Cuando Julian caminaba entre los bosques nocturnos, esperando encontrar la paz que no podía encontrar en las almas humanas, escuchaba el ruido de las ramas secas de los arboles bajo sus pies descalzos.
Llevaba más de cuatro horas internándose entre las coníferas, sin más compañía que las lechuzas y los grillos que cantaban junto a él, y que guardaban silencio conforme sus poderosos brazos rompían las ramas de los arbustos que impedían su camino.
de pronto, encontró una pequeña cueva, y decidió que era tiempo de descansar, se refugió a la entrada de esa cueva, en silencio, con cuidado de no espantar cualquier animal que viviera dentro, algún zorro, una persona o incluso otro vampiro solitario como el.
Así que como no tenía hambre ni mamíferos que pudieran corromper su ansia de sangre cerca, decidió detenerse a meditar, como lo hacía cuando solía ser humano.
Se dejó caer de lado al pórtico de la cueva, uso sus poderes para hacer crecer su cabello y cubrió con el su pecho y la mitad de su rostro, como si fuera frazada. Aun recordaba como dormir como humano, y como pensar como tal, aunque cada vez más sus instintos naturales le impedían en mayor medida hacerlo, además de su relativa y bulliciosa soledad de bar nocturno.
A la entrada de la cueva, una vez que Julian estaba concentrado en su pseudosiesta, unos enormes, brillantes y hermosos ojos salieron a relucir de entre la oscuridad de la cueva.
Julian lo noto, pero no podía moverse. Ni siquiera sabía si esa falta de capacidad de movimiento e indagación se debía a su propia voluntad o a alguna fuerza externa que se lo impedía.
Ni siquiera pudo abrir los ojos, pero escuchaba el sonido de unas pequeñas manos crujiendo entre la hojarasca desde dentro de la cueva, el suave aroma de piel humana, hembra a juzgar por la galanura del cabello, pequeña debido a la pesadez del sonido de sus movimientos.
Y entonces salió una niña rubia, con apariencia de típica refugiada rusa resignada a perder a sus padres en batalla, ataviada con gruesas ropas de invierno y ojos verdes que combinaban idealmente con su sonrisa y la dureza de sus manos.
...
Salió Astarté de su cueva, con mucho sigilo, al haberse percatado que una sutil sustancia corpórea se había acurrucado a la entrada de su hogar. Pensaba que era, quizá, un oso hambriento cansado de buscar un riachuelo donde cazar truchas, y de corretear animalitos en medio de la nada taciturna.
Pero cuál era su sorpresa cuando una forma humanoide se presentaba ante ella, tan quieta como las almas inocentes, tan reluciente su espalda al igual que su cabellera. Pero su alma no despedía ese color rozo característico de los humanos.
No, su alma era distinta, su aura reflejaba dolor, un dolor que el mismo había pedido y ahora estaba arrepentido, un color marrón con tintes violetas y azules, característico de las almas vagabundas.
Aspiro fuerte para confirmar su sospecha: no era la sangre de una persona la que podía percibir, sino la de varias personas, aisladas, sin vida, todas alimentando el alma de ese ser atormentado por elección.
así que en el acto, sabiéndose segura, y tomando su pendiente de ojo de cuarzo, abandono su forma de halcón y se convirtió en niña, para pisar con mayor cuidado, salir sin molestar al vagabundo y poder observarlo de frente, apunto su cuarzo a Julian para inmovilizarlo, y salió en el acto.
Una vez fuera, se preguntó "¿qué demonios hace un chupasangre semidesnudo enfrente de mi hogar?" tomó una varita que estaba cerca, se pinchó el dedo con ella, y en lugar de salir sangre, salió un extraño liquido azul, pareciera algún gel con brillantina.
Froto la frente del vampiro con ella y finalmente retiro el cuarzo, y en el acto Julian despertó y se reincorporo.
Ambos, de alguna manera, se sentían comprometidos.
Se miraron a los ojos, fijamente, y el odio que se proferían por su encuentro tan furtivo se convirtió en pasión... una pasión que debían consumar de alguna manera, una pasión al que dos seres de distinta naturaleza se ven, de cierta manera, restringidos. Una pasión a la que, de dejarse llevar, podría atribuírsele todas las desgracias del planeta, toda la ira de los dioses caídos...
Todas aquellas ofensas contra la naturaleza.
Y así, se quedaron congelados hasta el ocaso, mirándose el uno al otro, acercándose muy lentamente.
Utilizando todos sus poderes mentales para intentar convencer a su rival de no ser su rival, de perecer en la eternidad juntos, sin otra frontera que aquella que separa la magia de la sangre, a una bruja de un vampiro.
Ella, sin querer, hacia crecer su cuerpo, para convertirse en mujer, para ser más fuerte ante la tempestad de ese deseo esotérico. El sacaba garras de sus piernas y brazos, parecía querer asirse más fuerte del suelo que pisaba.
El amanecer se acercaba, y debían retirarse pronto, pues los dos perecerían a la luz del sol.
Pero la pasión era inmensa.
Así que en un acto brutal de entrega, se acercaron, sin más, con los cuerpos besaron sus almas, y con las almas alimentaron sus espíritus, vagabundos por siempre en la tierra de los hombres.
Julian puso su boca en el cuello de Astarté.
Astarté puso su mano lacerada en la frente de Julian.
Julian bebió hasta acabar con la vitalidad de Astarté, y la bruja extrajo cuanto pudo de energía del vampiro... quedaron casi muertos, aun de pie, y cayeron desmayados uno sobre el otro.
...
Dicen que cada eternidad, antes de salir el sol, se escuchan dos almas perdidas amándose, en una carrera contra el sol, una carrera que nadie gana, pues cuando la fuerza de la noche regresa, dos siluetas, una femenina y una masculina, salen a cazar almas en pena.
Para volver a unirlas en un acto de amor prohibido.
Y liberarlas en el éter, como ellos desearían ser liberados.
Imagen de Zeana Romanovna