9 de julio de 2008

Sobre el canibalismo

Apenas era noviembre y Evaristo ya sufría de los estragos del frío callejero. Apenas llevaba tres, quizá cuatro meses viviendo en un túnel peatonal subterráneo, en la periferia de la cuidad, y todavía no se acostumbraba a la prolongada falta de alimento.

El hambre ya era insoportable. Lo mejor era dejarse morir. Pero la misma hambre le impedía pensar en eso. Ayer, que pudo conseguir dinero para dos tortas y que su mente no le traicionaba con delirios, pudo razonar algo como "Hasta para pensar en la muerte hay que estar comido...".

Todo estaba en su contra. La señora, su señora amada y hermosa, que lo dejó sin un quinto por haberlo engañado (haberlo, y no haberla, nótese la diferencia). El banco, sus hipócritas amigos, y muchos detalles más.

Sólo el frío colado desde la entrada al túnel le hacía compañía. Sólo la soledad se dignaba a acariciar su sucio cabello, en hacerle el amor a cambio de la cesantía de su vida.

Y, para terminar de contar desgracias, no había conseguido ni cobijas, ni periódicos, ni nada para amortiguar el golpe del frío que sus harapos no podían contener, un frío que evidentemente es más pronunciado en la periferia urbana. Sus pies, cuyo calzado no protegía mas que sus plantas, mostraban una notoria abertura en donde van los dedos, el del lado izquierdo con una mancha de sangre, y el derecho on vil mugre. Por supuesto, esto no era ni de su agrado ni de su comodidad. Pero, dentro de su estúpida dignidad, prefería lucir sus uñas agrietadas a vestir bolsas ruidosas que resaltaran al andar.

Sin ningún pensamiento en la mente, y después de acomodarse entre el suelo y un muro, cayó dormido. Su cabeza, ladeada, por fin dejaba de ofrecer tensión desde hacía ya mucho tiempo. Estaba, pues, cansado, y al fin estaba descansando, en el único lugar donde nadie le puede repercutir ni molestar. En el subconsciente.

Despertó súbitamente por un gruñido de su estómago y un calambre en el pie derecho. Aspiró aire tan rápidamente que tosió al instante. El frío había aumentado. Pero, aunque su estómago dio constancia de su vida, no tenía necesidad de comer.

Evaristo podía pensar sin que nada lo interrumpiera. Y cuando se dio cuenta, empezó al instante. Empezaba a formular ecuaciones de búsquedas de trabajo, de paseos por los deshuesaderos, de travesías mercantiles con PET, latón y demás cacharros, de intercambios de ropas, de necesarias entradas a baños públicos...

-Bueno, y ¿para quién haría todo esto? - detuvo su compilación de instrucciones - ¿Para alguien más? ¿Para mí? nada me queda, ni yo mismo me soporto. Mi esposa no me quiso. Mis amigos me buscaban para completar las cervezas. Mi familia, igual. No soy artista, nadie me extrañaría...

Su pensamiento se había vuelto simplón y desentendido del sentimiento humano. Sin hablar ni siquiera dentro de su mente, se dijo a sí mismo que, de hecho, no albergaba sentimientos. En efecto, no podía sentir nada. Excepto la angustia misma de no tener sentimientos. Después de más de cuatro meses, sentía la necesidad de algo más que comida para rellenar el estómago, o distraerlo. Necesitaba un alma a la cual dar una muerte digna, o si lo valía, una vida digna. Pero no había nada a su alcance, ni fuerzas para ir más allá de su alcance.

Llegó a la conclusión de que, si dejaba de existir por completo, no habría angustia que lo invadiera. Ya que la angustia, por sí sola, no vale nada.

Notó que ya no sentía nada con su pie derecho. Flexionó la rodilla para acercarlo a sus manos. Abrió la tapa del zapato y miró un trozo de carne perfectamente cristalizado.

Cubrió el dedo pulgar con su mano completa para tratar de darle calor. El dedo se desprendió del resto del pie. Pero no había dolor.

