20 de julio de 2008

Prostituto (parte I)

Horacio ya llevaba más de tres meses sin trabajar. Estaba como atontado, desesperado en la nonvirgen biblioteca de la mansión de los Echeverría. Más de dos siglos sin saber nada más del exterior sino los olores de lugares distantes que portaban los genitales de sus amas. Más de dos siglos son tiempo de sobra para leer una colección de doce o quince mil libros, incluso a la velocidad normal de un humano.

Capturado por un extraño hechizo de belladonas, mandrágoras y toloache, su necesidad de sangre se veía completamente dependiente de su necesidad de saciar el líbido. Esta era su labor en la mansión Echeverría: poder saciar sus hambres a cambio de saciar el deseo de las damas de la casa.

Hacía mucho tiempo que no sentía ráfaga de viento que no proviniera del agitar de la puerta detrás de la que se encontraba, puerta que podía atravesar sin consecuencias pero se restringía a sí mismo a causa de la depresión. Increíblemente, un ser tan frío como la Muerte misma tenía sentimientos, y por eso, capacidad de sentirse devastado. La furia lo abandonaba cada vez que la sangre de las damas Echeverría se deslizaba de los dedos hasta su boca, pero regresaba cuando sus labores terminaban y se resignaba a ocupar el resto de su tiempo en releer magníficas obras, del hombre y del que no es hombre, al punto de convertirlas para sí en vulgaridades faltas de encanto.

Los hombres de la casa, que solo eran dos, no se encontraban la mayor parte del día en su aposento. Así, las mujeres, ninfómanas por defecto genético, no eran fácilmente saciadas por la convivencia social con personas de su clase. Y por alguna extraña o floja razón no se esmeraban en ocupar su tiempo en desflorar la atrofiada, poca o nula creatividad que les quedaba en el hemisferio izquierdo cerebral.

De este modo, la agotadora labor de Horacio era la de supervisar, a piso cerrado (el segundo de cuatro en la mansión) la vida sexual de la casa, cuidando que no hubiera carencias de ningun tipo ni insatisfacciones. La servidumbre trabajaba de madrugada, y naturalmente, siempre encontraba extraño desorden, extrañas sustancias y extraños aromas. De las cuatro Echeverría que vivían en la casa, siempre al menos dos tenían las pupilas dilatadas y sutiles heridas en las manos, todos los días.

Una vez que terminaba la labor del vampiro amaestrado, era llevado a su reclusorio. No le quedaba mucho tiempo libre, dado que trabajaba, "desvelado", de día, y dormía muy poco en la noche. Por lo mismo no le gustaba hacer reflexiones que pudieran ocupar su mente y marchitar su energía para el día siguiente. Curiosamente, le tentaba el deseo de pedir a su ama una conexión a Internet, para buscar algo distinto. Una solución barata a las necesidades culturales de un ser eterno, la única clase de necesidad que podía calmar cuando y como quisiera.

Cada fin de semana, antes de acostarse a dormir (las sirvientas ya no se espantaban cuando veían aquella cama de finas ropas en medio de la enorme colección bibliográfica), usaba una poca de sus energías para levantar un ventarrón dentro de su cuarto, abrir la ventana y expulsar el ventarrón para que saliera junto con el polvo que se pudiera acumular dentro. La servidumbre nunca tenía que limpiar nada dentro. Les llamaba la atención, pero no decían nada ni hacían preguntas porque la paga era buena.

El matrimonio Echeverría tenía cuatro hijos. El señor era un hombre de negocios, que hacía un excelente trabajo a cambio de tener una deplorable familia. La señora, naturalmente aburrida, salía todos los principios de semana a socializar, para guardar las apariencias, mientras que el resto de la semana, cuatro o cinco días, se divertía con el esclavo.

Las hijas ya sabían que su madre guardaba reposo todos los días, avanzada la tarde, después de una cansada jornada deportiva. También se turnaban el poder sobre la bestia, a hurtadillas, prefiriendo un frío pero vigoroso pedazo de carne maciza a un caliente pero escueto pedazo de "carne tierna", como le llamaban a sus novios en turno.

Sin embargo, en tres meses, nadie se había dignado a tocar a la puerta del juguete. Horacio podía descansar a gusto, de noche, e incluso salía al balcón, perdiendo el miedo a ser descubierto y reprimido. Pero la incertidumbre seguía en su mente. Cuando se intentaba alejar de la casa, aún le dolían los ojos y le ardía la piel, lo que significaba que el hechizo seguía activo y que, al menos la Señora, estaba viva.

Finalmente, llegó una noche de lunes de silencio a la casa. Horacio se asomaba por el balcón discretamente para notar un elegante coche negro. Juraría que eran simples visitas, cuando notó que en la antena de radio del vehículo lucía una bandera blanca. Después de forzar su vista un poco (dada la atrofia del tiempo), reconoció el escudo de armas: una vieja deuda con la iglesia.

Horacio pensó, en parte con alivio y en parte con miedo a morir de verdad, que ese era su fin. Pensó que quizá la familia al fín quería deshacerse de él, y para eso contactaron con los mejores cazamonstruos del Vaticano.

Pero no estaba en posición de averiguarlo.


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