29 de julio de 2008

Prostituto (parte IV)

El instinto de Cecilia era tan racional, que no tardó tiempo en dar con el frasco herbal, tan metòdicamente casero, responsable del encadenamiento invisible de Horacio. No necesitaba su ama saber cuàn lejos estaba su huésped del artefacto, era èl el que lo sabía interpretando el dolor físico que se le imponía al alejarse.

Abandonó el cuarto de su madre, y subió las escaleras para acceder al espacio-tiempo que quizá sería el último que vería a su juguete más cálido, más versátil que cualquiera que el dinero le hubiera facilitado en su infancia.

Horacio ya estaba acostumbrado al sonido de los tacones de cualquier mujer de la casa, y hacía que fueran ellas quienes lo buscaran en el enorme salón, en lugar de acudir él mismo a atender las órdenes. Así que Cecilia se quitó los zapatos para despertar los instintos y la curiosidad del oscuro y así acudiera al acecho, mostrando esos colmillos que, honestamente, la cautivaban.

Y así fue. Una silenciosa y vigorosa mano izquierda la sujetó del hombro izquierdo mientras avanzaba sobre la fina alfombra, motivándola a dar media vuelta y encontrarse con Horacio a la expectativa, bloqueándole cualquier posible salida. Cecilia advirtió el porte que intentaba mostrar inútilmente para enmascarar su miedo. Era natural después de doscientos años de no practicar con víctimas. Ella no transpiraba feromonas ni se mordía delicadamente los labios, como lo solía hacer cuando estaba inundada de deseo. Así que Horacio, sin conjeturar a priori, la miró de cabeza a pies.

Sobre una espeluznantemente blanca camisola colgaba una cabellera que olìa a ella misma. No habìa ninguna clase de perfumes sobre ella que no fueran el encanto femenino que sólo el líbido podía acentuar.

Las venas en la parte anterior de las manos demostraban lo firme que sostenían el frasco.

No fue necesario intercambiar palabras para interpretar el mensaje. Ella le ofrecía la libertad, y él, aún desconfiado, no dudaría mucho en tomarla. ¿Pero a cambio de qué?

Horacio devolvió la mirada a los ojos de Cecilia, quien levantó el jarrón a la altura del pecho. Marcando el ritmo de intercambio, lento como el transcurso de la auténtica contemplación, incitó a Horacio a estirar un brazo para alcanzar el recipiente. Lento el ritmo, ella acercó su cuidada dentadura al brazo de Horacio. Lento el ritmo, él sostenía el frasco con más cobertura, pero sin la firmeza suficiente para levantarlo y arrebatárselo a su libertadora. Lento el ritmo, ella descubría la fría muñeca del huésped y preparaba su cuello para hacer presión sobre sus dientes, ya que debía desgarrar la carne, debido a la falta de colmillos desarrollados. La dentadura penetraba los delgados músculos, abriendo paso a la más exótica bebida. Succionaba como tratando de no lastimar más la carne muerta de Horacio, que volvía a la vida con el roce de los labios manchados.

Igual de lento se perdían en el éter las conciencias de ambos, la de él por la confusión y la de ella por el placer. Sus cuerpos flaquearon. Finalmente, el frasco cayó.

El artefacto, que se quebró por completo de un sólo golpe, descubrió una fina daga entre restos de flores, una sustancia líquida impregnada de olor a hierbas y fragmentos cerámicos. El brillo opacado de la plata del instrumento hizo reaccionar a Horacio, levantó el arma, la alzó al aire con el filo hacia el dedo pulgar y aspiró hondo.

En un abaniqueo de brazo que parecía tener como objetivo el pecho de Cecilia, la daga entró en el cuello del vampiro. Con fuerza, la daga dio varias vueltas y desprendió de la carne un pequeño trozo de tela, al parecer colocado a modo de parche.

La tela, tan sólo corrompida por la carne seca, cayó desde los dedos del vampiro. La caída provocó más eco en el salón que el frasco mismo.

Por placer y por cansancio, ambos se tiraron al piso sobre sus pies. Permanecieron en silencio, recuperándose, tragando aire como si la única manera de saciar su hambre fuera absorber al mundo.

Horacio era libre, y jurose nunca mas dejar de serlo. Cecilia buscaba respuestas, las que todo mundo desea, las que todo mundo cree poder obtrener del ajetreo de las apariencias y de la experiencia sensible.




Grande fue la sorpresa cuando un desagradable olor a vísceras entró por las narices del Arzobispo cuando penetró su cuerpo en la biblioteca de los Echeverría. La lámpara principal destrozada obligó el uso de velas, velas que poco a poco desvelarían un cadáver femenino sobre una discreta mesa de estudio, colocada al centro del salón, desnudo de la cintura para abajo. Sólo una bestia de dos metrosy medio podía haberle hecho semejante abuso sexual y saltar por el balcón, según declararían más adelante un equipo de forenses.

