28 de septiembre de 2008

Historia de un Master (parte III)

La casa de Miranda, tal como su vida entera, era un misterio para mí. Como he dicho antes, quizá era lo que tanto me atraía de ella. No por el misterio mismo, sino por el grado de excitación que con ello podía provocarme.

- Hoy conocerás mi casa - dijo con la dulzura que le caracterizaba, pero esta vez, se notaba un acento especialmente sádico y traicionero en su voz. Una voz que, de ser radiable, seguramente habría causado controversia y éxito. Salimos a la calle a tomar un autobús, en el cual, durante los quince minutos que tardó el paseo yo no dejaba de ver las excitantes sombras nocturnas citadinas y la sonrisa maquiavélica de mi acompañante, pues me inquietaba saber que tenía algo muy especial preparado para mí. Presentía un final, un gran final acechaba mi instinto y mis sentidos, sabía que sería una experiencia inolvidable, pero también temía que ocurriera algo que alejara a Miranda, que me hiciera perderla.


Al bajar, caminamos cuatro cuadras más. La gabardina negra de "mi prostituta" lucía genial ajustada a la silueta artística, sin duda hecha a la medida. Iba adelante de mí, guiando mis pasos, hacia una enorme mansión de tres pisos adornada al más puro estilo, digamos, neoclásico. Extravagante, llamativa, pero de buen gusto.


Ella se abrió paso entre dos enormes puertas metálicas, tan frías al tacto como el resto del conjunto. Atravesamos dos cocheras vacías para entrar a la sala por medio de la puerta de servicio. Yo, extrañado, estaba a punto de preguntarle sobre la casa, y ella, presintiendo el ataque de mi pregunta rompesilencios, volteó a verme, esta vez sin sonrisa, me indicó:

- En efecto, esta es mi casa. Este frío y solitario lugar es mi refugio común. No tengo más que esto, mis ropas, mis discos y mi cuarto favorito.

El vacío del lugar, compuesto de ningun mueble y una poca de suciedad añeja, se veía altamente recompensado con la presencia de Miranda. Por medio de la sala, entramos a alguna especie de cuarto de servicio y de ahí, unas escaleras de caracol, nos llevaron a una majestuosa cámara de tortura.

La oscuridad intensa se vió interrumpida por un sonido de pastillas eléctricas y, a continuación, unas psicodélicas luces de neón azul alumbraban una modesta cruz de San Andrés, una especie de potro y una placa de conglomerado de cuatro por seis pies, con estimadamente cincuenta instrumentos de tortura (y placer) ordenados como suele hacerse en los talleres mecánicos.

Me ordenó que me desvistiera y me colocara en la cruz. Sin pensarlo mucho, me puso de espaldas a ella, de frente al instrumento de madera, y me sujetó de pies y manos. Yo tenía cientos de preguntas, se notaba en mi temblar, y ella sugirió, sin esperar aprobación:

- Una pregunta, un instrumento. Todas excepto mi nombre.


Las preguntas entraban a mi cabeza todas a la vez, así que ella empezó con un latigazo en mi espalda. El dolor era fortísimo, pero sentí también sus frías manos acariciando mi golpe.

- ¿Porqué me elegiste?
- Porque me agradas. Que eso te baste. - Tomó una fusta y procedió.

-¿Porqué quieres reformarte? ¿De que te arrepientes?
- Porque cedí a la prostitución. Yo era una sumisa, y mi Master me cuidaba muy bien. No me complacía cuando se lo suplicaba, y acabé por faltar a su lealtad. Él me dió la espalda y me humilló de la manera más cruel. Mi arrepentimiento será eterno. Debo asegurarme que tú no me harás eso. - Tomó una paleta de madera.

- ¿Lo amaste?
- No. Pero nunca supe apreciar su amor, el sí lo sentía, yo sí le dolía. - Sentí varias puntas metálicas en mi espalda, y sangre detrás de ellas. Alguna clase de látigo. La pregunta la hirió.

- Honestamente, ¿deseas que yo sea tu sumiso de por vida?

Hubo un silencio. Quizá había replanteado su futuro, revuelto sus ideas. La respuesta tardada machacó mis oídos al unísono de un látigo más fino, más cortante.

- NO.

