y, por tanto, ideal para concebir una concreta discusión mientras la comida era preparada. Así que la superiora, mientras lavaba las legumbres, dio comienzo al acontecimiento tan temido.

-Hermana Agata, he estado pensando la manera de tocar el tema suavemente. Pero debido a la complejidad y seriedad, iré directo al grano.

Al contrario de lo que hubiera esperado, Agata sonrió de manera cínica y retadora. Sin alzar la mirada de la olla presurizada, olfateando el delicado aroma de las mazorcas, respondió a la aseveracion:
-Se lo que ocultas. Se porque lo ocultas. Se porque debes callar lo que viste ayer en el bovedón. Se lo que tanto temes. Conozco tu miedo. Lo puedo oler, es mas delicioso que el de estas mazorcas.
Prudencia no lo había notado: era tal la emoción que había estado sintiendo con todo lo reciente que su líbido se liberó a magnitudes que ni ella misma supuso poder lograr. Y el cambio fue tan brusco que no lo sintió hasta que Agata se lo hizo ver:
Estaba excitada.


Agata logró en ella lo que buscaba. Entonces la superiora lo entendió todo.


Cuando la joven del demonio sensual descubrió el bovedón, toda una gama de sensaciones se habían desenvuelto para ella. Todas las sensaciones de las que no debiera prescindir un ser humano a lo largo de su vida estaban descritas en esos textos malditos, listos para ser develados y, en el caso de los experimentos, que constituían una buena parte del acervo, listos para ser llevados a la práctica sin la necesidad de artilugios rimbombantes ni concesiones del Estado ni mucho menos.
Todos los placeres menos uno, el más humano, el más cotizado y escondido de todos: la carne.

Pero, como se mencionó antes, ella era una joven muy pulcra. Le ofendía ofrecer su cuerpo, aunque fuera en calidad de préstamo, a un "mediocre refugiado, inculto (lo cierto es que ese bovedón la había hecho déspota con las personas que le rodeaban) o sucio clérigo". Prudencia era lo que ella necesitaba. Lo tenía todo: una persona agradable, desinhibida dentro de lo que la religión se lo permitía, tenía tanta o mucho más cultura que ella, sabía mucho de la vida, hacía honor a su nombre y, sobre todo, el deseo añejo la debió haber corrompido y retraído desde hacía mucho tiempo, convirtiéndola en una poderosa bestia con gran potencial sexual.

Aquellos inciensos que ambas respiraron la noche anterior eran la clave para despertar, de una buena vez, e todos esos sentimientos corporales que ambas necesitaban desalojar de su mente, o al menos desatrofiarlas.
Y, además, esto era el preludio y consistencia de la sonrisa cada vez más satisfactoria que lucía la joven madre cada cierto intervalo, cada vez más corto.

Todas estas reflexiones surgieron en menos de dos segundos en la mente de Prudencia. Ella sabía que ambas sabían.

-Y así es como haces uso de la sagrada ciencia que reside justo debajo de donde estamos paradas.

Agata no estaba dispuesta a seguir el juego de palabras. Sabía que la fortaleza de su víctima no podía durar mucho resistiendo al efecto de la deliciosa droga que ella misma había inhalado esa noche de embriaguez.
En vez de discutir, se limitó a decir:

-Eres como yo, superiora, un paso adelante de los demás por la simple brecha del poder mental. La ciencia ha surgido para ayudarnos a dar ese gran paso. El arte es la ventana del hedonismo. El hedonismo eres tú. Soy yo y cada una de esas personas allá afuera que no niegan su pertenencia, su esclavitud al placer continuo, no siempre superfluo, que permite la verdadera felicidad. La felicidad que las religiones ni los gobiernos podrán ofrecernos jamás.

