5 de enero de 2010

El destino de la flor de cristal

crystalflower

¿Te has preguntado alguna vez porqué los árboles crecen en esas formas tan espectaculares que se llegan a observar? ¿Te has preguntado porqué los helechos llegan a ser tan perfectos, y a la vez tan desastrozos? La razón es simple: ego puro.

Al principio de los tiempos, antes que existieran los organismos vertebrados, no existía ninguna planta mas que una. Era una planta tan perfecta, que sus pétalos eran del color del cristal. Tan radiante y tan respetada, que incluso tenía conciencia propia, y por supuesto, pensamientos propios. El inmenso frío del principio de los tiempos quebraba sus delicadas hojas. Pero esto no le importaba, pues al instante volvían a surgir nuevos pétalos, más cristalinos cada vez.

Un buen día, la flor miró hacia la tierra en que estaba plantada. Era hermoso: la hojarasca adornaba el paisaje. Y la bella flor estaba exquisitamente rodeada de belleza.

La flor de cristal sintió unas terribles ganas de salir de sus raíces, recoger toda la hojarasca y arrojarla al poderoso mar, donde pudieran perderse para siempre. Tuvo origen una perversa forma de odio, la envidia legítima.

El odio era tan fuerte, que con el tiempo se forjó su propia personalidad, su propia alma, sus propias intenciones y propósitos. Esta alma tomó forma material, y así nació la primera espora del mundo, la cual se depositó, y por supuesto, germinó, a unos cuantos metros de la primer flor de cristal.

Pasaron los días, y la flor nueva surgió de entre la tierra, nutrida de la misma belleza que la primera. Pero la flor primera vio que la juventud de su hija poseía un resplandor aún más exquisito que el suyo. Luego se miró a sí misma, y notó como un terrible mal de color negro verduzco se apoderó de sus preciosos pétalos, ocultando lo que alguna vez parecieron deliciosos pétalos de agua. Así que, sin poder despertar de sus raíces, y sin poder recuperar su encanto, un terrible odio se apoderó de ella, surgiendo más esporas, esporas engendradas desde un odio desinteresado, pues prefería mil veces que otra flor fuera la más bella a que lo fuera su primera hija.

Así, una vez surgida la tercera flor de cristal, la primera flor murió, recostada contra la tierra, esparciendo sus esporas en el territorio circundante, dejando el testimonio de su existencia. Las nuevas flores surgieron, y las dos más viejas que quedaron profirieron su odio mutuamente, el odio natural. Las pequeñas observaron, y aprendieron, y al no poder contemplarse a sí mismas en bellas hojarascas, pues aún eran jóvenes y no caían sus pétalos, vieron en sus vecinas al objeto de ese odio heredado.

Crearon esporas de odio, muriendo y renaciendo, tras generaciones.

Desde aquí, el caos se empezó a apoderar de la naturaleza de cristal, destruyéndola por completo. Pronto, el oxígeno empezó a proliferar. Las plantas, cada vez más incapaces de conservar una forma frondosa, empezaron a reposar sobre el suelo, desarrollando sus hojas sin empalmarlas, y así surgieron los primeros helechos. Las formas eran tan extensas, claramente con la intención de abarcar más espacio, y restárselo a sus rivales. Los colores, vivos y pardos, cada vez más carentes del gen del cristal. Entonces, las plantas rezagadas, en un arrebato desesperado, se levantaron del suelo, surgiendo los primeros troncos, y posteriormente los árboles.

Surgieron los vertebrados, esos seres tan ávidos de devorar con la mirada el entorno, y con su ser apoderarse de lo invisible. Las plantas, ahora, tenían espectadores. Por supuesto, debían ofrecer una gran vista: empezaron a tomar formas caprichosas, siempre en el intento de cubrir y mermar a sus congéneres. No conformes con eso, empezaron a ofrecer regalos a los vertebrados: habían nacido los frutos, y de nueva cuenta, las flores. Cada vez, las plantas eran más altas, más robustas, más poderosas, más fructíferas. El tiempo pasó, y la envidia primitiva, la de la primer flor de cristal, se difuminó paulatinamente en todos los hijos, y el propósito del exterminio mutuo desapareció.

Hasta hoy, las plantas no recuerdan el odio primitivo.

Ahora, nuestro deber como vertebrados es impedir que ese mal resurja de la naturaleza. Debemos difuminar su semilla de odio, para que jamás se vuelva a concentrar. No destruyas la naturaleza, o el odio primitivo resurgirá, y contaminará al resto de los seres que se alimentan de esta tierra.

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2 comentarios:

  1. Es acaso un propósito de año nuevo??? dejar de ser tan imbéciles con nuestro planeta????

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  2. Me pongo a pensar a los pies de tu trabajo, que no hay odio sin posesión, es decir, si no lo posees, el odio no puede poseerte a ti, a menos que quieras servir voluntariamente como instrumento para beneficios personales, pero es a costa de la paz de uno, pues no tiene vida propia si no le damos energía de si mismo.

    Grato leerte, un abrazo caballero, Roger

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