Ya era, al menos, la una y media. El alcohol y las endorfinas tenían las pupilas de las dos personas en esa casa completamente dilatadas. Unas cadenas pesadísimas ya había causado estragos en la piel del cuello, vientre y espalda de Eugenia. Susana tenía callos de sostener el peso de la joven a través de cuerdas. A ninguna de las dos le interesaba cuánto iba a costar. A ninguna de las dos les interesaba si la joven moría, a pesar de la mucha sangre que escurría de su boca y sus pechos. A alguna de las dos se le había ocurrido la idea absurda de contar los orgasmos de ambas. Idea absurda porque la cuenta se perdió al instante. En la mente de Susana brincaba el número seis. En la de Eugenia parpadeaba el nueve.
Sin embargo, ya era hora de pagar.
Susana, cuya piel era tan indescifrable bajo la debil luz del cuarto de castigo en el que ahora estaban, se empezó a teñir de rojo. Eugenia, que estaba maniatada, suspendida de un bastidor para reces, estaba descansando.
La sonrisa de ambas había desaparecido. La de la joven, por cansancio.
La de la dama, por hambre.
La insistentemente lastimosa luz de luna que filtraba uno de los tragaluces en el pecho hacía brillar la cabellera de Susana, teñida ahora en sangre, la sangre que derramaba Eugenia. No le preocupaba, porque era tan débil su capacidad visual en ese recinto que no sabía de cuanta sangre se trataba. Lo que sí sabía era que toda la sangre que pudiera haber ahí provenía de ella.
Entonces, la percepción siguiente fue un factor decisivo en la consumación de un grito que hasta hoy quizá sigue retumbando en esos muros de piedra. Susana estaba alimentándose vorazmente de la fría esencia de la prostituta.
Una voz dulce, melancólica, lastimera pero sádica, proveniente de las mayores profundidades del infierno, empezaba a resonar en la cabeza de Eugenia. Dictaba lo siguiente:
- Te has entregado a mí, noble criatura. Has recibido de mi castigo sagrado. Has gozado de mi placer sagrado. Tu mente ha volado junto a la mía, bajo la sombra de la noche, bajo el resguardo de tu humanidad convenenciera, que sólo busca el placer, antes que cualquier otra cosa. Te has envenenado del rigor de mi mano, sin hacer un solo reclamo. Has llenado tus pulmones de mi aroma, las corrompido cada una de tus venas, ahora vacías. Me has entregado tu vida. Ya no te queda nada. No podrás crear nada, mas que placer. Placer que nunca cosecharás. No podrás destruir nada. Nada si no es tu cuerpo y tu alma misma. Tu cuerpo conservará para siempre las llagas de tu oferecimiento. Tu alma conservará, tambien, las lágrimas, los espasmos, los lamentos y las exhalaciones de las que has sido presa hoy. Tu cuerpo prevalecerá en este recinto sagrado, en este lugar de sacrificios. Tu carne se descompondrá lentamente, los gusanos y los insectos no tengrán abasto de ti. El dolor será inmenso. Pero no pordrás liberarte de él. Podrás separar tu cabeza del resto de tu tronco si así lo quieres. Pero he prohibido a
La voz se fue. El cuerpo de Eugenia había muerto ya.