Llegó Emilia del hospital. El moretón detrás, abajo de la nuca, aún le palpitaba como si el golpe contra el muro se repitiera cada latido cardíaco. Aún sentía en sus mejillas el inmenso torrente, ya seco, de lágrimas consumadas en la agonía de su reciente experiencia. Su vagina aún excretaba y se comprimía violentamente. La sensación le provocaba hacer vizcos. Pero no le gustaba. Para nada le gustaba.
Emilia había sido violada.
Después de enfrentar el, relativamente, brutal encuentro con doctores, policías y burócratas de rigor, en un proceso que le tomó aún dos eternas horas, se fue a su casa, directo a la bañera, Se quitó toda la ropa, la puso en un cesto improvisado de caja de zapatos, con el plan de quemar todo mas tarde. Preparó en el minicomponente del cuarto de junto un disco de Sopor Aeternus and the Ensemble of the Shadows (extrañamente, le pareció ad-hoc), y sacó de su cuarto de fetiches una rara botella de bourbon de 15 años, tiró la tapa al suelo, y se embutió en el agua jabonosa.
Ahí estaba Emilia. Al lado, un teléfono inalámbrico, un estropajo para cochambre de trastes y su straight bourbon. Cada cosa tenía una función, cada función a su tiempo. La botella de bourbon la devoró hasta la mitad, de un solo contacto. El licor le hizo rápidamente efecto por el tiempo que llevaba sin probar alimento. Una vez calmado su llanto, se dedicó a restregarse el estropajo una y otra vez contra cada centímetro visible de su piel. Sus senos, su espalda, sus muslos, su cuello, toda la piel estaba roja punto sangre. No dejó de prestar atención entre los dedos de los piés ni las uñas de las manos. Su cabello, si estuviera vivo, en ese mismo instante habría muerto estrangulado por sus propios brazos. Era tanta la desesperación que metió dos dedos en su cuello uterino, y a modo de cuchara, jaló una u otra vez hacia fuera, como si retirar cada una de las células que hizo contacto con el pene del bastardo que la agredió la fuera a devolver a la vida.
Por supuesto, no lo consiguió.
El teléfono era para llamar a su amiga, Colette, que escuchando la voz quebrada de Emilia tardó apenas en ponerse una playera, unos pantalones y las llaves del coche encima. Usó su propia llave y llegó directo a la bañera, de donde provenían los sollozos embebidos en licor. Ambas estaban hechas sopa, una por el baño y otra por la poderosa lluvia que azulaba la atmósfera.
Sin reparo por la desnudez, Emilia abrió los brazos a la espera del abrazo de su amiga. Ella ya sabía lo que sucedía. Ya sabía lo grave de la situación, ya que de otra manera no se habría atrevido a profanar su rara botella de colección. Sin palabras, quedaron prendidas en la cálida luz y la lúgubre atmósfera de la Dama Cantodea.
Entonces, unas simples palabras cambiaron el ambiente.
- Estoy jodidamente sola y desvergonzada - Dijo, con la mitad de la razón, Emilia entre sollozos.
- Eso no es cierto. Me tienes a mí, yo te amo y no dejaré que te pase nada malo mientras esté yo aquí - Dijo Colette, mordiéndose la lengua al final. Finalmente, y en una situación inapropiada, había revelado sus sentimientos.
"Yo te amo... no te pasará nada..."
Emilia la separó de su regazo y se le quedó mirando, primero con extrañeza, luego con melancolía. Finalmente con odio.
- Largate... de mi casa.
"Yo te amo... no te pasará nada..."
- Lo... lo siento, no quería que lo sup... - Lárgate... de mi... casa.
"Yo te amo... no te pasará nada..." -Eran las palabras que usó el violador antes de amordazarla y golpearla contra los basureros de la calle. Los recuerdos la trataban como canica.
Emilia soltó una patada, que cayó en la rodilla de Colette. Ella, herida en todos sentidos, salió cojeando, en silencio, llorando, hasta quedar fuera, en la lluvia.
Estaba triste. Ni siquiera se metió al coche. Se quedó ahí, a medio jardín, con la lluvia peinando tiernamente sus cabellos, disfrazando sus lágrimas.
Emilia la miraba desde el cristal de la puerta. Despues de todo, había hecho mal.
Colette no quería aprovecharse de la vulnerabilidad de Emilia. Emilia no quería aprovecharse de su momentánea inocencia para desquitar su dolor.
Sin embargo, involuntariamente, ambas cayeron en la trampa.
Emilia tomó una toalla, se tapó lo mejor que pudo de la impudicia de los vecinos y salió a recoger a Colette del suelo. Se levantaron, juntaron sus miradas y ambas vieron finalmente lo que esperaban ver. Una cura para el dolor. Ambas estaban convencidas. Ninguna respondió al delicioso beso: ambas atacaron ferozmente, febrilmente.
Al día siguiente, el bochorno de la lluvia acentuaba la pestilencia de mujer ejercitada en la casa de Emilia.
Pero el dolor había desaparecido.
Fotografía de Ernesto Timor