19 de junio de 2008

El vampiro y el fantasma (parte VI)

La luna menguante de Agosto cubría el desnutrido rostro del hombre sin nombre. El hambre había vuelto. Pero esta vez no había que energías que conmutar. La corbata, que era de Hércules y que antes era de Federico II, el guibelino, había perdido su penetrante reflejo.

Si bien las ropas decían que se trataba de un hombre, su complexión, ahora tan débil, degradable por un pedazo de pan, no definía ni un sexo, ni una personalidad. Se trataba de un ser humano inmaduro, nacido del reciclado de la nada.

Hércules y Ariadna estaban atrapados en una masa gris de ochocientos años de antiguedad.

De lo que no se percataron, tontamente cegados por la pasión del momento, era que un humano no puede poseer dos personalidades a la vez, dentro de sí. No sin colapsar, no sin pelear, no sin sufrir de más.

El humano metió su mano en el bolsillo izquierdo del saco, y sacó unas monedas. Estimó que sería suficiente para salir a buscar un sandwich de cualquier clase, una bebida caliente para compensar el calor excesivo desprendido del acto de unión y algún artilugio que le pudiera servir para volver a refugiarse en la iglesia de San Pedro, tan fría como el desierto nocturno.

Una vez alimentado, se dirigió a sus aposentos, a descansar de la fatiga de la deambulancia casi eterna. Esta vez corriendo, a traves de las butacas de la iglesia. Escondiendose tras los tripiés de los adornos florales y los candiles. Activando, con la desacostumbrada fuerza necesaria, el muro corredizo que daba con su habitación. Buscando con el tacto, en vez de con la vieja y poderosa vista, los cerillos para prender las velas. Romántica e irónica actividad, puesto que había electricidad en el lugar, de la cual sólo se alimentaba la computadora.

Pero el humano recordó que había apagado la computadora. No la encontró así a su llegada. El olor a humedad se vio cortado por un delicioso perfume que le hizo dar vuelta. Se trataba de la dama de la casa de Bergerac, envuelta en una bata blanca, quizá de laboratorio.

- Ya sabes porqué estoy aquí. Escuche y ví todo en mi casa. No te cansaste con matar al legendario Ugolino di Conti, mi directo ancestro, para salvaguardar el destino de uno de tus ahijados. También osaste liberar a Ariadna Torso, una bestia que debe permanecer encerrada, lejos del libertinaje de la parapsicología.

El humano, mientras escuchaba, veía una silueta de mujer blanca en frente suyo, con los brazos a las espalda.

Cuando terminó de hablar, veía uno de los brazos de la dama di Conti alzarse en dirección hacia él, con un arpón sin cuerda. Vio el arpon clavarse sobre su esternón, mientras dos golpes martillaban sus oídos. Uno del golpe del arpón contra su cuerpo y otro del golpe de su cuerpo contra el muro, clavándose a éste.

Vio como la dama di Conti conectaba un amplificador a la salida de audio de la computadora. La salida, en lugar de ser bocinas, era un cable con caimanes, los que la dama se dispuso a conectar a sus genitales luego de haberle bajado el pantalón.

Escuchó cómo la dama di Conti le preguntaba "¿Cual será la última canción que escuches, tu favorita o mi favorita?", mientras la veía borrar la lista de reproducción completa, todas las piezas menos dos. Special cases, de Massive Attack, y The End, de The Doors. Levantó la vista de la pantalla hacia la mirada de la dama, inexpresiva. Bajó su vista a la sonrisa, francamente divertida, de un ser perverso que se relamía los labios mientras paseaba sus dedos sobre una mesa llena de cuchillos, navajas, sierras, fresadoras, brocas, un taladro y otros artilugios eléctricos.

