11 de abril de 2010

La mutación de Garner


 I
No era muy famoso por su caballerosidad y amistosa personalidad, sino todo lo contrario. Aquella cruentas batallas libradas contra los alemanes en la frontera con Francia en la segunda Guerra Mundial no habían hecho más que amargarle la vida durante casi veinte años, y la feroz manera de combatir de sus enemigos, en conjunto con su necesidad de quietud y sangre fría habían hecho del sargento Garner el mejor francotirador del ejército norteamericano. Su familia, ya separada de él por la falta de costumbre, le resultaba una palabra vacía. No le quedaba ahora sino “servir a su amado país”, honrarle y respetarle, aunque no tuviera sentido alguno para él, unido a la sección de Inteligencia de los Estados Unidos.
Aún lúcido, y en los últimos rastros de una plenitud física (mas no mental), fue elegido para viajar de nuevo al continente europeo, en alguna provincia de lo que ahora es la república checa. Algún gracioso se había infiltrado en la biblioteca de Washington, extrayendo en una cinta magnética cierta información que ni el mismo sabía de qué trataba. El hecho es que, de caer en manos equivocadas, la economía norteamericana se vería amenazada seriamente. Era menester recuperar esos datos, a costa de lo que sea. Se necesitaba un hombre que no fuera capaz de tentarse el corazón antes de disparar, que no fuera capaz de distraerse entre los hermosos bosques nevados ni los aromas de la gente. Edward Garner fue, pues, el elegido, pues era capaz de disparar una Dragunov modificada y, con un poco de magia, atravesar mortalmente cuatro víctimas con un solo proyectil, hazaña realizada anteriormente por él mismo.

II
Garner se levantó de su cama, rascó su mentón recién afeitado, se puso ropa abrigadora y se escabulló entre los bosques, encontró la caja naranja que se le había indicado: en ella se encontraba su rifle de tiro y las instrucciones recabadas y analizadas por “Intel”. Se trataba de una organización terrorista, en todo el sentido de la palabra. Reclutaba hombres de pueblos pequeños: los secuestraba, entrenaba, los utilizaba y si no cumplían con el objetivo, simplemente morían. Por fortuna, éste había sobrevivido. Era libre, y no había más que recuperar el paquete y asaltar a los sicarios cuando fueran a la casa del hombre a recoger el paquete, antes que fuera demasiado tarde.
El francotirador, enterado de la situación, se acercó a la granja del sujeto, en posición de vigilancia. Tomó su rifle, y se dispuso a espiar con la mira.
Todo era normal. Como siempre. El pseudoterrorista no era más que el miembro de una familia ordinaria. Una esposa siempre en movimiento, una hija bastante risueña y juguetona, y un ganado caprino muy bien alimentado. Todos actuaban como si nada hubiera pasado hacía dos semanas, cuando fue el atentado a la Biblioteca. Los dos adultos trabajaban en la granja como si nadie supiera que el señor de la casa había sido secuestrado y, ahora que estaba de vuelta, sus vidas habían cambiado para siempre.
Garner podía ver a través de la ventana de uno de los cuartos. Se rascó de nuevo el mentón. Notó que era más suave. Como si nunca hubiera tenido barba en su vida. Pensó que quizá era el frío. Retornó sus ojos a la mira del rifle. La niña estaba explorando el cuarto de sus padres. Podía ver cómo cargaba entre sus manos pequeñas una pequeña escuadra, de manufactura americana. Estaba apuntándose ella misma a su cabeza. Garner empezó a temblar. Hacía mucho que nada lo hacía temblar, hasta ese día. Estaba dispuesto a disparar a la ventana, para que la niña se asustara. Afortunadamente, desapareció de la vista del francotirador, y regresó con las manos vacías. Había guardado ella la pistola, y el se sentía a salvo, aunque su vida no corriera peligro. Odiaba admitirlo, la niña le agradaba, no la conocía y ya tenía cierta empatía por ella.
Ella volvió a hurgar entre las cosas de su padre. Pudo ver cómo levantaba el pesado colchón de la cama de sus papás. No había mas que fotos viejas, recuerdos inentendibles para un infante, nada que le llamara la atención. Pero de pronto algo cayó de un agujero en el colchón mismo. La niña se asustó. Regresó el colchón a su lugar y recogió aquello que se vio caer. Era un cartucho de cinta magnética.
El objetivo de Garner al fín había aparecido. Pero no le gustaban las circunstancias en las que se suscitaban los hechos. Si tomaba la cinta, se veía comprometido a defender a la familia. La infante era, pues, una testigo, y era muy probable que los sicarios también la mataran.
Entonces ocurrió. Las ropas del sargento se empezaron a agrandar. Una extraña ligereza en su cuerpo empezó a hacerse presente. De pronto se sentía más hábil, con más rigor y destreza. El frío de la nieve bajo sus ropas y de la sombra perenne bajo la cual se abrigaba de las vistas ajenas le lastimaban menos sus manos, las cuales sostenían Garner, al comprender de nuevo la inocencia de un niño, se convirtió en uno.
Los padres de la niña entraban al fin a casa. Ella escuchó la puerta, y espantada, intentó levantar el colchón. Esta vez no pudo, y desesperada corrió a la ventana y salió hacia un patio cercado. Garner dirigió su rifle a la vereda de la entrada: dos camionetas todoterreno negras se acercaban rápidamente, y nadie en la cabaña, ni siquiera la niña que se asomaba, se habían percatado. El tirador podía recuperar la cinta y salvar a la niña. Tenía, pues, una responsabilidad respecto de ella.

