13 de mayo de 2008

Convento (parte VI)

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Un mástil mediano en aquella colina, rodeada de raros arboles inidentificables
en la mitad de la noche. El amanecer aún podía esperar, el clima infernal, frío
terrible y seco, descargaba su desdén sobre las vidas y cuerpos de todos
aquellos que querían ser testigos de la ejecución de un alma culta, de un alma
consciente, de un alma seguidora de Epicuro.



Inés, la traidora, percibía a través de quienes lo rodeaban el brillo de sus
ojos, nada forzado, sincero, amenazante. La gente a su alrededor veía y no daba
crédito a cómo una persona completamente desconocida y, que además, no parecía
ser del lugar (recordemos que era una hermosa monja) gritaba y pedía con ímpetu
la "salvación" de su compañera.

Era una especie de voyeur, enfermizo, castrante pero saboreable. Sus labios
parecían debiles, dado que no tenían mucha carne. Pero al ver su mandíbula
abrirse por completo para gritar "¡muerte a la bruja!" toda sospecha
de debilidad desaparecía.



El sol no daba la cara aún, pero ya empezaba a teñir de un rojo oscuro el
cielo. La combinación perfecta para una hoguera, una comunión salvaje donde
todos los demonios carniceros del hombre podían salir sin ser reprimidos, sin
sentir culpa. Porque el sadismo no es malo cuando es una masa quien lo siente.



Agata no se resistió al maniatado ni a ser sujetada al asta. Era evidente que
estaba deprimida, irritada. Pero ninguno de los inquisidores a quienes les fue
designada la labor de casstigarla les hubo de importar mucho. Pero en cuanto
terminó de ser atada al mástil, su expresión cambió de ser un completo
desencaje a ser una impulsiva burla. Como si supiera que esa noche no iba a
morir. Aunque su suerte no le favoreciera mucho.



Entonces llegó el momento.



La pregunta fue lanzada. ¿Deseas ceder ante tu Dios, dimitir de tus pecados y
demás?



El cielo, que se estaba volviendo tornasol, se transformó en un hermoso velo
negro en unos instantes. Se atrevió a rugir, desatando sus brazos de luz sobre
los árboles cercanos. Un aparentemente ligero incendio se empezó a desarrollar en
los alrededores.

La lluvia acariciaba las caras y las ropas, finas y andrajosas, de todos
aquellos quienes gustaban de los espectáculos gratuitos que sólo la Inquisición podía
ofrecer.



La tormenta había comenzado.





La luna regresaba de su encierro.
El Sol, despreocupado del nuevo día, del calor que en otras partes del globo
requerían su presencia, se declaró indispuesto.



La gran Luna, pequeña, poderosa y
sonriente, miraba los rostros atónitos de aquella masa, la que se niega a
compartirle la muerte injusta, dadas las estipulaciones de “ejecución al
amanecer”.





La Luna, vengativa, escuchaba el
repentino silencio, tan sólo violado por el tintineo de la lluvia, las lejanas
descargas eléctricas y el sonido de las brasas del fuego también lejano. Agata
volteó al cielo. La vió. Quizá en otras circunstancias hubiera jurado que la Luna tenía voluntad,
conocimiento. Y como ser cognosciente, disfrutaba el silencio, el preludio para
aquello que le fue negado por los adorables franceses tanto tiempo.





Entonces dejó de sonreir. Ya no
había tiempo de contemplaciones. La muerte no es placentera cuando es duradera.
El arte es implacable, inexplicable, pero permanece en el éter. Permanece en
los pulmones, en los ojos, como una película de vaho. No así la muerte. Quizá esa
es la razón por la que el hombre le teme. Como ese día.





La lluvia, preciosa, insípida, se
convirtió en granizo.





Pero la masa ya no se podía
mover. Y el granizo era cada vez más fúrico, más elemental, más preciso.





Los enormes copos caían sobre la
gente. Los cuerpos inmóviles sufrían las enormes acumulaciones de agua en sus
cabezas, en sus espaldas, en sus pechos, en sus ojos. Los ojos ya no resistían
la presión constante. La sangre, aliviando este dolor, cumplía su labor, al
salir por todo agujero del cuerpo, en cada individuo, en cada ser sin motivos,
sin identidad. Inés no sentía alivio. Su cráneo destrozado, su pecho mutilado,
la fétida cena recorriendo sus piernas, cayendo.





El vació empezó a reinar. Pero no
había nadie quien lo sintiera.





Sólo Agata.




Agata sufrió. Ya no quería leer
libros. Ya no quería aprender música, como su amada. No le apetecía siquiera
los ríos de sangre fría, disuelta en agua, que bajaban de la colina en la que
se encontraba. El fuego de la hoguera, surgido de la lámpara de petróleo de una
mano caída, no la lastimaba.



Ya no se quejaba. El único mundo
al que podía recurrir, en el cual refugiarse, había sido destruído. Su tesoro
bibliográfico, su amada, su cuerpo, sus compañeras hipócritas de trabajo, su
cabello tan bien cuidado. Todo, si no estaba grabado en su cabeza, era cosa
perdida.


Agata se quedó ahí, esperando.
Los ríos de sangre habían apartado a la gente de los alrededores, infundándoles
miedo.Así que nadie subiría en un tiempo. Para cuando alguien se atreviera a
subir, encontraría los hermosos restos petrificados de una dama semidesnuda,
con expresión melancólica, atada a un mástil de confección mediocre, las manos
juntas en símbolo de plegaria, los ojos extraviados en el suelo y la boca… la
boca difícilmente podía describirse como dibujando una mueca de sonrisa o
neutral.


Agata, empero, volaba entre las partículas de aire, diseñando remolinos, extraviada en los paisajes inmensos del tiempo y del espacio, esperando que la ecuación entrópica la lleve de nuevo
a recuperar todo aquello que había perdido. Y mientras, sus lamentos hoy día embrujan el convento, del cual nadie quiere recordar su ubicación exacta.

Y mientras, sus cantos inspiran
las canciones más hermosas del mundo.



Y mientras, los muros viejos caen.
Pero las cenizas en el suelo quedan.

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