El arte es un escape de la realidad. Pero no ese escape trillado al que se refieren los críticos, ausente de simbolismo, sometido a un "estándar multifacético".
El arte es la prueba fehaciente de la necesidad humana por el dolor, por el misticismo que encierra ese autosacrificio que nadie requiere llevar a cabo, pero todos los entregados de corazón hacen por auténtico gusto.
El arte es el genuino carroñerismo, el legítimo modo de alimentarse de los residuos de la abstracción de los individuos, aletargar el bienestar para comer y cocinar una gran excreción mental, lista para ser degustada por otros comensales.
El arte es la respuesta mediocre a la gran pregunta de la vida, aquella respuesta a la que nadie objeta porque todo cuerdo la avala, la apoya, la defiende, porque no hay razón para hacer lo contrario. Quizá porque se trata de una ley. Una ley natural.
El arte es ese sitio turístico al que todo mundo quiere ir, pero pocos consiguen quedarse a vivir en sus templadas aguas, su comodísimo clima, su resplandeciente sol y sus encantadoras noches, sus arenas comestibles y sus refugios inutiles, ya que nada es un peligro si traspasa esas fronteras.
El arte es la identidad de la verdadera muerte, es esa agonía a la que no se le puede dar fin mientras alguien la conozca, es el símbolo de la finita espera, la más deliciosa espera, la más tormentosa experiencia, que es la vida.
El arte es aquel enorme velo de encaje negro que protege de la inclemente luz de la existencia, de esa luz inapropiadamente adorada, de ese origen material imposible, de ese destino extracorpóreo inalcanzable.
El arte es esa seducción materializada, , la mismísima humanidad en carne, la música en aire, la reflexión sobre los óleos, el etéreo impulso eléctrico.
El arte es el alimento perfecto. Si no satisface, si no es agradable, basta decir no. Si se desea más, basta cosecharlo, basta cultivarlo. Al contrario del alimento material, no es posible desperdiciarlo, no es pecado rehusarse a su exceso.
El arte es un derecho y un deber. Lo es sublevarse ante ella, acatar sus mandatos, laudarla todos los días, obedecer sus caprichos, que después de todo son en pro nuestro. Es el derecho legítimo porque es un crimen negarla, negársela al débil de mente, negársela al fuerte de corazón. Es un deber porque es necesaria, es sustancia, es poder, es energía y fuerza.
El arte es la diferencia entre el cuerdo y el loco, es la línea divisoria entre los dominios de Apolo y Dionisio. Del loco es el arte, porque el loco no cuestiona. Sólo siente y actúa por medio de su enfermedad, por medio de la materia prima del arte.
El arte es embriaguez, es la única adicción completamente legal, el único placer del que nadie loco resiente ni se queja de las consecuencias. Es eterna combustión, es efecto químico, pues al igual que el hombre, sufre daño por causa del oxígeno, se inflama, se desintegra, desaparece. Y vuelve a ser, aunque no bajo la misma forma, a cumplir con el mismo objetivo.
El arte es podredumbre. Es el infinito dolor, el pasional placer, llevados a una expresión categóricamente alzada por los aristócratas, ciegamente comercializada por las masas, sinceramente admirada por las mentes conscientes.
El arte es el artilugio creador de que se vale el aniquilador masivo. Es arte la metralladora, la cicuta, el teflón, la fábrica, la campaña publicitaria.
No es arte destruir. Pero sí lo es aquello con lo que se destruye.
El arte es la prueba fehaciente de la necesidad humana por el dolor, por el misticismo que encierra ese autosacrificio que nadie requiere llevar a cabo, pero todos los entregados de corazón hacen por auténtico gusto.
El arte es el genuino carroñerismo, el legítimo modo de alimentarse de los residuos de la abstracción de los individuos, aletargar el bienestar para comer y cocinar una gran excreción mental, lista para ser degustada por otros comensales.
El arte es la respuesta mediocre a la gran pregunta de la vida, aquella respuesta a la que nadie objeta porque todo cuerdo la avala, la apoya, la defiende, porque no hay razón para hacer lo contrario. Quizá porque se trata de una ley. Una ley natural.
El arte es ese sitio turístico al que todo mundo quiere ir, pero pocos consiguen quedarse a vivir en sus templadas aguas, su comodísimo clima, su resplandeciente sol y sus encantadoras noches, sus arenas comestibles y sus refugios inutiles, ya que nada es un peligro si traspasa esas fronteras.
El arte es la identidad de la verdadera muerte, es esa agonía a la que no se le puede dar fin mientras alguien la conozca, es el símbolo de la finita espera, la más deliciosa espera, la más tormentosa experiencia, que es la vida.
El arte es aquel enorme velo de encaje negro que protege de la inclemente luz de la existencia, de esa luz inapropiadamente adorada, de ese origen material imposible, de ese destino extracorpóreo inalcanzable.
El arte es esa seducción materializada, , la mismísima humanidad en carne, la música en aire, la reflexión sobre los óleos, el etéreo impulso eléctrico.
El arte es el alimento perfecto. Si no satisface, si no es agradable, basta decir no. Si se desea más, basta cosecharlo, basta cultivarlo. Al contrario del alimento material, no es posible desperdiciarlo, no es pecado rehusarse a su exceso.
El arte es un derecho y un deber. Lo es sublevarse ante ella, acatar sus mandatos, laudarla todos los días, obedecer sus caprichos, que después de todo son en pro nuestro. Es el derecho legítimo porque es un crimen negarla, negársela al débil de mente, negársela al fuerte de corazón. Es un deber porque es necesaria, es sustancia, es poder, es energía y fuerza.
El arte es la diferencia entre el cuerdo y el loco, es la línea divisoria entre los dominios de Apolo y Dionisio. Del loco es el arte, porque el loco no cuestiona. Sólo siente y actúa por medio de su enfermedad, por medio de la materia prima del arte.
El arte es embriaguez, es la única adicción completamente legal, el único placer del que nadie loco resiente ni se queja de las consecuencias. Es eterna combustión, es efecto químico, pues al igual que el hombre, sufre daño por causa del oxígeno, se inflama, se desintegra, desaparece. Y vuelve a ser, aunque no bajo la misma forma, a cumplir con el mismo objetivo.
El arte es podredumbre. Es el infinito dolor, el pasional placer, llevados a una expresión categóricamente alzada por los aristócratas, ciegamente comercializada por las masas, sinceramente admirada por las mentes conscientes.
El arte es el artilugio creador de que se vale el aniquilador masivo. Es arte la metralladora, la cicuta, el teflón, la fábrica, la campaña publicitaria.
No es arte destruir. Pero sí lo es aquello con lo que se destruye.
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