Adolf Hitler había sido, sin descartar, un hombre admirable en su época. Alemanamente austríaco, había sabido luchar en la Primera guerra, y estaba preparado para lo más pesado. Era un hombre, íntegro y recto.
Al menos así pensaba don Julio Coronado. Veterano del ejército, apasionado. Como todo buen hombre de armas de fuego. Coleccionista de Winchester y de Kalashnikov, de Volkswagen y de Citröen, de Motorola y de AT&T. Sabía alamán, ruso, checo e inglés, en menor medida, además del español. Su complexión caucásica y estirada resaltaba las barbas blancas de cincuenta años de antigüedad. Sus múltiples heridas de metralla en las extremidades sólo le hacían apretar más el andar con ansia y júbilo carnívoro.
Don Julio conoció al buen Isaías Velasco por recomendación de un amigo suyo, también veterano, cuya esposa fue revivida en plena frescura de febrero, un día frío de los que rejuvenecía la piel y exacerbaba el amor perdido entre papeles de divorcio e intentos bienlogrados de suicidio.
Así, don Julio encomendó al Resucitador para la empresa de restaurar al agobiado Hitler, tan sólo para unja pequeña entrevista con él (Don Julio prometío que mataría al desgraciado una vez terminado el trabajo, para evitar a toda costa cualquier reincidencia genocida).
Revivir a Hitler no sería una empresa sencilla para nada, pues su cuerpo estaba extraviado, y el único pedazo de cráneo que aún se conserva es tan frágil como sólo el desgaste natural lo puede permitir.
Sería, pues, necesario un cuerpo nuevo que, lejos de ser compatible con el aspecto del Reich, estuviera lo menos dañado (y por tanto fuera lo menos doloroso) posible.
En la hielera del "taller" de Isaías no quedaba más que el cuerpo de alguna brunnette que hubiera sido propiedad de la mafia rusa, resucitada de su envenenamiento fatídico tan sólo para extraerle algún secreto de Estado que se había llevado consigo.}
El préstamo del cráneo de Hitler por cortesía del museo de Moscú sólo duraría una noche. Poco tiempo, un solo cuerpo. Don Julio tendría que (y así fue) arriesgarse a crear a la mujer más megalomaniaca del mundo.
Doce con cinco de un cinco de diciembre. Las cepas de algún organismo de los Alpes a tres mil metros de altura. Algún conjuro hindú aprendido de internet, a su vez publicado por un charlatán, a su vez aprendido de un piel roja. Cuatro onzas de Jack Daniels en un vaso de refresco de algún estabiecimiento de comida rápida. Incienso de tabaco y unas alabanzas a Aztaroth. Diez minutos de ritual, y Hitler estaría servida a la plancha, es decir, de la morgue.
Al despertar, Hitler se encontraba amarrada a la mesa de "montaje", con arneses de cuero apretados, como deben ser. Hacía frío y estaba desnuda. Tenía los pezones muy erectos e hinchados, mitad por el frío, mitad por la leche echada a perder. El dolor de cabeza, la angustia peribélica y la pesadez de la impotencia de lidiar con traidores e idiotas habíanm, sin embargo, desaparecido.
En un fondo azul frío, resaltaba un anciano, al parecer de sesenta y cinco años, pero con una descuidada barba salpicada de gris y blanco, de mediana estatura y mirada política.
Había llegado el momento de la verdad, se podría decir. Sí, se podría decir entonces.
Don Julio miró a los pezones de Hitler. El alemán, preocupado más por tener una mirada seria que por taparse los pechos y redirigir la mirada del anciano a sus ojos, pensaba en cómo formular la primera pregunta.Entonces don Julio preguntó:
- Usted era muy hábil, mi señor. Usted era grande y era seguido en sus días en vida. Lo tenía todo, y si no lo tenía lo podía conseguir por la obediencia de todos su seguidores. Tenía riquezas, un ejercito fuerte, un armamento de alta tecnología, la habilidad política de dominar al mundo por tres generaciones posteriores a la suya. Podía hacer que sus pinturas fueran llevadas a los museos de todo el mundo, podía hacer que se forjara una nueva escuela de arte, en la que se enseñase artes y su doctrina magistral de dominar al débil y luego exterminarlo. ¿Porqué se empeñó usted en matar a su materia prima más importante, reduciéndolas a trabajos mediocres, cuando podía exprimirlos mas y hacerlos más productivos? ¿Porqué no diseñó el mundo ideal para ellos, donde ellos fueran felices y pudieran hacer su trabajo sangriento con una sonrisa en la boca? ¿Porqué no pensó en los grandes beneficios económicos que esto le pudo haber traído, además de la divina imagen que hubiera acaecido sobre sus hombros, a modo de poderosa capa? ¿Porqué permitió que se le odiara tanto?
La dama, extrañada pero firme en su respuesta, respondió:
- Yo no se de qué demonios habla usted. Yo solamente hacía lo que me pedía mi partido, con todo el amor que un soldado político le puede tener a su padre.
Don Julio entendió.
Acababa de revivir al modelo perfecto de la prostituta consumista contemporánea.
"Todo sea por el bien del partido. Todo sea por el bien del sistema que me da alimento y fama, a costa de mi dignidad."
Ya había pasado un rato cuando Isaías entró al taller. Ahí estaba Hitler, con la cara más demacrada que la del cadáver del que acababa de servirse. Un olor a sudor frío penetraba el ambiente. Hitler se estaba subiendo los jeans ajustados y don Julio estaba cerrándose la bragueta.
Don Julio tomó el sobre de dinero y el pedazo de cráneo de la mesa y se fué, dejándole en mano su paga al buen Isaías, los quinientos mil que le había prometido. Hitler, asida de la mano por el anciano, era jalada a la puerta, incapaz de hablar, y con una mirada de aberrante satisfacción.
Isaías regresó a limpiar una hora después, y se encontró una lengua seca, seccionada irregularmente desde la base. Había sido arrancada, y no con una navaja.
Don Julio vendió a la nueva prostituta por quince euros.
Don Julio regresó a España. Hitler no duraría una semana.
En la foto: Greta Csatlos, vocal de Untoten