12 de julio de 2011

Helado de guanábana

Ha salido de la paletería con un helado de... sí, es correcto, ávido lector. Las deliciosas semillas negras entremezcladas entre la cristalizada solución verde hacían magia en sus papilas gustativas... a la vez que la suave luz grisácea del ambiente húmedo y lluvioso de la calle hacía maravillas en las pupilas de sus ojos café silencioso...

Se atrevió a quitarse el gorro del jersey para sentir la lluvia en su cabello, mientras ésta también se mezclaba con su helado, suavizando su dulzura. Las calles solitarias invitaban a nuestra joven protagonista de cabellos dorados a cantar, a bailar, como en un cuento de hadas. Después de todo, ¿que no iba perfecto ese magistral sábado por la tarde? Nada podía mejorar ese delicioso momento.

Bajó la calle, pues, cantando Bad Reputation, y en lugar de entrar a su pórtico, se dirigió directo al sótano, por la entrada trasera. Cuidó que la vecina no anduviera jugando con los perros o regando los claveles, y abrió sigilosamente el candado. Era hora de divertirse un poco. Entró bajando las escaleras de madera, un paso a la vez.

No quería despertar a los huéspedes...

Se quitó el jersey. Debo admitir que, como relator de este cuento, sé que la silueta de la chica era desesperadamente seductora. A un adolescente le habría encantado observar sus senos. Yo me quedo con lo que vi, con su espalda, tan bien torneada, tan blanca de inicio a fin... tan lisa, y práctica, para lavar rápidamente los accidentes de sus juegos.

Tomó el matamoscas y azotó a los dos huéspedes en la mejilla, literalmente. Ellos, sudando, nerviosos, despertaron abruptamente de su sueño, intentando vociferar a través de sus bozales, intentando liberarse de las cadenas que los ataban a sus cruces de San Andrés.

Tomó lo que quedaba de su helado, aún la mitad, y lo dividió en dos. Los hizo unas jugosas bolitas de hielo saborizado, los puso en sus manos, y las restregó en los pechos de los dos tipos, que estaban uno al lado del otro. El ambiente de cloaca en el que se mantenían presos se endulzaba groseramente con el aroma de la guanábana. Ella, excitada, por turnos, frotaba su cuerpo contra el pegajoso cuerpo de los sujetos, aumentando el deseo. Ellos, aunque aterrorizados, acrecentaban su erección tímidamente. Pues ella era deliciosa, y el sadismo en una mujer es atractivo, por muy mortífero que sea. Siempre lo es. Ley de vida, creo que se dice así.

Cuando ella ya estaba suficientemente excitada, cerró la puerta trasera del sótano por dentro, y abrió la que da a la casa. Fue a la cocina, y de regreso traía una bolsa con picahielos, azadones para salchicha, y cuchillos de distintos tamaños, además de una cajita de condones, y bolsas de basura, trapos limpios, una cinta adhesiva para reparar plomería y unos limones ya cortados.

Luego desperté de mi sueño. No recuerdo el resto, pero estoy seguro que esa mirada, tan sedienta y tan firme, denotaban pasiones febrilmente prohibidas por la sociedad. Invito al lector que imagine cómo terminó la historia de la chica del helado de guanábana.

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