Encontraron dentro de ella un sutil pedazo de tela porosa, la cual de alguna manera estaba inscrita al útero, y no habría modo de retirarlo sino con una meticulosa cirugía que, finalmente, nunca se realizó.

El cementerio de la ciudad, que estaba a sólo dos kilómetros de la mansión Echeverría, custodiaría una mas de las tantas cajas vacías que poblaban el terreno: el cuerpo de Cecilia se desintegraba lentamente conforme se alejaba de la daga de plata. La daga se dirigía hacia Eurpoa, a explorar los viejos puertos, a catar los nuevos chocolates finos que la industria produce, a ganar dinero ofreciendo un "servicio de calidad" al pueblo europeo, lo único útil que podía hacer por la humanidad a cambio de su sangre. A pasear sobre las oscuras y bellas calles de Francia y España.

El alma de Cecilia, provista de inmortalidad, vagaría entre libros y aromas místicos y libidinosos, ofreciéndose con el aire cada vez que se le diera la gana acariciarla por el balcón. Conforme pasaran los años, se darìa cuenta que era tonto que un ser eterno no tuviera acceso a todos los placeres que un cuerpo le podrìa brindar. El suicidio no era opción, y nadie que se encontrara cerca de ella se molestaría en verle a la cara, porque no había nada que ver.


Decidió relevar a su prostituto, sin saber porqué, y ahora vagaría sin obtener sus respuestas.


25 de julio de 2008

Prostituto (parte III)

Cecilia Echeverría era. entre las ninfómanas, la menos agresiva de la estipe. Y curiosamente, era, entre las damas más bellas, la fea. Aún así proyectaba un vigor y una belleza interior tan sólo lastimada por la hipocresía de su dinero.

En más de una ocasión anterior, había tratado de hacer migas con Horacio. Le atraía lo poco humano que quedaba tras ese vaivén de temperatura. Le parecía interesante que, a pesar de aparentar saberlo todo, no compartía nada, aunque no le perteneciera. Siempre que acudía a la cita sexual con el instrumento, pretendía hacer una pregunta, que era habilmente evadida por el vampiro por medio de una posición nueva o la inducción de contracciones sofocantes al borde del desmayo.

Como su nombre lo decía, Horacio veía en Cecilia una artista con una poca de talento, pero ciega para las cuestiones donde la insistencia era decisiva. Siempre le molestaba que ella entrara, porque sabía que irremediablemente tendería a hacer una pregunta incómoda.

La primera vez que Cecilia le hizo una pregunta, estaban al ras de la ventana, con las cortinas cerradas inútilmente, ya que la luz de la lámpara de una mesita de centro era más que suficiente para proyectar a un hombre parado, cabalgando a una mujer.

Ella bajó el ritmo para no desconcentrarse. Él estaba en un trance que le produjo el quedársele mirando fijamente a su lámpara nueva.

-¿En que piensas? -Ella preguntó entre gemidos.

Horacio, naturalmente, no respondió a la pregunta. No por estar ditraído. Sino por que la pregunta era tan poco común para él que su molestia se tradujo en un nuevo cambio de ritmo, en contra. Y es que la respuesta era algo forzada y obvia: pensaba en cómo se libraría de su torpe hechizo.

-¿De donde vienes? - El recuerdo de Luis, el chocolate, sus largas caminatas por las calles españolas y su primer contacto con sangre mestiza arrasaron con el líbido del vampiro y soltó a la joven de entre sus brazos, haciéndola caer de nalgas.

Ella no comprendía. Pero tampoco estaba enfadada. Aparentó molestia por el accidente. Él reincorporó suss ropas y ella el vendaje de su muñeca. Ella salió de la biblioteca sin más, pero él sabía que Cecilia Echeverría haría menos llevadera su indefinida estancia.

No estaba enamorada, ni mucho menos. Pero el encanto de Horacio la hacían pensar que formaba una parte crucial de su vida, la parte donde la perversión no es mala y la oscuridad es un refugio. Ella debía saciar su curiosidad de alguna manera.

Cuando llegó el vehículo del Vaticano, ella sabía que no eran horas de visita, no para un coche de esa índole. Pudo distinguir un aroma a incienso, que la hizo salir a asomarse a la ventana, en el tercer piso, y voltear para todos lados buscando la fuente. Tardó en darse cuenta que el olor "santificado" venía del mismo interior del coche. Durante su inspección, volteando hacia abajo y a un costado, pudo ver por primera vez en Horacio la cara de consternación que tanto se había negado a mostrar.

