5 de mayo de 2008

Convento (parte I)

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Agata no quería problemas.
La superiora ya sabía que clase de mirada destellaba de sus ojos cuando algo la distraía.
La superiora ya sabía porqué faltaba potencia en los cánticos de las ocho. Ninguna de las otras hermanas hubiera pasado por alto las ansias de Agata de no ser por el fervor de las festividades de la Santa Cruz. Era preferible encargarse del mole que comerían los indigentes ese día a la estabilidad emocional de uno de los eslabones que mantenían poblada aquella vieja construcción de cuatrocientos y pico de años de antiguedad.

Agata ya había sido llamada a responder por descuidos y actos aparentemente obra del demonio. La superiora la castigaba fuertemente. Con discreción, siempre que las circunstancias y los pendientes del área de maternidad del sanatorio lo permitieran.
La hermana era la encargada de la limpieza de la capilla. ¿Como iba a ser posible que fueran ebrios desobligados a dejarse morir, sangrar el sacro suelo de madera, a apestar la fina butaca con vómito o "sabrá Dios cuanta porquería que ingieren"?

Lo cierto es que, aunque Agata se desvelaba seguido, no había evidencia alguna en su cara de haber pasado una mala noche. Todo lo contrario, sus enormes ojeras se dibujaban sobre un rostro sonriente, rozagante de felicidad. Un radical cambio respecto de la vez que la encontraron, siendo una niñita, en la clásica escena dolorosa de la madre corriendo, huyendo de la responsabilidad que la vida le había dejado, dejando un montón de cobijas sucias, pero confortables, envolviendola, en la puerta de la casona. Estaba devastada por el hambre. Sus ojos eran característicamente hermosos cuando tenían hambre.

Es esta belleza la que delató a sor Agata ante Prudencia, la superiora.

Sor Prudencia hacía honor a su nombre. Ella escondía el tesoro mas valioso de la casona. Un tesoro que no cualquiera se atrevería a ocultar, en otra cultura distinta a la europea y en otra época distinta a los finales del siglo dieciocho.
Un tesoro que su "empleo" le impedia revelar al mundo. Un tesoro que, de ser revelado, habría quizá comprometido para siempre el futuro y la estructura de el cristianismo y todo lo que se derivase de él. Sólo uan cosa corrompería así la sólida carcasa que defiende la ley de Cristo, la verdad de Cristo: la verdad pura.

El conocimiento verdadero, el legítimo, el infalible, el universal. El conocimiento en su mas bella forma: una vasta colección de libros. Libros considerados pérdida de tiempo, extraviados o contranatura. Filosofía, pintura, música, alquimia (cuando aún se le llamaba así), sacras Matemáticas. Todo lo que el hombre moderno necesitase para trascender sobre sí mismo, para obtener el poder completo sobre el mundo sin necesidad de someterlo. La razón suprema, la justificada. Los trucos de magia de todos los siglos definidos en símbolos matemáticos. La verdad de la vida, el origen, el destino, todo plasmado bajo palabras de filósofos franceses, alemanes y rusos underground de todas las épocas. Las técnicas egipcias de su poderosa construcción. EL concepto total del arte griego, listo para ser contemplado y creado. Las leyes que dieron origen al Islam, antes que la esclavitud y la guerra dieran origen al Corán. La verdadera historia de Jesucristo, el filósofo más carismático y temido de todos. Los tratados y descubrimientos matemáticos y médicos de Imhotep. La ubicación exacta de la estatua de Atenea. Métodos eficaces para drogarse, doparse sin la necesaria consecuencia de la adicción, ni las desagradables resacas. El arte más bello, puro, el menos intelectual, sin llegar a lo vulgar. El arte más sobrado, incierto, el más elaborado, sin ser inalcanzable.

Todo aquello a lo que pudiera aspirar el hombre moderno, el hombre que quisiera de corazón el progreso de su raza tan automutilada, todo estaba ahí.

Y era todo de Sor Prudencia. "El que lo encuentra, se lo queda". Todo suyo, hasta que Agata descubrío el secreto imposible.

Agata nunca gustó de salir frecuentemente. Aunque, cuando lo hacía, lo hacía a intervalos considerables, ausentándose por mucho tiempo y siempre llegando tarde a la hora de cenar. Siempre con esa cara de satisfacción personal, como si hablara con Dios en sus caminatas vespertinas.

Pero nadie sabía que era lo que realmente mantenía en pie a aquella pobre hermana, lo que la alejaba de la depresión terrible que le causaba la desagradable idea de no poder haber conocido a su irresponsable madre, la desgraciada que, despues de todo, le permitió acercarse a las letras sacrílegas, las letras puras, letras prohibidas que tanto custodiaba Sor Prudencia.

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