6 de mayo de 2008

Convento (parte III)

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Dos años de lecturas perversas. Dos años intensivos de escritos
herejes, de ciencia tachable, de conocimientos antidivinos. Dos años
son los que habìa dedicado Agata a su alimentación mental, poco a poco
desdeñando del eternamente mentiroso Dios.

Veinticuatro meses y poco màs de dìas habìan pasado antes de que Agata cayera ante las garras de Epicuro: sus tratados de hedonismo habían llegado a sus pupilas, atravesando su subconsciente y forjando en ella una nueva persona, alejada de todo estoicismo, para dar paso al placer en cualquiera de sus formas, haya sido vanal y puro, necesario o innecesario.

Sor Agata ya no era la misma. Siempre fue discreta. Nunca resaltò entre las demas hermanas por su condiciòn de refugiada, de huérfana. Todo lo contrario, supo mezclarse bien desde un principio, desde que era una más de las alumnas que estudiaban en el seminario. Incluso Prudencia, la encargada de su cuidado, no sabìa de las expresiones de dejaciòn de la novicia de diecisiete, sino hasta que descubriola en su recinto sagrado, su trono desde donde gobernaba cada aspecto de su mente, recreaba, destruía y volvía a construir formas maravillosas en lienzos baratos por medio de opiáceos.

Esta vez fue una fría noche. Una fría noche de 1801, la que ambas se iban a deleitar de las riquísimas e interminables letras y figuras que
llenaban modestos estantes en aquel bovedón.

Pero Agata llegó primero.

Media noche casi. Y ahí estaba Prudencia, entrando sigilosamente para no hacer ruido a las ratas, ya que si las ratas despertaban, el celador despertaba. Abriendo la puerta lentamente, ve con la más deliciosa decadencia a Agata.
Desnuda, Envuelta en óleos coloridos, sumergida en los humos de un exquisito y fino incensario, masturbando sus ideas, su vagina, su creatividad y un hermoso lienzo que mostraba el rostro del demonio, de la forma màs natural. Danzando sobre las olas del èter, acariciando la fragancia del incienso, danzando sobre desgastados harapos que previamente habìa dispuesto para no dejar rastro de su fechoría (porque Agata era una mujer muy pulcra).

Una navaja encima de la mesa de estudio, junto a una botella de alcohol, delataba que Agata había mezclado los óleos con sangre, con la sustancia más deliciosa, cuyo origen desconocía puesto que toda ella estaba impregnada de pinturas de todos los matices del rojo y del amarillo.

Sor Prudencia miraba con tristeza cómo su ahijada se pervertía con tan precioso arte, tan preciosas joyas de la literatura y de la ciencia, tan preciosas hierbas del bosque interno, todo tan mal utilizado. Aquello a lo que siempre se había negado ceder desde que descubrió el almacén estaba ahora ante sus ojos.

Y lo peor era que la idea le seducía.
Con mucho más fuerza que antes.
Y, si decidía dejarse de sus prejuicios, ahora tenía compañia para dejarse morir, por unos instantes, en la asfixiante esfera del placer.


Con sentimientos encontrados y con el líbido encarecidamente presente en su cabeza, Prudencia se dispuso a cerrar de nuevo la puerta hasta quedar en su posición inicial, para luego dar paso a una cortísima siesta que le permitiría despejar su mente y dar paso a un razonamiento del que podría depender su futuro y su felicidad. E, inconsecuentemente, la de Sor Agata.

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