Pudo ver sus ojos llenos de agonía, de desesperación, su boca de autocontracción, como cuando el humano contrae su estómago. Y también pudo ver ese tono de tedio que pronunciabn sus cejas. Pudo ver el cansancio en las arrugas temporales de sus mejillas.

La mente humana no suele procesar múltiple información a la vez, y menos de fuentes tan distintas y abstractas como son los sentidos junto con la razón. Aún así, en cuestión de segundos, Cecilia decidió abrirse paso en la mente de Horacio mientras lo ayudaba a huir de aquello que tanto desconocía. Apagó la televisión y salió de la habitación con el sigilo de los gatos, entre la oscuridad solitaria de los hogares que descansan. Nunca el interés había tomado tanta fuerza en su actuar.

24 de julio de 2008

Prostituto (parte II)


Cuando Horacio era joven, recién iniciado en su mundo de eternidad, vivía en Francia, gustoso de participar de los acontecimientos políticos de su patria natal. Era extraño que la familia real lo conociera, por razones desconocidas para él mismo, pero nadie supiera su nombre real. Él se autonombró Horacio al llegar a América, huyendo del fortísimo clero europeo.

Luis XVI, rey de Francia y de Navarra, era un muy allegado amigo suyo. Sus intereses intelectuales coincidían, y el vampiro instintivamente alimentaba su ser de poder a través de esta amistad. Estaba emocionado y maravillado por las fantásticas historias revolucionarias que llegaban a sus oídos desde América, ideas revolucionarias, ideas que eran lo mismo hipócritamente humanas que honestamente patrióticas. Luis por el razonamiento empírico que ofrece la historia, y Horacio por el entusiasmo antes descrito combinado con la euforia del novato, acordaron en que harían lo posible por iniciar un mundo justo, donde la moral realmente tuviera significado.

Cada vez, en su claustro, que mezclaba sus aventuras con sus lecturas que iban desde Aristóteles hasta Baudrillard, se arrepentía profundamente en haber creído alguna vez en la utopía de la moral y haber dañado así a uno de sus mejores amigos.

La Iglesia francesa, tan investigadora e inquisidora como siempre ha sido, descubrió la naturaleza del “monstruo”, lo que significaba una cosa buena y una mala: que Luis Capeto tendría una muerte hospedada en los brazos de Dios y que Horacio seguiría siendo perseguido para siempre. Quizá por eso, su caza fue un caso que salió de las jurisdicción del clero local para convertirse en una prioridad a nivel, digamos, internacional.

Horacio aún recuerda el placer, que naturalmente se convirtió al poco tiempo en hastío, que le producía el fino aroma a chocolate artesanal, en aquella cámara del bergantín Novillero, cuando resolvió en huir de España hacia el Nuevo mundo.

Ahora, que veía aquella lustrísima berlina propiedad de la Iglesia más grande, no sabía decidirse que era peor, si ser perseguido por una de las empresas más grandes del mundo o estar preso, pero ejercitando constantemente sus genitales, gozando de placeres tan repetitivamente deliciosos como el legítimo chocolate europeo.



22 de julio de 2008

Bienvenido al Galerna

Sean bienvenidos a abordar el barco más maldito del mundo...

Galerna


Atrévanse a zurcar los mares más agresivos y traicioneros del planeta, acompañados por la tripulación mejor preparada de los más de siete mares.

Pero primero, dejen que el capitán les muestre su rostro, para saber a qué peligros se atienen, si deciden continuar en esta aventura... el capitán Azpeitia. Lo conocerán a él y al resto de la tripulación.

¡Clic en la foto!

20 de julio de 2008

Prostituto (parte I)

Horacio ya llevaba más de tres meses sin trabajar. Estaba como atontado, desesperado en la nonvirgen biblioteca de la mansión de los Echeverría. Más de dos siglos sin saber nada más del exterior sino los olores de lugares distantes que portaban los genitales de sus amas. Más de dos siglos son tiempo de sobra para leer una colección de doce o quince mil libros, incluso a la velocidad normal de un humano.

Capturado por un extraño hechizo de belladonas, mandrágoras y toloache, su necesidad de sangre se veía completamente dependiente de su necesidad de saciar el líbido. Esta era su labor en la mansión Echeverría: poder saciar sus hambres a cambio de saciar el deseo de las damas de la casa.

