3 de octubre de 2008

Historia de una Master (parte IV)

El eco de su nombre resonaba en mi mente. Debo admitir que creí estar enamorado de Miranda. De hecho, no me apura pensar y admitir que fue cierto, sin embargo en unas pocas horas había conseguido germinar en mí el odio más poderoso, más sádico.

Su mirada era ahora de dejación, pues quería algo de mí que sabía que duraría, relativamente, poco. Me pedía terminar con su agonía, por medio de más agonía. Tenía las fuerzas y los ánimos necesarios para resistir, buscaba este momento con impetuosa pasión. Insisto en justificar mi acción de aquella noche en la premisa de su aprobación. Sé que hubo tal.

Decidí entonces por hacerla sufrir de manera prolongada, hacerla pagar por el castigo inhumano que me había aplicado por el crimen de cuidar de ella y permitir que me cuidara, por hacer esto a cambio de una tolerancia que estaba totalmente fuera de mi entendimiento.

La furia me había conducido a bofetearla, inmóvil bajo mi cuerpo. Una tras otra, la lluvia de bofetadas transgredían su rostro. Cuando vi su nariz sangrar me detuve. Sentí remordimientos, pues la veía como una obra de arte natural, y ella misma me había enseñado que el arte es sagrado. Sin embargo, de su boca salió la frase maquiavélica:

- No tengas compasión, sólo diversión.

La calidez de su frase me invitó a besarla. Sus labios, entintados en su sangre, parecían producto de importación del paraíso. Me dejé llevar por su perfume femenino y mi boca se dirigió a su cuello. Quería morder, quería arrancar toda la carne y reventar todas las arterias que pudiera. Pero no podía, pues habría acabado el juego en una muerte indeseable (aún). Opté por morder su cuello, aumentando la presión lentamente en mi quijada, escuchando su sofocación, sintiendo el retorcer de su cuerpo bajo el mío.

Apenas empezaba a divertirme, como ella misma me lo pedía, y ya podia sentir cómo Miranda jalaba aire profundamente. La sonrisa, persuasiva y ya clásica en su expresión, persistía.  Estaba gozando, incluso a punta de lágrimas.

La puse en pié y la até de los brazos a una cuerda, la cual se sostenía de una polea en el fortísimo techo de concreto. La elevé a medio metro del suelo y empecé a castigarla con una fusta. Podía sentir como el cuero golpeaba su piel, el mismo cuero se estremecía con cada percusión, cada vez más rítmica. Los jadeos de mi ahora esclava también se volvían rítmicos, frenéticos... eróticos. El transcurrir del tiempo me resultaba superfluo y corto, cada laceración sangrienta en su vientre y en su espalda eran mucho más importantes que la vida misma. Incluso pude percibir un momento en que Miranda no tenía más lágrimas para llorar. Me detuve de nuevo. Pero ella se dió cuenta y me imploró:

- ¡Siiiigueeeeeeeee! ¡Por favoooooooooooooooor!

Era evidente que ya no gozaba. Se trataba de la paga de un karma. De ahí en adelante me sentí, a veces, utilizado. Pero yo obtenía algo bueno, así que no me volvería a detener hasta el momento más preciso.

La bajé al suelo, esta vez a gatas, pero con los antebrazos uno contra otro, en su espalda. Mientras la sostenía del cuello con una cuerda en una mano, me puse de rodillas también y empecé a cabalgarla, dandole azotes en la espalda con la otra mano. Era un ejercicio sencillo, pero despues de todo conseguí mi objetivo al cabo de algunos minutos, desquité mi furia orgásmica y la extasié al grado de que me rogara por más, que la hiciera explotar una vez más.

Pero no se lo iba a permitir, no todavía.

Explorando visualmente el recinto me encontré con una bobina de cable eléctriico y un transformador de  corriente. Conecté cada instrumento metálico que encontré al neutral del transformador, y la fase directo a sus pies. Cada azote, cada roce con las paletas o con las varas, todos lo resentían sus piernas. Lo mejor  fue cuando la metí en una jaula donde apenas cabía en cuclillas, se retorcía y se azotaba ella misma contra las paredes de la jaula, sin poder encontrar alivio a su tormento eléctrico.

