14 de diciembre de 2010

Culto a la pelota

 
 
Salió de su madriguera. Le faltaba la pata central derecha, pues había entablado una pelea con otros congéneres. Aún así, pudo salir sin mucha dificultad, a cazar su alimento nocturno.
Una vez fuera, el grillo podía ver, a la altura del suelo, una cantidad impresionante de restos de comida: convenientemente había salido por uno de los muros de un restaurante de tacos. Un trozo de carne, otro de tortilla, otro de cebolla y su rondín de rutina harían de su corta vida una más de entre las almas orgullosas de morir comidos y paseados.
El canto de sus alas, no tan romántico como mágico, lo debería reservar para después, ya que era temporada de apareamiento y aún debia recuperar fuerzas. Sus mandíbulas apenas le permiten sostener un quinto de gramo de masa de maíz, y ya debe lidiar con la penosa necesidad de arrastrar su alimento.
Dos mesas más al frente, más allá de una servilleta donde algún comenzal tiró un trozo de carne a medio masticar, cuyas razones no atenderé en este cuento por respeto al lector, se encontraba un extraño objeto de hule.
Su naturaleza era completamente desconocida para él, excepto su tamaño, era al menos treinta veces más grande que él. Sin más, y deseoso de alejarse de sus bélicos compañeros, emprendió su viaje hacia el artefacto, una enorme odisea de ocho metros y medio, escondido entre un agrietado piso de loza quebrada por el peso de los comensales.
Las mesas y las sillas de plástico, propiedad de alguna refresquera patrocinadora de negocios pequeños, parecían enormes durante el trayecto. El simple hecho de escalar esas superficies gigantes parecía surreal y sin propósito. Pero eso no le ocupaba al grillo.
A tres metros del objeto, justo debajo de la cálida sombra generada por una mesa blanca, un mantel de plástico transparente y un foco incandescente de 60 watts, pudo percibir unas pisadas acolchonadas, muy suaves, pero perceptibles dado el silencio de esa noche de martes.
El grillo se detuvo, puso sus antenas en alerta y esperó. Esperó. Nada. La espera lo cansaba. El silencio reinaba de nuevo. Continuó su camino.
Y ahí estaba. Frente a él tenía un enorme objeto esférico de goma, de quince centímetros de diámetro. Era enorme. Era magistral. Un grillo resignado a peleas mundanas en su madriguera nunca tendría oportunidad en su vida de acercarse a semejante artículo digno de alabanza, tan lleno de colores, desprendiendo su clásico aroma a goma, a tierras lejanas donde ha rodado, a sustancias de toda clase,
a restos de alimentos de muchas generaciones, todas conglomeradas en semejante reliquia.
De nuevo se estacionó el grillo, esta vez absorto, sin poder cerrra su mandíbula, sin poder siquiera estirar sus alas, aunque sabía que no le servirían de mucho, pues por alguna extraña razón no tienen utilidad mas que de órganos sexuales.
Los pasos acolchonados volvieron al ambiente, al suelo, a vibrar de manera tan suave, tan uniforme, como la primera vez.
Esta vez, eran más espaciados, pero tambien más fuertes. Un extraño ente se acercaba.
Pero nuestro grillo no tenía tiempo de dedicarse a mirar el peligro que se le acercaba. Sólo quería llenarse de esos aromas, de esos colores, de esas vibraciones. Los coches en la calle retumbaban el pavimento y la pelota los absorbía de manera fantástica, como guardándolos para sí...
Entonces, la pelota recibió un golpe y salió rebotando entre las mesas. Un enorme gato gris había golpeado la pelota, accidentalmente, luego de haber engullido su bocado.
La boca de ese gato sabía a carne, a cebolla, a salsas roja y verde, a pepitas, a pure de tomate, a camarones deshidratados. Sabía a sueños destazados entre sus fauces. Sabía al primer culto conocido por un ser tan inferior. Sabía a taco al pastor con grillo.

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