Hacía mucho tiempo que no sentía ráfaga de viento que no proviniera del agitar de la puerta detrás de la que se encontraba, puerta que podía atravesar sin consecuencias pero se restringía a sí mismo a causa de la depresión. Increíblemente, un ser tan frío como la Muerte misma tenía sentimientos, y por eso, capacidad de sentirse devastado. La furia lo abandonaba cada vez que la sangre de las damas Echeverría se deslizaba de los dedos hasta su boca, pero regresaba cuando sus labores terminaban y se resignaba a ocupar el resto de su tiempo en releer magníficas obras, del hombre y del que no es hombre, al punto de convertirlas para sí en vulgaridades faltas de encanto.

Los hombres de la casa, que solo eran dos, no se encontraban la mayor parte del día en su aposento. Así, las mujeres, ninfómanas por defecto genético, no eran fácilmente saciadas por la convivencia social con personas de su clase. Y por alguna extraña o floja razón no se esmeraban en ocupar su tiempo en desflorar la atrofiada, poca o nula creatividad que les quedaba en el hemisferio izquierdo cerebral.

De este modo, la agotadora labor de Horacio era la de supervisar, a piso cerrado (el segundo de cuatro en la mansión) la vida sexual de la casa, cuidando que no hubiera carencias de ningun tipo ni insatisfacciones. La servidumbre trabajaba de madrugada, y naturalmente, siempre encontraba extraño desorden, extrañas sustancias y extraños aromas. De las cuatro Echeverría que vivían en la casa, siempre al menos dos tenían las pupilas dilatadas y sutiles heridas en las manos, todos los días.

Una vez que terminaba la labor del vampiro amaestrado, era llevado a su reclusorio. No le quedaba mucho tiempo libre, dado que trabajaba, "desvelado", de día, y dormía muy poco en la noche. Por lo mismo no le gustaba hacer reflexiones que pudieran ocupar su mente y marchitar su energía para el día siguiente. Curiosamente, le tentaba el deseo de pedir a su ama una conexión a Internet, para buscar algo distinto. Una solución barata a las necesidades culturales de un ser eterno, la única clase de necesidad que podía calmar cuando y como quisiera.

Cada fin de semana, antes de acostarse a dormir (las sirvientas ya no se espantaban cuando veían aquella cama de finas ropas en medio de la enorme colección bibliográfica), usaba una poca de sus energías para levantar un ventarrón dentro de su cuarto, abrir la ventana y expulsar el ventarrón para que saliera junto con el polvo que se pudiera acumular dentro. La servidumbre nunca tenía que limpiar nada dentro. Les llamaba la atención, pero no decían nada ni hacían preguntas porque la paga era buena.

El matrimonio Echeverría tenía cuatro hijos. El señor era un hombre de negocios, que hacía un excelente trabajo a cambio de tener una deplorable familia. La señora, naturalmente aburrida, salía todos los principios de semana a socializar, para guardar las apariencias, mientras que el resto de la semana, cuatro o cinco días, se divertía con el esclavo.

Las hijas ya sabían que su madre guardaba reposo todos los días, avanzada la tarde, después de una cansada jornada deportiva. También se turnaban el poder sobre la bestia, a hurtadillas, prefiriendo un frío pero vigoroso pedazo de carne maciza a un caliente pero escueto pedazo de "carne tierna", como le llamaban a sus novios en turno.

Sin embargo, en tres meses, nadie se había dignado a tocar a la puerta del juguete. Horacio podía descansar a gusto, de noche, e incluso salía al balcón, perdiendo el miedo a ser descubierto y reprimido. Pero la incertidumbre seguía en su mente. Cuando se intentaba alejar de la casa, aún le dolían los ojos y le ardía la piel, lo que significaba que el hechizo seguía activo y que, al menos la Señora, estaba viva.

Finalmente, llegó una noche de lunes de silencio a la casa. Horacio se asomaba por el balcón discretamente para notar un elegante coche negro. Juraría que eran simples visitas, cuando notó que en la antena de radio del vehículo lucía una bandera blanca. Después de forzar su vista un poco (dada la atrofia del tiempo), reconoció el escudo de armas: una vieja deuda con la iglesia.

Horacio pensó, en parte con alivio y en parte con miedo a morir de verdad, que ese era su fin. Pensó que quizá la familia al fín quería deshacerse de él, y para eso contactaron con los mejores cazamonstruos del Vaticano.

Pero no estaba en posición de averiguarlo.


19 de julio de 2008

Cómoda cobardía

¿Cómo poder asesinar bajo la comodidad de una sedada conciencia?
¿Como poder exterminar la existencia de un recuerdo, hecho materia,
bajo la oscuridad cruel que el éter ofrece?
¿Como respirar un aire que dispara sensaciones de remordimiento,
a lo largo del cuerpo, con sólo el crujir de los pulmones?
¿Como dejar de hacer preguntas bajo un cielo tan vacío de respuestas?
¿Como dejar de sentir la tortura de los infiernos,
sin el placebo de la fé, totalmente rezagado?