Inconscientemente, excitado más por la idea de desaparecer que por la emoción de ser capaz de desprenderse partes del cuerpo sin sangrar líquido, se levantó del suelo y, con prisa, empezó a desvestirse. Una vez con la piel totalmente expuesta, notó que todo su cuerpo tenía un tono azulado, propio de los cadáveres. Pero el no estaba muerto.

Una nueva idea bofeteó la cara de Evaristo. En alguna revista había leído que la carne de persona blanca tenía un sabor salado, mientras que los descendientes de áfrica tenían un sabor dulce. El, al ser (legítimamente) moreno, podía tener un distinto sabor. Se sonrió y puso en su boca el dedo que había extraído.

No tenía un sabor definido. QUizá era porque su misma lengua estaba hecha una paleta, más jugosa aún que el dedo. Pero el crujir de los dientes contra el hielo de su carne lo excitaba. EL crujir de la bisagra de su quijada lo mantenía cada vez más despierto.

Continuó entonces, con el resto del cuerpo. Empezando por su pierna izquierda, arrancando temerosamente la herida por temor a un estado de descomposición o un mal sabor, procedió a arrancar, siempre en trozos pequeños, desde los dedos, los metacarpos, los talones, las pantorrillas, los muslos, las piernas, y cuando llegó a los genitales, se detuvo.

Si ya había arrancado casi todo su cuerpo y de todas maneras iba a morir... ¿QUe demonios? continuó su labor, de nuevo con una sonrisa asistida por la demencia. Por primera vez en su vida, probaría el sabor de las criadillas, aunque cocidas al hielo ardiente.

Devoró su torso, su abdomen completo, su pecho, y se detuvo en uno de los brazos. Sólo le quedaba un brazo, medio labio, media lengua, menos de un cuarto de dentadura, el cuello y el cráneo en sí. Notó que los trozos, al pasar por la boca, desaparecían, siendo qeu deberían atravesar la garganta y caer al suelo.

Se levantó sobre su brazo, equilibrando con los dedos la fuerza de gravedad que ejercían su mermada cabeza y su deforme cuello. Después de hacer presión sobre los dedos, saltó hacia el muro y se abrió el cráneo, Facilitando así su desprendimiento y fragmentación en bocados.

Al cabo de unas horas, Evaristo había desaparecido.



Un sobresalto. Una fuerte bocanada del mismo aire frìo, aunque con menos rigor, despertò a Evaristo en el mismo lugar, con la misma forma y consistencia en la que se encontraba antes de caer en el sueño. El hambre, desgraciadamente, habìa regresado. Le habìa gustado su travesìa por el delirante mundo del canibalismo.

Pero el frìo no le permitirìa volver a tener un sueño asì. Si querìa volver a sentir algo como eso, tenìa que vivirlo en carne propia. Y el admitiò para sì mismo que era demasiado cobarde para llevarlo a cabo.

Sin embargo, habìa encontrado en el delirio su razòn de existir, no para alimentar a alguien màs, ni siquiera a sì mismo. Sòlo para permitir que viva la sensaciòn tan placentera (y enfermiza) que ofrece la locura.

Evaristo se levantó, se estiró un poco y salió a la calle, a buscar la manera de volver a comer dos tortas.

3 comentarios:

  1. Hasta para pensar hay que estar comido, hasta para sufrir hay que estar comido, hasta para amar hay que estar comido, hasta para ser hay que estar comido... canibalismo? Entonces como carajos me como el alma mia?

    Por que mi locura me orilla a ser devorador de almas, en suenos, en vida, en muerte... por la eternidad, castigo perpetuo.

    Me ha gustao Al. La mezcla del sueno y la locura es delirio.

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  2. Todos cometemos una especie de canibalismo en terminos metafóricos - o reales vaya uno a saber - con nosotros mismos y el resto.

    El hombre es el lobo del hombre, como dijo Hobbes. Por lo tanto el hombre es el antropofago por execelcia en sutileza y perversidad.

    Gracias por tus palabras.

    Saludos.

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  3. deberias de ver la de canibalismo amazonico atte roten

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