Mientras una hablaba y cerraba la puerta, la otra empezaba las labores de despejar una de las mesas.
Los tonos de voz se habían raspado, transformado en susurros. Los vapores de la comida se habían condensado hacia arriba de la cocina, camuflando los inciensos cuyos pesados humos cobijaban los cuerpos de ambas mujeres,ahora unidos, compartiendo la piel y el aliento, obedeciendo al flujo del calor, cada una de sus bocas contra cada una de sus bocas.

6 de mayo de 2008

Convento (parte III)

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Dos años de lecturas perversas. Dos años intensivos de escritos
herejes, de ciencia tachable, de conocimientos antidivinos. Dos años
son los que habìa dedicado Agata a su alimentación mental, poco a poco
desdeñando del eternamente mentiroso Dios.

Veinticuatro meses y poco màs de dìas habìan pasado antes de que Agata cayera ante las garras de Epicuro: sus tratados de hedonismo habían llegado a sus pupilas, atravesando su subconsciente y forjando en ella una nueva persona, alejada de todo estoicismo, para dar paso al placer en cualquiera de sus formas, haya sido vanal y puro, necesario o innecesario.

Sor Agata ya no era la misma. Siempre fue discreta. Nunca resaltò entre las demas hermanas por su condiciòn de refugiada, de huérfana. Todo lo contrario, supo mezclarse bien desde un principio, desde que era una más de las alumnas que estudiaban en el seminario. Incluso Prudencia, la encargada de su cuidado, no sabìa de las expresiones de dejaciòn de la novicia de diecisiete, sino hasta que descubriola en su recinto sagrado, su trono desde donde gobernaba cada aspecto de su mente, recreaba, destruía y volvía a construir formas maravillosas en lienzos baratos por medio de opiáceos.

Esta vez fue una fría noche. Una fría noche de 1801, la que ambas se iban a deleitar de las riquísimas e interminables letras y figuras que
llenaban modestos estantes en aquel bovedón.

Pero Agata llegó primero.

Media noche casi. Y ahí estaba Prudencia, entrando sigilosamente para no hacer ruido a las ratas, ya que si las ratas despertaban, el celador despertaba. Abriendo la puerta lentamente, ve con la más deliciosa decadencia a Agata.
Desnuda, Envuelta en óleos coloridos, sumergida en los humos de un exquisito y fino incensario, masturbando sus ideas, su vagina, su creatividad y un hermoso lienzo que mostraba el rostro del demonio, de la forma màs natural. Danzando sobre las olas del èter, acariciando la fragancia del incienso, danzando sobre desgastados harapos que previamente habìa dispuesto para no dejar rastro de su fechoría (porque Agata era una mujer muy pulcra).

Una navaja encima de la mesa de estudio, junto a una botella de alcohol, delataba que Agata había mezclado los óleos con sangre, con la sustancia más deliciosa, cuyo origen desconocía puesto que toda ella estaba impregnada de pinturas de todos los matices del rojo y del amarillo.

Sor Prudencia miraba con tristeza cómo su ahijada se pervertía con tan precioso arte, tan preciosas joyas de la literatura y de la ciencia, tan preciosas hierbas del bosque interno, todo tan mal utilizado. Aquello a lo que siempre se había negado ceder desde que descubrió el almacén estaba ahora ante sus ojos.

Y lo peor era que la idea le seducía.
Con mucho más fuerza que antes.
Y, si decidía dejarse de sus prejuicios, ahora tenía compañia para dejarse morir, por unos instantes, en la asfixiante esfera del placer.


Con sentimientos encontrados y con el líbido encarecidamente presente en su cabeza, Prudencia se dispuso a cerrar de nuevo la puerta hasta quedar en su posición inicial, para luego dar paso a una cortísima siesta que le permitiría despejar su mente y dar paso a un razonamiento del que podría depender su futuro y su felicidad. E, inconsecuentemente, la de Sor Agata.

Convento (parte II)

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Fue una noche de invierno de 1793, en plena revolución francesa, una noche calida entre las más. Esa noche Agata dejaría de ser la niñata ingenua para ser la dama culta, la culta lamebotas del concepto onírico de Dios.

