Hace ciento treinta y tres años que sentía tu abrazo.
Ciento treinta y tres de vagar en este mundo tan... humano,
un mundo que me rechazó,
un mundo al que yo pertenecí...
Aún recuerdo cuando tendían la primera telefónica
que partía del castillo de Chapultepec.
Tantos héroes que nacieron de ahí,
hechos para defender nuestra patria,
y ahora el general Díaz quería usar para la guerra
el pilar intrínseco del hombre: la comunicación.
Y ahí estabas, soberbia, pero con esa hermosa
mirada púrpura, sobrenatural...
Fue ayer cuando yo vagaba entre las haciendas,
pidiendo trabajo a cambio de comida,
yo que alguna vez fui un periodista destacado,
víctima de la censura terrible del porfiriato,
y tu, entre los maizales, erguida cual guerrera,
limpiando tus labios de aquello que creía sangre...
Me llevaste a tus aposentos, a tu preciosa sala
adornada de sugerentes maquetas de la era industrial inglesa,
me sugeriste ese precioso habano, para posarlo en mi boca,
y en medio de la humareda, contemplaste mi rostro,
me describiste aquella asombrosa máquina de vapor,
autónoma, que prometía velocidades de 50 kilómetros por hora
para un coche de producción masiva.
Me mostraste un sistema experimental
que podía llevar múltiples conversaciones
en tan solo un par de cobre, en una sola línea telefónica...
Me mostraste tu habitación, con tus copias originales
de Tolouse-Lautrec, de Seurat, de Gauguin,
un borrador del actual Fatata te miti,
tan bizarro como hermoso ante mis ojos...
Me mostraste la espesura de tu cabellera
al quitarte ese molesto intento de cofia...
me mostraste que mi cuerpo, famélico y endeble,
aún era lo suficientemente fuerte para amar,
me mostraste que tu desnudez no es una obra de arte,
que tu carne no es cálida por que estuvieras realmente viva,
que tu piel tornasol es deliciosa al contacto de la noche...
y ese cálido ocaso de septiembre
me tomaste entre tus brazos, te convertiste en mi dueña,
me ordenaste que bebiera de tu cuerpo,
de tu piel, de tus labios, de tu miel, de tu sangre,
al tiempo que tu hacías lo mismo conmigo,
y así lo hice...
y mientras yo te amaba, tu me matabas,
y mientras yo enloquecía, tu me mirabas,
y mientras yo perecía... te regocijabas...
y la oscuridad se convertía en bebida,
y nos embriagábamos sin cesar...
Y esa noche, al hablar pestes de nuestro dictador,
al discutir de las nuevas tendencias de arte,
al cantar bajo las estrellas cánticos paganos,
descubrí la terrible hambre que contagiaste en mi ser...
Cuando amaneció, al siguiente dia, me encontraba en la cárcel.
Decían que devoré ferozmente siete cabezas de ganado,
que hice incisiones en sus yugulares, y que casi devoro sus fluídos...
y yo podía percibir tu aroma,
a mujer, a demonio, a vampiro,
alejándose para siempre de estas tierras corruptas.
Te lloré, sufrí de hambre, sufrí de hastío, tuve mi inicio duro
como todos los de mi especie.
Y ahora, que soy respetado, que soy poderoso,
extraño mi vieja profesión humana,
ser un periodista virtuoso
y ser vetado por ello,
porque como todo ser eterno,
a veces es bueno sentir el desprecio en carne
de alguien que no sea uno mismo.