14 de junio de 2008

El vampiro y el fantasma (parte II)

Hércules nunca estuvo agusto con su nombre. Su padre creador, Lope, y sus amigos siempre estuvieron empeñados en nombrarrle así. Nunca supo ni se detuvo a comprobar el porqué de su apelativo de inmortal. Esta idea zurcó sus pensamientos durante un breve instante, al tiempo que de un salto cortaba los aires para caer justo a la entrada de la puerta de servicio del edificio. Incluso en su prolongadísima soledad, el vampiro era cauteloso, amable con el entorno, silencioso.

Se encontraba, entonces, frente a una discreta puerta de madera. Sin adornos, sin acabados, si acaso una débil capa de barniz opacado por el brillo de una chapa de seguridad electrónica. ¿Como iba una vulnerable puerta de madera estar acompañado un costoso equipo antiintrusos? Acercándose un poco se daría cuenta que no se trataba de madera, sino el efecto pastoso del barniz. No habría entonces modo de burlar el sistema, no sin activar alguno de esos dispositivos ultrasensibles que ya antes le habían causado molestias al oído.

Ejecutó de nuevo un salto para detenerse del carco de una ventana que vio abierta dos plantas más arriba, y después de una breve inspección en su esfera visual, entró.

Hércules vestía con un traje negro, sin ninguna clase de patrones, una camisa de igual color y una corbata que brillaba casi de la misma manera que sus zapatos. La corbata, curiosamente, estaba confeccionada con los restos de uno de los leones de un blasón de los Hohenstaufen, un amuleto de sifnificado muy importante para él. Sin embargo, en su época, el blasón era tan lustroso que hoy día, y debido a los cuidados que presentaba la corbata, el reflejo de luz asustaba al mismísimo Hércules, y esto le hacía pensar que quizá Federico II, uno de sus viejos protegidos, le acompañaba en su eterno devenir, a través de ese accesorio.

Había entrado el elegante semihombre a la biblioteca. Se sintió invadido por la falta de concordancia con la apariencia externa del lugar, y la inusual ubicación de la habitación. Una biblioteca, tan lujosa como ésa, no debería estar en el tercer piso, lejos de las visitas. Incluso si no había tales visitas. Hércules estimó dos mil piezas distribuídas en roídos pero macizos estantes a lo largo de tres paredes y media del habitáculo (la otra mitad, obviamente, portaba la ventana). En el centro había un extraño decorado, definido básicamente por la forma de un pentagrama.

El vampiro caminó hacia el centro y, gracias a un disimulado movimiento del suelo, comprobó que el dibujo del pentagrama en el suelo era una sola pieza circular separada del resto del piso, con algún mecanismo que le permitía girar. Se colocó en el centro, e invitado por el romántico aroma a alguna clase de perfume natural y la antigua humedad de las hojas de los libros más viejos, se dispuso a imitar el mecanismo, girando en círculos, a la derecha, sobre sus propios pies. De pronto los detalles de la habitación empezaron a poblar su mente: entre los títulos de los libros figuraban el muy gastado Necronomicón y varios tratados de magia, y entre autores filósofos, científicos y algunos literatos fantásticos figuraban nombres tanto antiguos y recientes, como Bloch, Baudrillard, Nietszche, Beckett, Aleister Crowley, LaVey, Lovecraft. Todos de temas muy desfasados, pero todos enfocados, según el juicio a priori, no a la fantasía, ni al aspecto sólido del humano, sino a su trasendencia espiritual y su presencia en el mundo tangible y el mundo "paranormal".

Se decepcionó entonces de aquella bella dama, ya que era evidente que sus estudios eran serios, y en sus más de seiscientos años de vida, jamás había visto ni ningún fantasma, ni ningún ser humano que hubiera podido elevar su alma a un nivel tan alto como para alcanzar la verdadera felicidad. Cada político o activista social que espió, cada cáliz mortal del cual bebió, cada personaje del cual hizo su protegido, todos tenían un mísero detalle, una vanalidad en su alma que les impedía morir felices.

Mientras pensaba todo esto, decreciendo la velocidad de su giro lentamente, empezó a escuchar un leve lamento prooveniente de la habitación contigua. Pasando los segundos, Hércules detuvo por completo su extraño viaje astral, consternado por los ahora fortísimos alaridos que provenían de esa habitación.

Se acercó al muro contiguo, y descubrió con el oído un flujo de aire. Lo que significaba que había un acceso ahí. Lo que a su vez significaba que, probablemente, no había ningún otro modo de poder entrar ahí. En consecuencia, había de ser esa una puerta. Aplicó fuerza a un costado y el estante cedió a un movimiento de torsión, permitiéndole el paso a un cuarto de atmósfera densísima, donde el susurro que escuchaba en un principio ya no era uno fuerte, sino muchísimos débiles que se alzaban al unísono.

Por primera vez en casi seiscientos años, Hércules tenía miedo. Le provocaba pavor el sonido de aquellos seres, porque nunca antes se había encontrado en una situación así. Y tenía miedo porque su elegante andar, su pose de dandy de las tinieblas, se podría ver alterada para siempre por ese fenómeno que no tenía explcación lógica. La frialdad de pensamiento lo había abandonado, dejando su mente en blanco, vulnerable a cualquier clase de ataque, pero sobre todo, vulnerable a un ataque de locura.

El hambre lo invadió en un instante. Pero no podía alimentarse. No sin dejar su diligencia sin concluir. No sin saber porqué un sonido extraño hacía que él, un vampiro, tuviera la sensación de la legítima Muerte a sus espaldas.


1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo.
    El azar, el azar...


    (Muchas gracias, entonces... me alegra que no te hayas equivocado al llegar a mi pequeño reino)


    Saludos.

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