Sintió que abría los ojos, pero no veía absolutamente nada. Sus sentidos todos, excepto el de la vista, se empezaban a recuperar. Podía sentir su propio perfume manchado del sudor de una noche completa, lo que le indicaba que llevaba atado en esa posición más de un día. Lo confirmaba la terrible hambre que perforaba la boca de su estómago. Sus manos, brazos, piernas, pies, cuello, abdomen y pecho, todos amarrados a una superficie plana, como a veinte grados respecto de la vertical. La cuerda, de la más barata, lastimaba su piel, las hebras le daban comezón y sentía una terrible impotencia al no poder rascarse la entrepierna, el cuello, ni siquiera entre las comisuras de sus dedos. Pronto distinguió, al frente suyo, una pequeña luz roja, proveniente de un led. Pronto supo que era su cámara, su cruz de San Andrés perfectamente pulida, sus cuerdas de segunda mano, el olor a hipoclorito de sodio de la marca que él frecuenta, y lentamente, una débil luz roja cuyo brillo aumentaba por un potenciómetro. En efecto, era su propia habitación de tortura.
Una delgada y estilizada silueta de mujer empezaba a notarse a lo lejos. El brillo de la luz, cada vez más potente, reflejaba contra un ajustado y delicioso traje de cuero, que le cubria todo el cuerpo hasta el cuello. Su rostro apenas mostraba dos destellos de luz muy tenue, mezclados con las formas de un rostro maquiavèlico y una sonrisa tan ligera que no podrìa determinar si se trata de placer o de maldad, que en este caso, conducen a las mismas circunstancias. Uno de sus brazos, cubiertos con guantes, apuntaba hacia la cara del antes victimario. El otro se refugiaba detràs del cuerpo de su ama.
Entonces ella asomò ese brazo y mostró un azadón. Lo miró, por unos segundos, cual amante fuera, y de una estocada hirió en un muslo al ya nervioso Mario.
- ¿Porqué matas?
Él no pudo contestar. Estaba petrificado. Recordaba la única vez que el fue sometido. El típico caso de bullying en la escuela primaria. Tres contra uno, costilla rota y ojos hechos tomate, y al final, en su vendetta, sólo uno de ellos conservó un ojo. El dolor del azadón, tanto al entrar como al salir de la carne, lo sentía más en el ojo izquierdo.
Ella tomó la punta del azadón, y de manera muy sensual lamió la sangre que aún le quedaba. Agitó el brazo y en seguida se escuchó el fierro caer. Había una mesa a un costado. Tomó dos agujas, retiró los émbolos y, tomándolas firmemente con las palmas de las manos, las clavó en sus pectorales, sin pasar más allá de la carne. Los tubos se llenaron al instante de sangre. Tomó uno a medio llenar y bebió el contenido. Tomó el otro, completamente lleno, y le dio de beber al dueño. Él se rehusaba. Ella le vació el contenido en el cabello, el cual continuó su camino por todo su rostro.
- ¿Porque matas?
- ¡Por mis bolas! Gritó Mario enojado, pues se sentía intimidada por la espeluznante belleza de su verdugo, por el limpio sadismo con el que era atacado.
Ella alzó la mano y le dio una bofetada. La sangre del cabello aún no tocaba su nariz siquiera, pero ya empezaba a saborear sangre y a sentir flojo un diente.
- ¿Porque matas?
- ¡Por placer, perra!
Enfadada, tomó su rostro con fuerza y le dio un beso. Su aroma le resultaba tan exquisito que le hizo cerrar los ojos. Justo empezaba a sonreir cuando recibió la poderosa patada en sus testículos. Un onomatopeya bastante fuerte lastimó los oidos de los fantasmas de la habitación, mientras una sensación terrible de dolor subía hasta su abdomen.
El sonido de un látigo azotando al suelo empezó a infundarle miedo.
- ¿Porque matas?
- ¡Porque nadie me ama! - Gritaba el sujeto, impotente, clamando por piedad, con lágrimas en los ojos.
Recibió tres azotes en su pecho, dejando unas severas marcas que en cuestión de segundos empezaron a hincharse.