Sor Prudencia había alimentado esa calida noche la bestia voraz de su mente, despues de abstenerse de ir al recien inaugurado Louvre, para atender sus vastos deberes en la comunidad malagradecida, aquellas ancianas utiles que extendían la mano a cambio de una sonrisa sucia, llena de sarro y pollo al carbón.

La colección era resguardada por un cubículo en los arcos del sótano, uno de tantos donde eran guardados los ataúdes listos para las grandes personalidades, clérigos, militares, filósofos creyentes y demás. El viejo edificio era chico, incluso visto desde la serranía que lo rodeaba, pero sin duda tenía mucho espacio para albergar provisiones, máquinas, mucha gente al servicio de Dios y, por supuesto, una colección de libros, papiros y pergaminos varios de los que Sor Prudencia había contado tres mil y apenas leído cuatrocientos. Una mujer muy culta considerando que de los cuarenta y dos años que cargaba a sus espaldas, más de diez los había dedicado a ese santuario que se escondía celosamente de los fanáticos sobrevivientes de la cada vez más caduca Inquisitio Haereticae Pravitatis Sanctum Officium.

Sin embargo, aquella cálida noche de invierno, era la ideal para Agata, ideal para salir a caminar sin las penetrantes rafagas de frío que habían causado tantas muertes en años pasados. Pero en ese entonces, Agata era jove, curiosa. Antes de salir al aire libre, debía obedecer a su instinto y buscar fantasmas de la historia en ese viejo edificio, cualquier precedente de la cultura ancestral que dio origen a ese enorme conjunto de rocas al que tanto le había agradecido por haberla cobijado durante casi toda su vida. A los dieciseis la sonrisa melancólica se forja decisivamente en la personalidad.

Los cimientos eran el lugar ideal para empezar a buscar. El sótano debía contener, segun la tradición, la primera piedra, la piedra que dicta el autor de tan magnífica obra que aún después de tres siglos seguía en pie. Agata se puso en marcha, recorriendo cada una de las bóvedas, con una mediocre pero funcional vela, examinando los ladrillos, bucando. Sin saber que encontrar, sin saber que esperar. Solo buscando justificar el ocio.

Naturalmente, todo el ala principal era la oscuridad hecha aliento. Respiraba bocanadas de soledad, de ecos de voces torturadas, personas emparedadas, ratas hambrientas e insectos interrumpidos en su caminata nocturna.

Entonces, seis arcos más adelante, vio la luz de un quinqué. ¿Ladrones? No en un pueblo donde la IHPSO estaba de gira. ¿Refugiados? No en un lugar tan frío, a menos que estuvieran huyendo, en cuyo caso deberían ser otra clase de delincuentes. ¿Una hermana esculcando? No en martes, día que a la superiora más exigente de las últimas generaciones, sor Prudencia, le tocaba vigilancia de dormitorios.

Lo cierto es que amplificadas fueron sus sensaciones de alivio, en parte por los opios quemados que aún no sabía identificar, y en parte por ver el concentrado rostro de sor Prudencia, sus bellísimos y maduros ojos dilatados, en un hechizo totalmente fuera de lo natural, pero siempre con el ceño fruncido. Actividad muscular que, curiosamente, aún no dañaba la piel de su frente.

Agata no debía estar por ahí. Sin saber el estado tan elevado en el que se encontraba la superiora, la joven madre del servicio de Dios quería hacerle compañía. Empero, su deseo se vió destruido cuando una ráfaga de viento delató la puerta principal del bovedón abierta. Prudencia se levantó bruscamente.

Ahí entendió Agata que lo que hacía Prudencia estaba mal, ya que ella era muy práctica y no le parecía, como en este caso, esconder una culpa que no hay. Pero la culpa evidentemente ahí estaba.