Vió el humano como su sangre se escurría por el piso mientras la música, a pesar de no escucharse, retumbaba en sus nervios bajos. Sintió cómo ella introducía un cautín a su garganta, imposibilitándolo de quejarse del dolor. Sintió como abría ella sus uñas para conectarle terminales eléctricas. Sintió cómo sus vísceras intentaban salir del vientre a través de la pequeña hendidura que le se le había hecho. Sintió cómo unas finas agujas perforaban sus ojos, manchando de rojo su percepción visual. Sintió cómo el taladro perforaba, siempre con brocas de distintos grosores, los huesos de su pierna izquierda, y cómo las fresadoras actuaban del lado derecho. Sintió el asqueroso dolor de su propia sangre podrida, mezclada con la humedad del ambiente y el sudor de su cuerpo, añejos por las horas. Sintió cómo la dama di Conti, con la bata hecha un asco pero el rostro inmaculado, le daba vuelta al cuerpo aún con vida, girando sobre el arpón, para colocarlo de cabeza, y permitir que el flujo de sangre no abandonara el cerebro y así impedir que muriera antes de lo debido.

Sintió cómo su melodía favorita le causaba más daño que la favorita de la dama.

Entonces lo entendió.

El humano había cedido al amor, sin tomar en cuenta todas y cada una de las consecuencias del dolor. En lugar de ceder, aunque sea por unos instantes, detenerse a contemplar y razonar su propia condición, decidió ir a comer un sandwich en una cafetería muy bonita.

No se detuvo a pensar que el amor, en realidad, nunca le perteneció. Y sin embargo se dejó seducir por él, al precio más alto.

La tortura de la dama di Conti no tenía que ver en lo más mínimo con su verdadero sufrimiento. Se abandonó a sí mismo, por ir a correr a los brazos de algo que ni siquiera él sabía que es.
La dama di Conti no lo lastimó. Sólo le hizo ahorrarse la molestia de vivir, haciéndole sentir una mísera fracción de lo que la humanidad vale, haciéndole cumplir, en treinta y seis horas que duró la tortura, el destino que cada humano tiene que seguir a lo largo del estadístico promedio de sesenta y cinco años. Le hizo pagar un milenio completo de supervivencia a costa de la de otros, a costa de sus raíces.

El vampiro y el fantasma se negaron a su destino. Pagaron las consecuencias y cumplieron su objetivo. Pero ahora ya no quedaba nada de ellos, no había nada que el hipercubo pudiera salvaguardar de ellos. Al morir, el humano se hizo cenizas, que se esparcieron en el éter y desaparecieron tras un lamento.


La dama di Conti desconectó el amplificador. La computadora decía a través de las bocinas:

The blue bus is calling us
The blue bus is calling us
Driver, where are you taking us?

Se sonrió por última vez, Limpió su bata del inexistente polvo, con el ademán más exagerado.
Salió sin el menor resguardo posible, para atravesar la fachada principal de San Pedro y respirar un poco de aire, relativamente, cálido.

A la salida, se encontró con el sacristán. Después de una hipócrita reverencia, se dirigieron a la cocina del asilo, a contraesquina de la catedral. Él le sirvió un modesto pero confortante vino de mesa, al tiempo que ella le entregaba un fajo de novísimos billetes, recién salidos del Banco Nacional, y le preguntaba:

- Oye, sacristán, ¿Tú crees en el amor?

El sacristán, sin malentender la pregunta, respondió sin pensar:

- Uuuy, señora, ¿porqué cree que soy sacristán?

Ella miró por una de las puertas y distinguió la habitación del tipo, que constaba de una cama rodeada de mesitas con libros y una lámpara.

Se sonrió, por enésima vez en el día, y sacó un cuchillo de la cocina.


Carolyn Jones como Morticia Adams

2 comentarios:

  1. El relato es fenomenal, pese a su morbidez, no impele al rechazo y eso quiere decir que lo has escrito muy bien y con aguda creatividad...un abrazo de azpeitia

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  2. Es la primera vez que leo la palabra morbidez en cinco o seis meses.
    Y la primera vez que la palabra me sienta realmente bien.

    Gracias, azpeitia

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