16 de marzo de 2008

La crisis del estado nacional en el México contemporáneo

I

La vieja herida de guerra en el abdomen empezaba a causarle molestias al entrar a la habitación. ¿La humedad? ¿La presión producto de la gran altura? Probablemente. Pero eso no explicaba la atmósfera inquieta y relajada a la vez, como cuando se duerme teniendo un sentimiento de pendiente.

Como sea, la puerta de roble estaba muy bien sellada por aquellos viejos maderos, lo que para el siglo XVIII pudo haber sido un suceso, pero en la cultura actual no puede alterar en un individuo normal sus latidos cardíacos en más de diez pulsaciones sobre minuto. Aprovechose de su desarmador de punta plana más gfrande y, como si hubiera una anciana con aparatos auditivos en una mecedora a menos de metro y medio de distancia (en realidad, ni grillos había alrededor) desprendió con maestría los tablones, tablones que de proteger algún valor monetario habrían sido violados desde hace mucho.

Una vez dentro, el obvio descuido, por fuerza, cegaba la vista en cualquier detalle.



II


Como si ya estuviese preparado desde hace años y lo hubiera ensayado ocho o nueve veces, sacó de su bolsillo izquierdo de la camisa una pequeña brocha antes de entrar. La historia, que no había tal en realidad, comenzaba a tener sentido. Los detalles en los muebles, las velas en las repisas y lo que aparentaba ser un féretro enfrente de él indicaban que se trataba de un coementerion para una persona que causaba una terrible lástima, probablemente una persona a la que le ocurrió una gran desgracia.


Con un simple abaniqueo de su brazo, retiró la telaraña (de muy buena confección) que impedía su limpia entrada, aunque las huellas eran más que evidentes en una gruesa y débil capa de tierra en el suelo. Seis o siete pasos más adelante, las velas a su alrededor, cieno más enfrente y cincuenta a ambos lados, empezaron a encenderse, de atrás hacia adelante suyo. Esto no le inmutó ni le impidió continuar sus pasos, aunque sus pulsaciones eran definitivamente las de un paciente de HTA en pleno ataque.

El sarcófago de enfrente tenía un soporte que le proveía de una inclinación de ochenta grados, mas o menos. Así que el cadáver estaba colgando y la piel se conservaba pegada, la piel que debería hacer que la víctima del encierro se viera vieja, si fuera joven.

Con ayuda de su desarmador desprendió una compuerta muy delgada, una especie de yeso demasiado seco, que más bien parecía hule espuma bañado en colorante de barniz.

Ya descubierto el cuerpo, como si el mismo cuerpo hubiese limpiado por dentro su morada, notó un hermoso rostro femenino al interior. Las luces de las velas le daban esa apariencia justa, misteriosa y dulce a la vez.



III

La femme abrió los ojos. Cualquiera se habría asustado, pero él, que dirigía su mirada a los ojos de ella desde antes que los abriera, quedó hipnotizado y se olvidó por completo que ella era un cadáver. Pasó un lapso de quizás veinte segundos, los más largos de la vida del veterano, sellados cuando ella abrió la boca, expulsando una voz tan dulce, una voz que ni humana parecía.


- Gracias. - Dijo la irreal fémina, y conforme él se acercaba, ella se preparaba para un beso, de esos besos que se dan cuando se añora a alguien, aunque no existe.

Con el beso, él pierde la noción del tiempo, y pronto ella pasó de expresar una notable añoranza por todo aquello que la vida significa a expresar una pasión que cualquier solterona desearía tener.

El beso se prolongó por minutos, y estos a su vez se convirtieron en horas, días, semanas, meses y todas las unidades de tiempo mayores, hasta llegar a una aparente eternidad. O al menos esto ocurrió en la vida y la mente de él. Ella, mientras tanto, devoraba su vida. Gotas de oro rojo se deslizaban tiernamente por su boca y mentón.

Esto fue para ambos un a prueba fehaciente del eterno ciclo de la muerte y la vida. Ambos cuerpos cayeron extasiados al débil suelo de madera.

Habían nacido dos nuevos vampiros.

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