Sor Agata vigiló pacientemente a Sor Prudencia. Calendarizó sus tiempos de lectura y preparó un calendario propio para participar, aisladamente, de ese oscuro secreto que la luz del sol no irradiaría por mucho tiempo.

5 de mayo de 2008

Convento (parte I)

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Agata no quería problemas.
La superiora ya sabía que clase de mirada destellaba de sus ojos cuando algo la distraía.
La superiora ya sabía porqué faltaba potencia en los cánticos de las ocho. Ninguna de las otras hermanas hubiera pasado por alto las ansias de Agata de no ser por el fervor de las festividades de la Santa Cruz. Era preferible encargarse del mole que comerían los indigentes ese día a la estabilidad emocional de uno de los eslabones que mantenían poblada aquella vieja construcción de cuatrocientos y pico de años de antiguedad.

Agata ya había sido llamada a responder por descuidos y actos aparentemente obra del demonio. La superiora la castigaba fuertemente. Con discreción, siempre que las circunstancias y los pendientes del área de maternidad del sanatorio lo permitieran.
La hermana era la encargada de la limpieza de la capilla. ¿Como iba a ser posible que fueran ebrios desobligados a dejarse morir, sangrar el sacro suelo de madera, a apestar la fina butaca con vómito o "sabrá Dios cuanta porquería que ingieren"?

Lo cierto es que, aunque Agata se desvelaba seguido, no había evidencia alguna en su cara de haber pasado una mala noche. Todo lo contrario, sus enormes ojeras se dibujaban sobre un rostro sonriente, rozagante de felicidad. Un radical cambio respecto de la vez que la encontraron, siendo una niñita, en la clásica escena dolorosa de la madre corriendo, huyendo de la responsabilidad que la vida le había dejado, dejando un montón de cobijas sucias, pero confortables, envolviendola, en la puerta de la casona. Estaba devastada por el hambre. Sus ojos eran característicamente hermosos cuando tenían hambre.

Es esta belleza la que delató a sor Agata ante Prudencia, la superiora.

Sor Prudencia hacía honor a su nombre. Ella escondía el tesoro mas valioso de la casona. Un tesoro que no cualquiera se atrevería a ocultar, en otra cultura distinta a la europea y en otra época distinta a los finales del siglo dieciocho.
Un tesoro que su "empleo" le impedia revelar al mundo. Un tesoro que, de ser revelado, habría quizá comprometido para siempre el futuro y la estructura de el cristianismo y todo lo que se derivase de él. Sólo uan cosa corrompería así la sólida carcasa que defiende la ley de Cristo, la verdad de Cristo: la verdad pura.

El conocimiento verdadero, el legítimo, el infalible, el universal. El conocimiento en su mas bella forma: una vasta colección de libros. Libros considerados pérdida de tiempo, extraviados o contranatura. Filosofía, pintura, música, alquimia (cuando aún se le llamaba así), sacras Matemáticas. Todo lo que el hombre moderno necesitase para trascender sobre sí mismo, para obtener el poder completo sobre el mundo sin necesidad de someterlo. La razón suprema, la justificada. Los trucos de magia de todos los siglos definidos en símbolos matemáticos. La verdad de la vida, el origen, el destino, todo plasmado bajo palabras de filósofos franceses, alemanes y rusos underground de todas las épocas. Las técnicas egipcias de su poderosa construcción. EL concepto total del arte griego, listo para ser contemplado y creado. Las leyes que dieron origen al Islam, antes que la esclavitud y la guerra dieran origen al Corán. La verdadera historia de Jesucristo, el filósofo más carismático y temido de todos. Los tratados y descubrimientos matemáticos y médicos de Imhotep. La ubicación exacta de la estatua de Atenea. Métodos eficaces para drogarse, doparse sin la necesaria consecuencia de la adicción, ni las desagradables resacas. El arte más bello, puro, el menos intelectual, sin llegar a lo vulgar. El arte más sobrado, incierto, el más elaborado, sin ser inalcanzable.