Las lágrimas volvieron a brotar de su rostro. Esta vez yo no sentía placer, pero tampoco remordimientos. No es que me hubiera vuelto inmune o neutral ante su sufrimiento, sino que ya estaba preparado para aquella empresa que se me había encomendado.

La liberé de todo instrumento y atadura y la contemplé por ultima vez. La duda sobre si era hermosa me había abandonado completamente. Como Zaratustra dijo, los buenos frutos de la vida deben ser extraídos y consumidos en el apogeo del sabor. Las llagas y moretones en su piel eran impresionantemente deliciosas. Tomé su blusa y rasgué una traza de tela suave y cómoda. La acomodé en su cuello mientras la colocaba junto conmigo en la posición de la cobra. Esto acabaría con todas las energías que le quedaran. Entonces empezamos a copular.

Su sonrisa (tan recurrida en mi relato por su trasendencia) empezaba a desaparecer. Además de ella, a nadie he conocido que pueda enmascarar su desesperación o su deseo tras una sonrisa. Y Miranda tenía ambas. Conforme la hacía acercarse más al fin, su mirada penetraba más la mía. Era obvio que no quería que se me olvidara su rostro, aunque de hecho no podría hacerlo bajo ninguna circunstancia. Podía sentir como el aire de sus jadeos chocaba contra mi rostro, cada vez el tempo era más rápido. Ella estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para resistir hasta el fin. Le faltaba el aire por completo, pero debía seguir.

Llegó, por supuesto, el momento, en tiempo y forma adecuados. Podía sentir sus contraciones poderosísimas, avisando sobre el momento adecuado para apretar la traza de tela en su cuello. Me tomó de los hombros. Estaba tan asustado que sólo percibí el delicado "hazlo" de su garganta, sus labios sobre los míos y su pulso reflejado en el trozo de tela que ya había apretado con gran fuerza. El orgasmo no esperó a ninguno de los dos. Yo sólo cerré los ojos por un momento. Ella no los volvió a abrir.

La recosté lentamente sobre el suelo, con benevolencia, con todo el cariño que ella hubiera deseado. Su sonrisa había vuelto a aparecer, más viva que nunca.




Ignoro qué hice con el cuerpo de Miranda. No pretendo de ninguna manera recordarlo. Me resulta innecesario y doloroso.

Lo cierto es que no me arrepiento de lo que hice. Yo nunca dominé a Miranda, sino todo lo contrario. Me hizo llegar a extremos que yo no me creía capaz, me hizo cometer atrocidades que yo consideraba impensables.

Pero también me hizo aprender a controlar mis pasiones, mis deseos, mis pensamientos. Me hizo aprender a buscar lo que quiero, pero siempre con la premisa del respeto y de la tolerancia. Hoy me considero un ser íntegro, tengo reputación y fama (a mi manera). Nadie, por supuesto, sabe de mi atrocidad, que aún consentida y provocada no deja de ser atrocidad. Sé perfectamente que si me llegan a descubrir, tendré que pagar por mis acciones. Pero estoy preparado, porque no me arrepiento. Ayudé a una persona (un ser maravilloso) a trascender sobre los demás, realzándose sin caer en la egolatría, dejando un legado que hoy yo imparto. Ese legado es la libertad. Ella usó la libertad para morir, ignoro las circunstancias que la hayan llevado a esa decisión, pero no la cuestionaré. Porque la respeto, y porque respeto la voluntad de mis compañeros, de mis amigos y de mis sumisas.


Soy Orlando, y soy un Master.


 La modelo: Eden Wells

1 comentario:

  1. Sin palabras..
    No puedo ni comentar.
    Magistral.
    Me ha gustado mucho..
    Madre mia!. que buen post.


    que estes bien. abrazos.

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