La etiqueta en el dedo pulgar derecho del pie decía Pablo Melendez, de edad 27, aunque a decir verdad el rostro frío, muerto antes de la verdadera muerte, aparentaba al menos 45. Había pasado por el servicio Medico Forense después de encontrado en la calle por una denuncia anónima, y luego de determinar muerte por inanición, había sido trasladado, tan solo dos horas después, a velatorio del IMSS, con servicios patrocinados por el Gobierno del Estado, ya que no se le encontraron referencias familiares ni amistosas.
Era un cuerpo bastante rígido, aunque aparentaba fragilidad, quizá reflejo de una personalidad tibia y melancólica que portaba en vida. Era extraño que, aún sin poseer masa muscular ostentosa ni mucho menos, la rigidez permitía a una sola persona mover el cuerpo de una camilla a otra, de una plancha a otra, o en su caso, de una plancha al sofá de cuero consentido de Delicia Zavala.
La cara de Pablo, curiosamente arrugada por la pesadez del frío de la temporada, presentaba unas cejas bastante sueltas y relajadas. Lo que significa que, sin duda, recibió alguna clase de alivio antes de perecer por completo. Delicia, amante de las verdades ocultas, no dudaría en usar su lente Carl-Zeiss sobre aquel enigma que se le presentaba en su “consultorio de belleza”, incluso antes de empezar su trabajo. La luz blanca, demasiado intensa para cualquier persona ahorradora de energía, daba la tetricidad y la teatralidad suficiente para resaltar, de manera natural, los recovecos más profundos de las arrugas y descartar aquellos que eran estéticamente irrelevantes.
Debajo de las cejas sueltas se encontraban reposando dos párpados que daban la impresión de delgadez extrema. Los músculos eran tan débiles que, si hubiera tensión en ellos, se verían como dos trozos de tela descansando parcialmente sobre el suelo, parcialmente extendidos hacia el aire. Los ojos que albergaban presentaban decoloración, pero no la que debía poseer un cuerpo de menos de seis horas. Con el uso de sus herramientas, Delicia abrió los párpados y tomó una nueva fotografía para su colección. Se dio cuenta que Pablo sería de los pocos clientes a los que les tomaba más de tres fotografías en una sesión.
La maquillista estaba, sin duda, encantada con su nueva visita. La sinceridad de la que hablaban sus dedos tiesos, con señales de fumador compulsivo, era digna de ser plasmada en un documental de esos que los productores no tan famosos graban para los canales de historia de TV por cable. Sus yemas mostraban deformaciòn, de tal manera que era evidente que Pablo tocaba el piano, demasiado bien quizá para usar todos los dedos de ambas manos. Las uñas recortadas decían que aún tenía algo de dignidad para mostrar al mundo, una dignidad que nada tenía que ver con su sonrisa mentirosa, pues no tenía a nadie a quien mentir. La poca decoloración de su piel mostraba que no le gustaba, en definitiva, mostrar su ser al sol citadino, sea por lastimoso o por simple rencor.
El calor en el estudio estaba acrecentándose. Era evidente que no era Delicia la única persona viva en el lugar. Las cejas de Pablo empezaban a temblar y ella, lejos de estar paralizada por la creciente expectativa, imaginaba una discusión digna de filósofos. Un filósofo, por regla general, no es hipócrita, así que era algo que ansiaba desde años atrás.
Es fantástico el trabajo de Delicia, sin temer lo que , tal vez, muchos temen.
ResponderEliminarExcelente prosa que mantiene expectante.
Un abrazo
María