¿Como dejar de ser adicto a algo tan fuerte?
¿Cómo hacer que el alma se encuentre tan cómoda como el cuerpo,
inmóvil, sin capacidad de masacrar ni ser masacrado,
cubierta bajo el impecable manto de la Muerte?

¿Como no resignarse a la mediocridad,
si ya la Muerte no es suficiente?
¿Como saber si no es mediocridad,
sino el límite, el paso en falso
del abismo que busqué silente?

Tu, Enervante fatal, cobarde entre los cobardes.
Tu debes contestar mis preguntas.

Hermosa maldita

18 de julio de 2008

Sobre la democracia y la masificación

Los punks me dicen que la democracia no sirve.
La escuela, mi escuela, que a pesar de ser parte del sistema, era honrosa, siempre me dijo que era el ideal de gobierno, y que por eso era la República Federal la que tomaba las riendas de mi país.
En otros países, sobre todo de Latinoamérica, la situación no debe ser tan diferente.

La democracia, en efecto, no sirve.

Y, si por ese sendero caminamos, se concluye que tampoco las monarquias, ni las oligarquías, ni ninguna clase de gobierno es, pues, el efectivo.

Parto de la democracia por ser la que mejor conozco de todas, la que se "aplica" por aquí.

El maestro Nietzsche siempre sostuvo que es el hombre el que debe controlar al hombre. Pero él se refería a la individualidad. ¿Como puede el hombre regirse a sí mismo bajo ese concepto? Muy simple: sin reglas.

La única manera de que funcione una democracia, como lo define su etimología y su concepto universal, es que todos piensen y actúen al unísono. Entonces, el único modo efectivo de que una democracia tenga funcionalidad completa es complementándolo con la herramienta más poderosa, el arma más devastadora creada desde la época de la reina Victoria: el enajenante consumismo.

Y aunque claramente hay raíces históricas fuertes, le debemos al sr. Henry Ford la imagen moderna del consumismo: moderno, barato para el cliente y mucho más para la productora, enajenante (haciendo uso de esta palabra cuantas veces es necesario). No es sino Ford quien contagia a todo el mundo con su liberalísima y convenientísima idea al resto de la sociedad creadora de bienes y servicios: la más perjudicada, quizá, es la música.

¿Y donde queda la derecha? En el éter, esfumada, carente de valor. La propiedad significa desigualdad...

El tener propiedad de algo es, hoy en día, un gran problema de desigualdad. Pero su origen está en la misma izquierda. La población se ha más que duplicado en el ultimo medio siglo. Somos tantos que los recursos, tan mal administrados, parecen (y puede que sean) insuficientes. ¿Entonces que? A compartir!
¿Entonces como? Masificando!
¿Y para que? Para que todos tengan!
SIn calidad, sin identidad, pero que tengan!
¿Que tengan que? ¿Vida?

No. La vida es de los artistas. Por eso mueren de hambre y frío, tan sólo cobijados por los defectuosos del sistema.

Existencia, damas y caballeros. Solo existencia.

Lindsay Lohan, en su esplendor necroso. Las pecas en todo el cuerpo le favorecen para asemejar descomposición.

15 de julio de 2008

Acoso

Acabas de condenar a tu alma
a permanecer en mis pulmones.
¿Y tienes la osadía de pedir
que por siempre te adore?

Te mantienes a la distancia,
guardando mis letras feroces.
¿No te bastan todos los poemas
de todos los hombres?
¿No te basta mi fidelidad
que sólo el cielo esconde?
¿No te basta el asfixiarme
de tu sádico goce?
¿No te basta hacerme cuestionar
de tu belleza el derroche?

No puedes provocar dolor
en un pedazo de carne caliente.
Solo una preciosa muerte
para tu apetito impaciente...

O quizá torcidos versos
de tu melancólico sirviente.

Deseo que si mi muerte llega
un pedazo de tí me acompañe,
solo para demostrar
que aún sin estar completa
tu belleza es intachable.

Atrevanse a desmentirme...

11 de julio de 2008

La vida como posesión (Bona Morte, parte II)

Bona Morte (parte II)

¿A quien otorgas, divina Muerte
el derecho a aniquilar el calor
de cuerpos errados, vacilantes,
que de la vida sienten el rigor?

¿Quien de los mortales, divina Muerte
puede decidir lo alto de la vela,
sea la suya o la de cualquiera,
y asfixiarla en el vacío hiriente?

¿Qué es la vida, divina Muerte?
¿Es propiedad artìstica o intelectual?
¿Es pedazo de tierra arrendable?
¿Es, simplemente, una propiedad?

