29 de agosto de 2010

En la luneta



Te veo actuando con soberbia, artista del demonio. Aún recuerdo tu ímpetu, tu energía sin origen ni final para danzar allí abajo. Apuesto a que tú también: Me contabas cómo disfrutabas calzar las medias de algodón y sentir el frío piso de madera apuntalando sobre las yemas de los dedos de tus pies. Pero no te importaba. Bailar y divertir era lo único que te importaba, aún si no fueras la protagonista, pues sabías que alguien, quizá yo, siempre estaría ahí para admirar tu arte único y sonreírte más de lo habitual cuando el enorme telar cubriera el escenario. Sé lo maravillosa que es esa sensación: Yo alguna vez estuve ahí, recitando versos tan sólo para mí. Nunca tuve un público numeroso, tan sólo algunos visitantes que iban de pasada por la ciudad. Me encantaba ver sus caras desde la contraesquina de la entrada del teatro. Si sonreían, iba por buen camino. Y si no, simplemente era cuestión de mejorar. Sólo eso, y nada más.

Pronto te diste cuenta que la manera en que te observa la gente aquí arriba, en la luneta, es lo que más importa. Sólo los verdaderos admiradores se sientan adelante, o en las gradas, lo más cerca posible del escenario. Pero no te diste cuenta de la realidad: los verdaderos jueces estamos arriba. Aquí se sientan, junto a mí, los que no son aduladores, los que sólo pretenden ver un buen espectáculo y no a un intento de artista cantando falsetes como si fuera mezzosoprano. Es típico de los artistas jóvenes, creen que el mundo entero no abarca más de diez metros de distancia. Entonces sienten que pueden tomar lo que quieran.

Alguna vez experimenté lo mismo que tú. Me dejé llevar por la soberbia, y no conforme con eso, quise apoderarme del mundo. Porque no sabía lo que quería, hasta que conocí la belleza de tu ser. Oh, preciosa alma manchada de gris, cual sería mi sorpresa al darme cuenta que tú no eras el fin, sino el medio. Y eso, por si no te habías dado cuenta, te quita por completo el papel protagónico. Bailaba junto a las olas de tu vestido, percibiendo el aroma del suave sudor de tu piel, jactándome de no haber conocido sonrisa más bella. Oh, como me jactaba.

Pero en camerinos, la alegría se iba. La belleza se disipaba a la luz de las velas, peores jueces que una optimista luz de halógeno montada en un soporte de varillas. Las sombras producto de la luz natural reflejaban las arrugas en tu frente: arrugas de desesperación.

Ahora que estoy aquí, en la luneta, me siento más fuerte, más vigoroso. El simple hecho de aplaudir y juzgar me da una ventaja sobre el actor mismo: tengo el don de la multiplicidad. Desde aquí yo decido cuantos finales de la historia hay, cuantos errores tuvo el cantante en su dicción, cuánta sangre brotó de las heridas de la escena de batalla. Puedo volver a comenzar con el simple hecho de cambiar de butaca. Y sobre todo: el espectador, que soy yo, puede decidir quién es el protagonista de la historia.

Y cuando bajes del escenario, delicia de artista, cansada de recibir aplausos de la nada, y las puertas del teatro se cierren, yo volveré a subir. Vestiré mis mejores galas, y actuaré para nadie en particular. No volveré a buscar un protagónico, pues semejante cosa es un insulto a la verdadera vocación. Pues no hay protagonista si no hay auditorio a quien agradecerle los aplausos.

1 comentario:

  1. ¿No soportas a lady gaga como yo? Me hiciste recordar algo de la esencia de “El lobo estepario” pero tu pones mejor en su lugar las cosas, un abrazo Al, siempre sorprendes!!!!

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