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Armando ya estaba cansado de andar por ahí, matando gente a cambio de sobrecitos con papeles verdes que le servian "para tragar". Estaba cansado de no vivir en un lugar fijo, de tener el dinero para comprar el puto coche que desde niñato quizo y no poder comprarlo por tener que declarar impuestos. Hasta eso, pagaba impuestos.
Ni modo. Mataría dos que tres hombres por ahí, entre clérigos pedófilos y jefes de policía, y a ahorrar, lo que como buen mexicano nunca supo hacer.
Reformarse, hacer una vida ejemplar, casarse con una alemana adicta al sexo pero muy recatada. Viajar por Europa. Saberse de memoria los museos y las ciudades patromonio de la mexicanidad. Tener la posibilidad de dejar herencia hasta los nietos. Lo que todo hombre decente.
La edad estaba haciéndole merma. La calvicie empezaba a notársele. Hasta llegó a pensar que sería como el mentado agente 47. Hitman, se llamaba la película y ese méndigo videojuego que le recordaba a sí mismo. Sólo que sin el desorden y los balazos en su camisa Aldo Conti.
Sus ojos vidriosos querían ver estampas de sangre cerca de los muros de los edificios de gobierno que, debido a su trabajo, frecuentaba. Estaba cansado. Todos los días reflexionaba cómo es que se puede cansar alguien de una necesidad. Es decir, ¿cómo se puede cansar de matar, pero no de comer?
Hacía demasiado calor. En un cuarto de hotel demasiado chico. Era demasiado tarde para salir, y demasiado temprano para esperar una llamada, una nueva encomienda a san Armando de los Cráneos Perforados. Eran demasiadas sus ansias y deseo sexual. Era demasiado extraño que, con la conciencia tan sucia, después de haber matado a una desafortunada testigo de asesinato de nueve años, pudiera tener líbido.
Eran las cero horas, treinta minutos. La televisión no suele ser muy buena los domingos a esa hora, y ese día no debía ser diferente. Finalmente, llegó la llamada esperada.
Llamada de treinta segundos. MMS codificado y descodificado. El rostro de una anciana, que a juzgar por los aretes, tenía dinero. La cita era en una fiesta de gala en el centro de la ciudad, de esas reuniones misantrópicas que primero buscan saciar el hambre con platillos exóticos y luego procuran "carritos sandwicheros" a dos que tres pobrecitos de la periferia. ¿Y cómo se supone que van a hacer los sandwichitos?
Pero eso no le importaba a Armando. Le importaba, por ahora, clavar un pedazo de metal en la frente de una pobre anciana Medina que quien sabe que habrá hecho a sus nietos para merecer una muerte así de cruel.
Empacar todo. Meter Haggard al reproductor de MP3. Doblar las toallas que, como buen incivilizado, pensaba robar. Propina al botones. Tomar un taxi. Hasta ahora todo iba fácil.
Llegó al frente del Palacio Municipal. Carrozas con caballos rondando en la plaza denotaban pueriles intentos de sobreelegantizar el evento. Típico del presidente municipal en turno. Encendió su MP3 mientras buscaba en que matar quince minutos de espera, el lugar de ataque ya estaba listo. Un señor que vendía esquites le dio el pasatiempo ideal: mataba el hambre mientras esperaba.
Con chile en los labios, la espera continuaba. La noche era fresca. La chamarra de cuero era excesiva, ostentosa y llamativa. Por otro lado, la escuadra era difícil de ocultar bajo una debil playera del tour de Dimmu Borgir al que nunca pudo ir. Maldita chamba.
El reloj del palacio decia que era la una. Las parejas que pasaban por ahí decian once y media. El vendedor de esquites, flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones, decía las tres.
Y ahí estaba. Una caravana de elegantes señores gay, con bellas acompañantes prostitutas adineradas, escoltaban el frágil cuerpo de la señora Medina, cuyo rostro dibujaba una sonrisa. Sus ilusiones, que inundaban el portal de donde salían, opacando las comodísimas luces amarillas que iluminaban el lugar, contrarrestaban el la amarga mueca que el vendedor de esquites quería hacer pasar como sonrisa.
Demasiado tarde. La escuadra despidió un sutil disparo de silenciador. La sonrisa de la señora Medina no se había desdibujado. Al contrario, se adornaba con una linea divisoria que partía su cara en dos, una línea de sangre que venía de un diminuto agujero en su frente.
Armando se alejó rápidamente de la plaza hasta dar con esa avenida cuyo nombre nunca pudo aprender. Entonces lo sorprendió un hombre, deteniendo su andar, con una poderosa mano sujetándolo del brazo. Vestía un smokin. Era uno de los señores gay.
-La señora se lo agradece, lo estaba esperando - dijo pacíficamente mientras le daba uno de esos sobres que tanto le gustaban.
Entonces lo entendió. A la mala, como debe de ser.
¿Como se puede cansar de matar, pero no de comer?
La respuesta es muy facil.
Vivir cansa. Necesitar cansa.
Comer es sólo un capricho del cuerpo. Las bestias comen.
Matar es sólo una variante de destruir.
Destruir... es la necesidad más humana.
Pero morir diplomáticamente es la excusa perfecta de los cobardes.
Armando volvió por un esquite.