¿Es un ejercicio de albedrío,
o requiere asistencia conjunta?
¿Es un engendro del consumismo o
una idea humana absurda?

Maldita sea mi existencia, amada Muerte
si tras mi sangriento trabajo
he malentendido tu enseñanza
y caído al absurdo más bajo,
que la vida es el legítimo medio
de la creación del verdadero hombre,
que es el placer el sagrado barro
y tú, mi amada, el fino molde.

Sr. LaVey, notablemente influenciado por el maestro Nietzsche

Bona morte (parte I)

Ya eran las cinco y media y la policía no llegaba. Eustolio había reportado el cadáver por teléfono a las cinco, pero temía que apestara. Idea quizá errónea, puesto que el cadáver de Amelia estaba tanto o mas frio que esa tarde de invierno, y tanto mas fresco que los hígados de la carnicería en domingo.

Amelia, aun con todas sus heridas, lucia hermosa. Herida contusa en la parte posterior de la cabeza. Herida punzante en el abdomen. Marcas de presión en el cuello y los brazos. Rastros de piel en las uñas. Desgarre vaginal. Tortura de pechos. Cortadas superficiales en la espalda. Superficiales, pero suficientes para desangrar. Sangre contaminada a tope de estimulantes.

Eustolio sabia exactamente que es lo que declararía el medico forense en el reporte de análisis de la pobre muchacha.

Y, aun así, Amelia luciría como siempre, hermosa, en la foto del reporte.

Los exámenes de ADN en México, o son muy caros, o dan mucha flojera. Como sea, Eustolio debía ser el culpable. Era una buena idea: el único en la casa, el único con motivos, el único que se dejaría inculpar.

Así fue. Al cabo de tres días, ya estaba formalmente preso. Veinte años, suficientes para arrepentirse.


En una hora, todo pasó. En una hora, Evaristo fue el esclavo de Amelia. En una hora, decidió arruinar su vida a cambio de otorgar placer. Un placer enfermo, al que todo mundo se resiste, pero pocos son los que no lo practican.

Decidió ceder ante los deseos de una agonizante ninfómana. Creer en la belleza anormal en la que nadie creía y aun hoy se niega a hacerlo. La verdadera belleza del dolor, el increíble poder que otorga, el bienestar al que solo alguien decididamente moribundo tiene acceso, ya que solo le es dada una oportunidad.

Amelia no tenía mucho tiempo de vida. Su enfermedad no la rezagaba en la cama. Era la humanidad quien la rezagaba, era la sociedad quien le impedía morir en paz. La eutanasia era su sueño dorado. No le importaba el sufrimiento de los demás, puestos que la vida sigue para ellos o sus hijos. Eustolio no era necesariamente un sujeto cuyo desdén a la sociedad impacta. Pero ese jueves se había decidido a hacer algo trascendente en su vida: llamar a la misma muerte a un estrado, para declarar de una vez por todas que es lo que ella pensaba sobre el egoísmo, el sufrimiento y otros tantos tópicos de interés relativo. Incluso si nadie escuchara, incluso si solo una cabeza fuera sacudida en medio de una masa deforme que alega vida inmensa pero se auto asfixia.

Amelia tenía su mente invadida por el legítimo hedonismo. Su fortaleza mental le permitía transformar el dolor como debe ser. El dolor físico del cáncer y el dolor mental del cansancio.

Pero había decidido poner fin a su cansancio. ¿Había alguna buena razón para permanecer viva? ¿Su vida le pertenecía acaso a alguien más quien no pudiera estar de acuerdo? ¿Si todos en este mundo tienen un fin, que tal si su fin no era ser una reconocida pintora underground, sino una atrevida performer, o una genial activista? Ella estaba decidida.
Eustolio estaba de acuerdo en ser el instrumento de la muerte. La libertad no era algo que le pudieran quitar, porque el no se sentía libre. Nada material le importaba. Francamente pensaba que de no someterse al capricho de la débil artista su vida no tendría un sentido trascendente. No le importaba la fama. Le importaba hacer algo bien, algo que además tenía deseos de hacer: Olfatear la esencia mortal humana.

Herida contusa en la parte posterior de la cabeza. Herida punzante en el abdomen. Marcas de presión en el cuello y los brazos. Rastros de piel en las uñas. Desgarre vaginal. Tortura de pechos. Cortadas superficiales en la espalda. Superficiales, pero suficientes para desangrar. Sangre contaminada a tope de estimulantes. Los sentidos de ambos estaban a tope. El precio del pecado era algo que ellos podían pagar perfectamente y sin pujar. El gran acto de ella duraría dos horas. El de él, si conseguía distanciarse de sus compañeros de custodia, cuarenta años.



