Bajo aquel fresco valle
lleno de humedad y aromas herbales,
bajo las deliciosas sombras calladas
de los virginales árboles
vivió una dama preciosa.
Su paz era imperturbable.
Sólo esperaba la gran partida
bañándose en los manantiales.
Nunca nadie fue testigo
de una espera tan emocionante.
¡Nadie como ella esperaba morir,
con esa sonrisa tranquilizante!
Ella había visto mucho del mundo.
Y aunque juraba: "nada me sorprende"
seguía admirando la belleza
del mundo que no mira la gente.
Su alma, si existía tal,
mostraba esa paz tan deseable
por todos nosotros, mortales,
esa paz tan inalcanzable.
Los humanos vecinos la envidiaban.
Los animales nobles la frecuentaban.
Las plantas con ternura la cobijaban.
Sus ojos hundidos ágilmente la guiaban.
La serpiente, perpleja, la cuestionaba:
¿Cómo es posible que anhele morir,
si es tan feliz en este mundo vil?
¿O es que no tiene nada que hacer aquí?
La noche, pobre muda, no le pudo advertir
a la bella mujer su inmediato porvenir:
entre la hierba, el hábil reptil
dirigió sus fauces a su cuello sensual.
Ella no se dió cuenta. Su aliento mortal
dejó lentamente al aire sin perfumar...
y su odio callado a la vida infernal
en forma de éter se empezó a propagar.
Hoy el bello cuerpo es inaccesible.
El manantial conforma su edén.
Y por sus aguas corre deliciosa sangre
que sólo bebe quien no teme al placer.
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