Ella sacó de atrás de la mesa una placa metálica de un metro cuadrado, y la colocó en los pies de su víctima, los cuales ya tocaban el suelo. Conectó un caimán a ella, y otro al azadón. En el otro cabo, había una clavija eléctrica. La enchufó. Deslizó la punta del azadón a lo largo de su pecho, desde el hombro izquierdo hasta el riñón derecho. Él se limitaba a cerrar los ojos y exhalar aire de miedo.
- ¿Porque matas?
- Porque es divertido - Al fin admitió Mario. La sonrisa de Esmeralda, tan sutil y femenina, se acentuó con esta respuesta.
Entonces ella abrió una maleta, sacó una pistola de clavos, la conectó a la corriente y se acercó a Mario. De nuevo, le dio un beso. Él empezó a sentir su malicia, cargada de emociones, las emociones que él mismo sentía cuando mató a todas aquellas personas, hombres y mujeres, tan alejados de la realidad, tan afortunados de encontrarse bajo su tutela, de entrar en el mundo tangible de la mano del sufrimiento infundado en cuerpo y alma.
Ella abrió el pantalón de su traje, y tras dejarse inutilizar por el frenesí de su deseo sexual, unió su cuerpo contra el asesino. Ni siquiera una posición tan incómoda les impidió a ambos disfrutarlo. Ella, porque era el objeto de su cacería. Él, porque sabía que esa deliciosa mujer sería la última sensación placentera de su existencia, el calor de una persona que realmente lo deseara, el trofeo más volátil de su pobre existencia.
Luego de algún rato, cuando terminaron, ella salió del cuarto. La luz blanca de la cocina, al otro lado de la puerta, le hacía sentir a Mario en casa. Pudo escuchar durante quince minutos la regadera y los zapatos andando de un lado a otro en una misma habitación. Quizá había disfrutado de aquella sesión, pero es obvio que para un asesino tan visceral ni siquiera los recuerdos en la piel y en el ser son oportunos para matar a alguien conocido. Ya de regreso, con el mismo traje de cuero negro, aunque ahora húmedo, y con unas pinzas y desarmadores en las manos, destapó la clavija y atornilló los cables desnudos a la soldadora eléctrica. Tomó el bisturí, hizo pequeños cortes en su pecho, y tomó una pequeña botella de jugo de limón que había en la mesa. La abrió, tragó un poco y luego arrojó otro poco a las heridas del sujeto, quien se limitaba a suspirar por el ardor.
Encendió ella el aparato a la mínima potencia, para empezar, tomó el azadón y empezó a acercarse muy despacio. Él, entonces, sonrió de manera que ella pudiera ver. La sonrisa más honesta de su vida. Cerró los ojos y esperó hasta el final.
A la mañana siguiente, Esmeralda ya había limpiado con blanqueador el baño en el que se había duchado. Guardó su sleeping bag, revisó minuciosamente no haber dejado ningun cabello ni huella digital, y se puso guantes de látex. Debía comer un poco antes de irse.
Acudió al refrigerador, sacó la caja de Red Baron, y puso el contenido en un plato. - ¿La ultima rebanada? Ja, dos pizzas en una semana. Tengo que cuidar lo que como de una buena vez - decía mientras apenas sentía un pequeño bultito en su vientre. Un bultito apenas notable de queso y masa preprocesada. Dobló la caja, la tiró en la basura y recogió la memoria USB y las llaves de la habitación de pánico. Mientras la última rebanada se cocinaba en el comal de la estufa, Esmeralda encendió la workstation de su difunto. Tecleó la contraseña, demasiado simplona para un hacker experimentado. Un poco de hurgar entre la carpeta home cifrada y en unos cuantos minutos ya tenía toda la información que buscaba del club de lectura, el cual contaba con doce miembros tan sólo en el área metropolitana. Mas que suficiente para empezar su deporte favorito. Apagó el ordenador y salió respirando tranquila.
Porque era un hecho. Esmeralda no buscaba beneficiar a la sociedad limpiando de podredumbre las calles. No, eso tan sólo era una "canalización de talento". Resulta que hasta el acto del asesinato se ejecuta por llana y simple diversión.