Finalmente, llegó la hora del dictado de la sentencia.

Eustolio subió al estrado, y al compás obediente del juez, quien preguntaba "¿Hay algo que quiera agregar?" El contestó...

(Si el lector quiere, continúe esta entrada. Como sea, continuará…)




WGT 2003?

9 de julio de 2008

Sobre el canibalismo

Apenas era noviembre y Evaristo ya sufría de los estragos del frío callejero. Apenas llevaba tres, quizá cuatro meses viviendo en un túnel peatonal subterráneo, en la periferia de la cuidad, y todavía no se acostumbraba a la prolongada falta de alimento.

El hambre ya era insoportable. Lo mejor era dejarse morir. Pero la misma hambre le impedía pensar en eso. Ayer, que pudo conseguir dinero para dos tortas y que su mente no le traicionaba con delirios, pudo razonar algo como "Hasta para pensar en la muerte hay que estar comido...".

Todo estaba en su contra. La señora, su señora amada y hermosa, que lo dejó sin un quinto por haberlo engañado (haberlo, y no haberla, nótese la diferencia). El banco, sus hipócritas amigos, y muchos detalles más.

Sólo el frío colado desde la entrada al túnel le hacía compañía. Sólo la soledad se dignaba a acariciar su sucio cabello, en hacerle el amor a cambio de la cesantía de su vida.

Y, para terminar de contar desgracias, no había conseguido ni cobijas, ni periódicos, ni nada para amortiguar el golpe del frío que sus harapos no podían contener, un frío que evidentemente es más pronunciado en la periferia urbana. Sus pies, cuyo calzado no protegía mas que sus plantas, mostraban una notoria abertura en donde van los dedos, el del lado izquierdo con una mancha de sangre, y el derecho on vil mugre. Por supuesto, esto no era ni de su agrado ni de su comodidad. Pero, dentro de su estúpida dignidad, prefería lucir sus uñas agrietadas a vestir bolsas ruidosas que resaltaran al andar.

Sin ningún pensamiento en la mente, y después de acomodarse entre el suelo y un muro, cayó dormido. Su cabeza, ladeada, por fin dejaba de ofrecer tensión desde hacía ya mucho tiempo. Estaba, pues, cansado, y al fin estaba descansando, en el único lugar donde nadie le puede repercutir ni molestar. En el subconsciente.

Despertó súbitamente por un gruñido de su estómago y un calambre en el pie derecho. Aspiró aire tan rápidamente que tosió al instante. El frío había aumentado. Pero, aunque su estómago dio constancia de su vida, no tenía necesidad de comer.

Evaristo podía pensar sin que nada lo interrumpiera. Y cuando se dio cuenta, empezó al instante. Empezaba a formular ecuaciones de búsquedas de trabajo, de paseos por los deshuesaderos, de travesías mercantiles con PET, latón y demás cacharros, de intercambios de ropas, de necesarias entradas a baños públicos...

-Bueno, y ¿para quién haría todo esto? - detuvo su compilación de instrucciones - ¿Para alguien más? ¿Para mí? nada me queda, ni yo mismo me soporto. Mi esposa no me quiso. Mis amigos me buscaban para completar las cervezas. Mi familia, igual. No soy artista, nadie me extrañaría...

Su pensamiento se había vuelto simplón y desentendido del sentimiento humano. Sin hablar ni siquiera dentro de su mente, se dijo a sí mismo que, de hecho, no albergaba sentimientos. En efecto, no podía sentir nada. Excepto la angustia misma de no tener sentimientos. Después de más de cuatro meses, sentía la necesidad de algo más que comida para rellenar el estómago, o distraerlo. Necesitaba un alma a la cual dar una muerte digna, o si lo valía, una vida digna. Pero no había nada a su alcance, ni fuerzas para ir más allá de su alcance.

Llegó a la conclusión de que, si dejaba de existir por completo, no habría angustia que lo invadiera. Ya que la angustia, por sí sola, no vale nada.

Notó que ya no sentía nada con su pie derecho. Flexionó la rodilla para acercarlo a sus manos. Abrió la tapa del zapato y miró un trozo de carne perfectamente cristalizado.

Cubrió el dedo pulgar con su mano completa para tratar de darle calor. El dedo se desprendió del resto del pie. Pero no había dolor.

Inconscientemente, excitado más por la idea de desaparecer que por la emoción de ser capaz de desprenderse partes del cuerpo sin sangrar líquido, se levantó del suelo y, con prisa, empezó a desvestirse. Una vez con la piel totalmente expuesta, notó que todo su cuerpo tenía un tono azulado, propio de los cadáveres. Pero el no estaba muerto.