Todo aquello a lo que pudiera aspirar el hombre moderno, el hombre que quisiera de corazón el progreso de su raza tan automutilada, todo estaba ahí.

Y era todo de Sor Prudencia. "El que lo encuentra, se lo queda". Todo suyo, hasta que Agata descubrío el secreto imposible.

Agata nunca gustó de salir frecuentemente. Aunque, cuando lo hacía, lo hacía a intervalos considerables, ausentándose por mucho tiempo y siempre llegando tarde a la hora de cenar. Siempre con esa cara de satisfacción personal, como si hablara con Dios en sus caminatas vespertinas.

Pero nadie sabía que era lo que realmente mantenía en pie a aquella pobre hermana, lo que la alejaba de la depresión terrible que le causaba la desagradable idea de no poder haber conocido a su irresponsable madre, la desgraciada que, despues de todo, le permitió acercarse a las letras sacrílegas, las letras puras, letras prohibidas que tanto custodiaba Sor Prudencia.

Placer racional

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Entretanto, gente muriendo
entre confortables calles.
Aves cantando hipocritamente
aguardando por las migas del dia.

Conventos asfixiados en vaho sexual,
fantasmas inspirados por la carne, flacida, marchita, arrogante.

Aserraderos con huesos atascados en el engranaje.
Enfermedad pestilente a la que todos contribuyen.
A la que yo contribuyo.

Blogs infestados de idioteces. Angeles caídos.
Amores rotos. Fotos del bautizo. Dibujos de la niña odiosa.
Críticas de la crítica.

El tiempo transcurre. El tiempo se detiene.
El tiempo nunca se ha movido.
Todo sigue igual.
Igual de enfermo.
Igual de arrogante.
Igual de odioso. de sugestivo. de libidinoso. De deprimido.

Pero el placer sobrevive. Sobrevive a la razón.
No cambia sino de rostro.

La gente sigue muriendo alla afuera.
Y yo preocupandome por la espesura de mi frappé.

No tengo mas odio para dar. Quiero dar placer.
Y me llaman enfermo.

¿Que no hay placer sin enfermedad?
¿Será eso posible?

Todo aquello que acabas de leer...
todo lo enfermo...
todo lo absurdo...
es producto de la falta de odio.

No contribuyas a agotar el espacio del mundo
leyendo basura.

Como esta.

1 de mayo de 2008

Neftis

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Ritmos torrenciales se desprenden de la mente
mientras feas letras se desplazan libremente
entre sueños toscos y verdades absolutas,
describiendo deliciosamente su cicuta...

Sabores eternos se conforman en un cuerpo,
alma muerta, demoniaca, gritos en estereo
de necesidad inaplacable por su fuente
de sutiles dopaminas y deseo estridente.

Ni el odio de Seth ni la vigilia de Anubis
pudieron alterar su sonrisa tan oscura,
ahora que es un mito debil, sin sustancia
le alimenta la más sólida amargura.

No conoce más perfecta precisión
que el sentido humano, su indescifrable acción,
solo comparable con el numero dorado,
visualmente bello, cientificamente caos.

Dueña de la noche, el final sensual
al que todo hombre aspira, motivo de ser mortal,
cierra las puertas hacia fuera del esférico
para degustar sin prisa del llanto gélido.

Bebiendo febril de su rojo grial,
Diospolis Parva, soy su instrumental:
esclavizada mi mente con el sutil céfiro
que roza mi piel, movimiento perpetuo.

Aroma visible, en el viento disperso,
reflejo de luz proveniente del Infierno,
morir le resulta el acto más ególatra,
prefiere redimirse al placer discreto.

Dioses pereciendo: mi sacro alimento,
poderosos lamentos descritos en mi verso,
pero una sola imagen me tiene perplejo:
le he llamado Neftis, poderoso escarmiento...