Finalmente llegó un día en que Circe iba a ser liberada. Ella no lo sabía, pero estaba destinada a ser la autoridad máxima de todas las mafias griegas: la mafia religiosa pagana (porque, por supuesto, también había herejes entre ellos). Llegaron sus doncellas, previamente instruidas, para prepararla para la venida de su nuevo y único rey, Astaroth.
Le prepararon un baño de zarzaparrilla y belladona, a manera de infusión. La llevaron a la cueva de la combustión cognitiva (que no tenía de particular mas que una densa carga de oxígeno) para prepararla frente al desgaste físico y la exaltación que le produciría el poderoso enervante penetrando su torrente sanguíneo a través de toda su piel. Sus doncellas la amarraron con cuerdas forradas de seda, de pies y manos, a ellas mismas, para que no se resistiera cuando llegara el Grande.
Así, las doncellas ayudaron a Circe, cada una sosteniéndola de un brazo, a subir los pocos pero empinados escalones que volvían a bajar a una elegante bañera de mármol y cerámicas decorativas, con dibujos alusivos a la intervención del poderoso Astaroth sobre los actos de la cotidies humana. Esos dibujos llenos de símbolos extraños figuras disconexas de la realidad tendrían al fín, quizá, sentido para la joven, que años antes trataba de imaginarse el mundo exterior por medio de las pocas pistas que se le proporcionaban. Quizá tendría ahora la fuerza suficiente para escapar, aunque naturalmente, lo dudaba mucho, pues una vez fuera el siguiente paso a la libertad le resultaba totalmente desconocido.
El agua estaba tan caliente que los ojos de la pobre muchacha se giraban por completo, mostrando un desesperado y demacrado rostro necroso ansioso por descubrir el placer.
Pero lo que no sabía era que esta era la última vez que alguien la penetraba con un objeto punzocortante para realizar un ritual.
Una vez que todo su cuerpo, colorado como las zarzaparrillas, hubo entrado completamente hasta el cuello en la infusión enervante, las doncellas tomaron tres varas de madera, cuya punta era tan filosa como lo sería el cabello humano. Una por cada mano, y la sobrante sosteniendo el libro de oratorias. Así, mientras ambas perforaban la debil y tierna carne de la sacrificada, una voz, la de la oradora, resonaba terriblemente, retumbando sobre los muros de la cueva, creando un eco sobre otro, una endemoniada armónica sobre otra, tan sólo interrumpida por el golpe de las consonantes.
El agua de la tina, violácea, se volvió ahora roja. El hedor era rarísimo. Pero Circe se sentía excelente. Su mente flotaba. Nunca lo había experimentado sin estar sedada. Pero ahora era delicioso.
Abrió los ojos y se encontraba en un raro cubo. No sabía de que se trataba hasta que recordó las viejas escrituras que leía de niña: era el Teseracto. Había leído que se trataba de una prisión especial para criminales que se encontraban en un nivel de conciencia más alla del que suelen percibir los humanos. Aquí no era el tiempo el que regía el comportamiento de la materia. Naturalmente, no sabía qué.
Angustiada por sus raros recuerdos, y temiendo encontrar algún ser extraño que le pudiera hacer daño, corrió a lo largo del teseracto, donde las paredes al principio la confundían por su apariencia tornasol. Cuando pudo visualizar el único color que las componen, y las texturas atabicadas que se podía sentir en ellas, buscó cada una de las esquinas, para ver si el equilibrio se había fragmentado con su presencia (o, mejor dicho, para buscar el lugar por donde pudo haber entrado).
Mediante un razonamiento matemático elaborado logró comprobar que ninguna de las dieciséis esquinas ni los treinta y dos bordes habían cuarteado su poderosa unión. Circe se sintió a salvo, pues si no había entrado ahí por ningun lado entonces se trataba de una fantasía, de un sueño. Aunque no tenía conciencia, aún, de la piscina rojioscura ni de las cuerdas forradas de seda que la sujetaban a los arneses en el fondo de su altar.
Un cubo aparecío detrás de ella. “Al fin algo que conozco”, dijo para sí. Notó que estaba acolchonado. Así que tomó asiento, por simple inercia. Después de todo, el agotamiento del cuerpo no se remedia con un simple sueño. Acto seguido, un extraño murmullo empezó a surgir desde una extraña luz de una de las esquinas del Teseracto. La luz empezaba a hacerse más poderosa, e incluso quemante, conforme se acercaba, aunque llegó un punto en que esto se revertía. Era una extraña silueta, caminando hacia ella. Era un hombre, por la forma en que caminaba. Era un ave, por la extensión de sombra a su espalda. Era un reptil, por la forma de sus patas extendidas en forma de brazos abiertos.
- “Así que tu eres Circe” – dijo Astaroth, que tomó asiento en el otro de los cubos que se había aparecido conforme el caminaba -.
Soportar el dolor, vaya!!! Circe parece tener más de una vida.
ResponderEliminarUn gusto estar.
Un abrazo Al hrrera.
María
p.d al ratico vengo a leer la siguiente parte.