7 de abril de 2008

Muerte imperfecta

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La Muerte está, como siempre, aburrida.
El paciente está, como siempre, enfermo.
La Muerte necesita vida para cesar, por unos instantes, su eternidad.
El paciente tiene un nuevo diagnóstico, esta vez terminal.
La Muerte clava sus ojos en el paciente: ha detectado a su nueva presa.
El paciente muere poco a poco, pero por ahora no le preocupa: no le duele.
La Muerte perfora el hígado del paciente, desgarrándolo con toda la sutileza de un felino noctámbulo.
El paciente se vuelve negligente respecto de sí mismo.
La Muerte siente la debilidad mental, y la exprime al máximo.
El paciente se mira al espejo: el fin está cerca.
La Muerte muestra, al fin, sus ojos: los últimos de la vida de su presa.
El paciente se fatiga poco a poco, hasta ceder a su fiel cama.
La Muerte besa la frente del paciente, el acto más hipócrita que la Naturaleza puede mostrar.
El paciente cierra los ojos por última vez...
La Muerte aprieta el corazón con firmeza, pero despacio.
El corazón del paciente bombea cada vez más fuerte, pero más lento.
La Muerte necesita su último latido, el latido sin mancha que es ella misma, el latido que le permite ser dentro de sí misma, en cuestión de segundos: el latido que le permite morir.
El corazón del paciente se contrae por última vez, el último y eterno latido atemporal.

La Muerte ha muerto y vuelto a la vida en una fracción de segundo.
El paciente lleva en sus venas la vida de la Muerte, y con ella contempla la eternidad del oscuro cofre que resguarda su cuerpo.
La Muerte descansa de su dolor necesario, y vuelve a buscar un paciente más.
El paciente, que ya no está muerto, es libre. Dentro de un mundo vacío, pero libre al fin.
La Muerte es presa de sí misma, está condenada a burlar su existencia sin poder morir por completo. Sin poder vivir lo suficiente.

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