Armando ya estaba cansado de andar por ahí, matando gente a cambio de sobrecitos con papeles verdes que le servian "para tragar". Estaba cansado de no vivir en un lugar fijo, de tener el dinero para comprar el puto coche que desde niñato quizo y no poder comprarlo por tener que declarar impuestos. Hasta eso, pagaba impuestos.
Ni modo. Mataría dos que tres hombres por ahí, entre clérigos pedófilos y jefes de policía, y a ahorrar, lo que como buen mexicano nunca supo hacer.
Reformarse, hacer una vida ejemplar, casarse con una alemana adicta al sexo pero muy recatada. Viajar por Europa. Saberse de memoria los museos y las ciudades patromonio de la mexicanidad. Tener la posibilidad de dejar herencia hasta los nietos. Lo que todo hombre decente.
La edad estaba haciéndole merma. La calvicie empezaba a notársele. Hasta llegó a pensar que sería como el mentado agente 47. Hitman, se llamaba la película y ese méndigo videojuego que le recordaba a sí mismo. Sólo que sin el desorden y los balazos en su camisa Aldo Conti.
Sus ojos vidriosos querían ver estampas de sangre cerca de los muros de los edificios de gobierno que, debido a su trabajo, frecuentaba. Estaba cansado. Todos los días reflexionaba cómo es que se puede cansar alguien de una necesidad. Es decir, ¿cómo se puede cansar de matar, pero no de comer?
Hacía demasiado calor. En un cuarto de hotel demasiado chico. Era demasiado tarde para salir, y demasiado temprano para esperar una llamada, una nueva encomienda a san Armando de los Cráneos Perforados. Eran demasiadas sus ansias y deseo sexual. Era demasiado extraño que, con la conciencia tan sucia, después de haber matado a una desafortunada testigo de asesinato de nueve años, pudiera tener líbido.
Eran las cero horas, treinta minutos. La televisión no suele ser muy buena los domingos a esa hora, y ese día no debía ser diferente. Finalmente, llegó la llamada esperada.
Llamada de treinta segundos. MMS codificado y descodificado. El rostro de una anciana, que a juzgar por los aretes, tenía dinero. La cita era en una fiesta de gala en el centro de la ciudad, de esas reuniones misantrópicas que primero buscan saciar el hambre con platillos exóticos y luego procuran "carritos sandwicheros" a dos que tres pobrecitos de la periferia. ¿Y cómo se supone que van a hacer los sandwichitos?
Pero eso no le importaba a Armando. Le importaba, por ahora, clavar un pedazo de metal en la frente de una pobre anciana Medina que quien sabe que habrá hecho a sus nietos para merecer una muerte así de cruel.
Empacar todo. Meter Haggard al reproductor de MP3. Doblar las toallas que, como buen incivilizado, pensaba robar. Propina al botones. Tomar un taxi. Hasta ahora todo iba fácil.
Llegó al frente del Palacio Municipal. Carrozas con caballos rondando en la plaza denotaban pueriles intentos de sobreelegantizar el evento. Típico del presidente municipal en turno. Encendió su MP3 mientras buscaba en que matar quince minutos de espera, el lugar de ataque ya estaba listo. Un señor que vendía esquites le dio el pasatiempo ideal: mataba el hambre mientras esperaba.
Con chile en los labios, la espera continuaba. La noche era fresca. La chamarra de cuero era excesiva, ostentosa y llamativa. Por otro lado, la escuadra era difícil de ocultar bajo una debil playera del tour de Dimmu Borgir al que nunca pudo ir. Maldita chamba.
El reloj del palacio decia que era la una. Las parejas que pasaban por ahí decian once y media. El vendedor de esquites, flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones, decía las tres.
Y ahí estaba. Una caravana de elegantes señores gay, con bellas acompañantes prostitutas adineradas, escoltaban el frágil cuerpo de la señora Medina, cuyo rostro dibujaba una sonrisa. Sus ilusiones, que inundaban el portal de donde salían, opacando las comodísimas luces amarillas que iluminaban el lugar, contrarrestaban el la amarga mueca que el vendedor de esquites quería hacer pasar como sonrisa.
Demasiado tarde. La escuadra despidió un sutil disparo de silenciador. La sonrisa de la señora Medina no se había desdibujado. Al contrario, se adornaba con una linea divisoria que partía su cara en dos, una línea de sangre que venía de un diminuto agujero en su frente.
Armando se alejó rápidamente de la plaza hasta dar con esa avenida cuyo nombre nunca pudo aprender. Entonces lo sorprendió un hombre, deteniendo su andar, con una poderosa mano sujetándolo del brazo. Vestía un smokin. Era uno de los señores gay.
-La señora se lo agradece, lo estaba esperando - dijo pacíficamente mientras le daba uno de esos sobres que tanto le gustaban.
Entonces lo entendió. A la mala, como debe de ser.
¿Como se puede cansar de matar, pero no de comer?
La respuesta es muy facil.
Vivir cansa. Necesitar cansa.
Comer es sólo un capricho del cuerpo. Las bestias comen.
Matar es sólo una variante de destruir.
Destruir... es la necesidad más humana.
Pero morir diplomáticamente es la excusa perfecta de los cobardes.
Armando volvió por un esquite.
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