Una nueva idea bofeteó la cara de Evaristo. En alguna revista había leído que la carne de persona blanca tenía un sabor salado, mientras que los descendientes de áfrica tenían un sabor dulce. El, al ser (legítimamente) moreno, podía tener un distinto sabor. Se sonrió y puso en su boca el dedo que había extraído.

No tenía un sabor definido. QUizá era porque su misma lengua estaba hecha una paleta, más jugosa aún que el dedo. Pero el crujir de los dientes contra el hielo de su carne lo excitaba. EL crujir de la bisagra de su quijada lo mantenía cada vez más despierto.

Continuó entonces, con el resto del cuerpo. Empezando por su pierna izquierda, arrancando temerosamente la herida por temor a un estado de descomposición o un mal sabor, procedió a arrancar, siempre en trozos pequeños, desde los dedos, los metacarpos, los talones, las pantorrillas, los muslos, las piernas, y cuando llegó a los genitales, se detuvo.

Si ya había arrancado casi todo su cuerpo y de todas maneras iba a morir... ¿QUe demonios? continuó su labor, de nuevo con una sonrisa asistida por la demencia. Por primera vez en su vida, probaría el sabor de las criadillas, aunque cocidas al hielo ardiente.

Devoró su torso, su abdomen completo, su pecho, y se detuvo en uno de los brazos. Sólo le quedaba un brazo, medio labio, media lengua, menos de un cuarto de dentadura, el cuello y el cráneo en sí. Notó que los trozos, al pasar por la boca, desaparecían, siendo qeu deberían atravesar la garganta y caer al suelo.

Se levantó sobre su brazo, equilibrando con los dedos la fuerza de gravedad que ejercían su mermada cabeza y su deforme cuello. Después de hacer presión sobre los dedos, saltó hacia el muro y se abrió el cráneo, Facilitando así su desprendimiento y fragmentación en bocados.

Al cabo de unas horas, Evaristo había desaparecido.



Un sobresalto. Una fuerte bocanada del mismo aire frìo, aunque con menos rigor, despertò a Evaristo en el mismo lugar, con la misma forma y consistencia en la que se encontraba antes de caer en el sueño. El hambre, desgraciadamente, habìa regresado. Le habìa gustado su travesìa por el delirante mundo del canibalismo.

Pero el frìo no le permitirìa volver a tener un sueño asì. Si querìa volver a sentir algo como eso, tenìa que vivirlo en carne propia. Y el admitiò para sì mismo que era demasiado cobarde para llevarlo a cabo.

Sin embargo, habìa encontrado en el delirio su razòn de existir, no para alimentar a alguien màs, ni siquiera a sì mismo. Sòlo para permitir que viva la sensaciòn tan placentera (y enfermiza) que ofrece la locura.

Evaristo se levantó, se estiró un poco y salió a la calle, a buscar la manera de volver a comer dos tortas.

2 de julio de 2008

Poemario Oscuro de Bizzarre Asylum

He decidido poner dos tópicos en esta entrada, porque el servicio de RSS es muy bueno, pero el humano promedio muy lento para detectar las actualizaciones.

I

Ofrezco y recomiendo al lector la descarga de este libro. Lo he encontrado hermoso, de principio a fin, pero prefiero no decir nada más (porque mi participación en él se ve totalmente mermada por mi foto...)
Como sea, insisto en recomendarlo y promover su descarga.

Click aquí


Pueden accesar a Bizarre Asylum dando clic arriba, se encontrarán con un interesante magazine.


Y como el arte necesita de patrocinadores, invito al lector a que distribuya el documento y, si escribe, esté al pendiente de participar en el volumen segundo.


II

Quienes me leen (gracias, de corazón) estén al pendientes, porque debo nominar para el premio Dardos (Asrham, muchas gracias por compartir tu casa, que es la mía).



No subiré entradas hasta que haya pasado algún tiempo, procurando que nadie a quien mencione aquí se pierda de su merecido premio.


Mis ganadores, sin más, son:

-> Azpeitia
-> Alejandro Lattapier
-> Atanaykara Sango
-> Shaman
-> Sin->Cero
-> The WOLF
Y, dado que no conozco del todo la mecanica de Dardos, pongo
-> Genesis Encounter
-> Escrito con sangre, del sr. Cruz Meza

Hagan clic en la flecha para que vean porqué los he nominado.

Si quieren lucir su premio (busquen la imagen en mis artilugios) sigan la misma mecànica que yo (agradecer, nominar, portar).


Y gracias por tomarse la molestia de leer cosas carentes de valor o sentido...