Hace ocho años que me dieron forma. No se de donde surgí, pero sí sé que unas manos muy hábiles y poco ambiciosas me dieron forma. Quizá esto fue lo único no despreciable de mi existencia.
La cerámica que hoy me da forma ha sido quebrada por el arrebato de un alma consumida por el odio. No supo contra qué descargarse, así que fui el elegido pos su subconsciente. No es justo. Pero prefiero podrirme hoy día en el fondo de un basurero, sin encontrar mis otras partes, a ser un objeto completo al que le piden igual de completas estupideces, que yo no sé como esperan que se las cumpla, yo, un pedazo de cerámica triste, con la edad carcomiendo mi pintura, totalmente inerte, lo cual no me da la paz para la que quizá fui creado.
Me llamaron Juditas recién me cambiaron por dinero en aquella finísima tienda especializada. Me llevaron a un sitio, al cual llaman iglesia, donde hay muchos otros como yo, más grandes incluso, igual de grandes han de ser las cargas que les echan encima a esos pobres colegas. Después de haber sido mojado con un agua que, ha decir verdad, huele rico, me levaron a un altar, al lado de otro objeto que quizá es más importante que yo, y tiene la ventaja de que cuando hace tonterías, cuando hace llorar a la gente o la hace enfadarse horriblemente, a ella no le pegan ni la voltean de cabeza, como a mí. La llaman televisión.
He notado como con un gusto estoico me ponían velas enfrente, velas sucias y muy recicladas, ahora entiendo que cuando hacían eso esperaban que yo saliera volando y curara a un enfermo, o dirigiera la pelota en el partido de futbol que les mostraba aquella, mi compañera, la caja reveladora. Incluso una vez encendieron una veladora, produciéndome un calor horrible, cuando pasaban la historia de una familia que yo no conocía, una familia tan desintegrada pero tan bien vestida. Le decían telenovela, o algo parecido.
Hoy, mi compañera la televisión, mostró que en una de esas competencias de fútbol, el equipo de la familia perdió. Nunca había visto a mi familia adoptiva tan alterada. Era raro. Ya no me prendían veladoras. Pensé que era algo bueno. Pensé que al ver que yo, en mi calidad de figurilla, no podía hacer nada por ellos, dejarían de torturarme con esos pacientes pero malvados castigos. Hasta que pasó lo de hoy.
En la mañana, sonó el teléfono. Era muy raro. Era muy temprano para que sonara.
Después que contestó la señora, la jefa de la familia, unos instantes de compartir palabras, ella pegó un grito a los infiernos, pidiendo clemencia.
Entonces colgó, y en un arrebato de enfado, arrojó el altar en el que mi compañera televisión y yo descansábamos. Había una mesita debajo de la “tele”, así que sólo se rompió el cristal. Poco después escuché que ella se podía salvar. Ella era la culpa de muchas de mis desgracias, pero no por eso iba a desear su muerte.
Yo, en cambio, estaba tan alto, que la caída fue terrible. Me fracturé en muchos pedazos. Mi cara ya no estaba completa. Le faltaban dedos a mis manos, le faltaban las manos a mis brazos. El medallón que tenía en mi pecho ya no era reparable.
Acabé siendo barrido por un enorme cepillo, y me arrojaron a una bolsa oscura y calurosa.
No duré mucho tiempo en esa casa. Ni tampoco volveré a otra. Quizá me fundan y deje de ser yo, formando ahora parte de una nueva figura, tal vez igual, mejor aún, distinta.
Pero pasará mucho tiempo para que eso pase. Mientras tanto, seguiré maldiciendo aquellas ideas que me formaron. No porque no haya querido existir, ni mucho menos porque fue bajo forma de Juditas. Maldeciré aquellos pensamientos que me crearon porque no permitieron que quienes los creen aprendieran a destruir. No permitieron que mi destrucción fuera digna.
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