III
Katja estaba asustada. Sabía que sus padres la iban a regañar terriblemente, no sería la primera vez. Esa extraña cinta parecía importante, lo que aumentaba la gravedad. Decidió esconderse un rato en las caballerizas, que llevaban solas algunos meses. Era un buen escondite, hasta que tuviera oportunidad de regresar el artículo.
Asomó su mirada hacia la puerta de enfrente. No había nadie, así que era la oportunidad de atravesar corriendo las jardineras. De pronto, las cintas desaparecieron de sus manos. Regresó la vista hacia atrás, y pudo ver a otro niño, quizá de su edad, vestido con ropas que le quedaban grandes. “sígueme”, le dijo. Ella, sin oportunidad a preguntar cualquier cosa, y obligada a perseguirlo por la cinta, salió corriendo disparada, detrás de él.
Corrieron un espacio de quinientos metros entre los árboles. Ella estaba asustada, ya que miraba hacia atrás y cada vez estaba más lejano su hogar. Corrió tan fuerte que no se fijó en el suelo, tropezó con la cinta y cayó. Se reincorporó y sin intenciones de buscar a su victimario, tomó el artefacto y se dispuso a regresar. Entonces un fuerte sonido la dejó paralizada. Ella lo conocía, era de una bala disparada. Pero era más sonora de lo usual.
Un segundo disparo, y pudo identificar la fuente. A su lado, descansaba el niño, cubierto por una piel de animal blanca, apuntando con un rifle. Su cuerpo le hacía parecer dotado de una increíble agilidad, hoy tan solo vista en niños jugando videojuegos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. “Lo siento, niña”, dijo, mientras disparaba el noveno tiro.
Garner se retiró la piel de encima del cuerpo. Su trabajo había terminado. Katja, asombrada, tan sólo veía cómo de donde había un infante de su edad se levantaba un hombre recio, de bigote y cuerpo robusto, la abrazaba, tomaba la cinta de sus manos para guardarla en su maleta, y le indicaba que debía regresar a casa, mientras se marchaba en dirección del sol, con una lágrima congelándose en su mejilla, como si su alma se hubiera aclimatado después de años de soledad y desidia, para dar paso a algo más importante, más humano.
Katja emprendió una nueva corretiza hacia su casa, esta vez entrando por la puerta principal. En el camino encontró nueve hombres con pasamontañas, gimiendo y yaciendo en charcos de sangre. Entonces abrió la puerta de la recámara de sus padres. Su madre acogía sobre sus piernas, impotente, a su padre, herido en el estómago. La novena bala había atravesado del corazón del sicario, pero continuó su camino, hasta estamparse en el suelo.
El herido pudo ver a su hija, corriendo entre los árboles, corriendo detrás de un hombre mayor, poniéndose a salvo. El mismo hombre que sabía que le iba a matar. Finalmente, haciendo uso de su libertad, le disparó, aunque no intencionadamente. A cambio, puso a salvo su legado. Le pidió a su hija que se acercara, acarició su mejilla, y perdonando a su agresor, en un acto de tolerancia bastante humano, expiró con una sonrisa en el rostro.




5 comentarios:

  1. Este cuento lo realicé bajo pedido. No es mi estilo, así que si alguien se decide por leer, es libre de insultarme más de la cuenta.
    Por cierto, excepto cuando empezaba este blog, nadie aquí me insulta. ¡Anímense!

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  2. es Garner o Gardner, porque en el texto lo mezclas y luego, es "Las mutación" o "La mutación" o "Las mutaciones"?

    a ver si pones más atención a lo que escribes pendejo!

    pediste insultos pero.. hum.. hasta se leyó falso, ni yo me la creí

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  3. Tu anécdota está bien lograda Al. Eres preciso en establecer el perfil de cada personaje, la historia se desarrolla con armonía y tiene un final adecuado y en concordancia con el tema, ciertamente aunque no es de los temas que acostumbras a compartir, demuestras como los buenos escribas el poder dejar a un lado el yo propio para darle ser a los personajes. Un abrazo, Roger

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  4. Adrián:
    Ya, es Garner, y es una mutación. Contento, hijo de la chingada? Mira, mira, mira...
    Hs, ok, se te agradece. Si te la creí.

    Roger: Gracias por leerme. Eso de ponerme en los zapatos de otros es algo que he aprendido a hacer ultimamente. Se lo debo a una mujer!

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  5. Fuck him. He can’t even write his name in plain spanish, sorry dude, hi there!

    Y Al sip, ellas nos humanizan...

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