- ¿Qué esperas de mí, entonces?
- Tu lealtad, aún si necesito acariciarte con el dolor eterno de la muerte. - Se quitó un tacón y lo clavó en mi espalda alta. La sangre empezaba a secar. Estaba excitado a tope. Yo sollozaba, pero no gritaba, hasta el momento del taconazo.

- Yo no necesito sumisión para ser fiel. Me has ganado, por la buena. Me encanta tu castigo, pero nunca lo necesitaste.

Mi frase no era una pregunta. Aún así, cerré los ojos con una mueca, esperando el siguiente instrumento. El azote no llegó. En unos instantes me encontraba gozando de una felación. ¿Habré dicho un cumplido? Era delicioso.

La felación duró una eternidad. Cuidó a cada instante de que no llegara al orgasmo. Finalmente, al cabo de unos minutos, se cansó y me liberó de la cruz, esta vez para volver a amarrarme de frente a ella. Después giró una manivela a un costado mío, de modo que yo quedé acostado sobre la cruz. Se sentó sobre mi cara, creo yo, para pagar mi momento de placer. Me estaba ahogando en sus fluídos. Me encantaba la idea de que estaba a todo, me encantaba sentirlo en mi rostro. Me faltaba el aire, pero pensaba en que era una bella forma de morir. Finalmente, me liberó, para hacer mi pregunta.

- ¿Porqué elegiste algo tan oscuro como el BDSM?
- Porque la oscuridad es tranquilidad, nunca pasividad. El BDSM es un momento de luz, en el que se libera todo aquello que no es tranquilo. Los deseos son tranquilos, pero no necesariamente el saciarlos también. El BDSM es un instrumento de paz, es mi instrumento. - Me asfixió de nuevo.

Mis preguntas siguieron. Pasé toda clase de momentos deliciosos con ella, tortura eléctrica con corriente directa 120V, asfixia en agua, con una bolsa plástica, toda clase de azotes en todo el cuerpo, mordidas escalofriantes en mis piernas, castigos con fustas y varas en mis pies y bofetadas a mano mojada. Jamás me permitió un solo orgasmo, en cambio se valió de mí para tener tres, uno de ellos masturbándose en frente de mí, seduciéndome, haciéndome desear estar sobre ella, presumiéndome su libertad y su poder. Me sentía fatal, angustia y humillación. Pero era delicioso.

Finalmente, al cabo de unas horas, me liberó y me permitió descansar, en el suelo salpicado de sangre, pegado a ella.

Sin embargo, yo estaba furioso cuando logré recuperar el aliento. Ella lo sabía, cada vez me sujetaba de los brazos más fuerte, abrazándome, inmovilizámdome, intentando compensarme algo que ella sabía que no podía. Sabía, muy dentro de sí, que yo soy un Master, pero ni yo mismo me daría cuenta sino hasta que la inmovilizé con mi cuerpo, sobre mi propia sangre, envuelto en furia y deseo. Estaba dispuesto a matarla con tal de saciarme. Ella sonreía, aunque esperaba lo peor.

- Adelante, bastardo - Me dijo. Yo accedí.


4 comentarios:

  1. Leerte siempre es controvertido para mi....
    Placer con dolor, puede ser?
    Nunca podre entenderlo, no desde mi alma romántica, pero tus escritos e historias siempre son interesantes.
    Gracias como siempre por pasar a mujer de luna y tu mismo contestaste lo que me preguntabas el amor!! el amor!! sentimiento bello y a la vez difícil no crees?
    Besos
    Marisel
    pon una foto tuya en tu blog, yo siempre digo que es para darle rostro a las palabras...adios

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  2. Mientras leía pensaba que Miranda era un una mujer vampiro, luego que era la muerte, más luego que era la locura .... jijijijiji


    Un abrazo Al Hrrera.


    María

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  3. En una fría amañan primaveral en Buenos Aires arribe a las orillas de su blog.

    me sorprendió su texto, muy bien resuelto, con muy buena dinámica,
    la historia esta bien levada.

    y lso recursos empleados bien dispuestos y en su justo lugar.

    le invito a mis blogs

    www.panconsusurros.blogspot.com y de ahí amis otros blogs.

    le saludo y dejo mi paz

    mary carmen

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  4. Nunca entenderé el dolor placer, pero es divertido leerte. Me ha gustado el relato Saludos
    anamorgana

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