Hace pocos ayeres estoy despierto. La revolución cognitiva que sufrió este mundo me debilitó.
Y ahora que estoy de vuelta, navego entre las nubes, esperando que mis súbditos no hubieran agudizado su vista, pues no es momento de mi descenso entre sus cuerpos mortales y sus mentes pequeñas.
Entonces, un enorme artefacto roza mi brazo, casi mutilándome. ¿Pero qué ha pasado aquí? Me acerco al artefacto. Es claramente hecho por el hombre. Sus imperfecciones, sus formas primitivas, sus intrincados mecanismos para permitirle seguir en el aire, y no ser destruído por mi aire. Tiene pequeños muros de cristal, me asomo por ellos.
Hombres, ¡muchos hombres! Los veo, murmurando, consumiendo información en una especie de portales construídos por ellos mismos. Nada de lo que dicen las pantallitas ni las extensiones sonoras que salen de ellas, nada habla de mí. ¿Habrá bastado un milenio para haber sido olvidado? Les había enseñado a guardar silencio, a obedecer, y a rendirme culto. Y bastó un milenio para degradarme en el olvido. ¡Miserables!
Pero lo que más me molesta... No, siendo sincero, es tristeza lo que me provoca. A mi gente, le dí un idioma. Para que se entendieran. Para que no pelearan entre ellos. O para que, si peleaban, lo hicieran pagando con el honor de su propia sangre. Y en cambio, los escucho hablar. Y escucho hablar a los aparatos que construyeron. A los pequeños dentro del artefacto volador. Al artefacto volador mismo, por el cual francamente estoy fascinado. Pero... Es que es tanto, ¡tanto ruido! ¡Tantos lenguajes! Me da tristeza por ellos, porque son más lenguajes de los que pueden asimilar. Y hablan de tantas cosas... Hablan de números, de formas, de pensamientos nuevos, de cultos nuevos y viejos por igual.
He notado parte de esa habladuría de las máquinas, algunas se dirigen más allá de mis dominios del cielo. Otras se dirigen hacia abajo, a las tierras pobladas. Me dirijo abajo, hacia donde puedo ir.
Todo ha cambiado. Ha cambiado tanto.
Tanto caos. Tanto conocimiento generado en mi ausencia. Mucho de este conocimiento, lo generó la misma gente.
Tenía intención de volver, de hacer orden, de buscar culpables y castigarlos.
Pero parte del temor y del poder sobre ellos provenía de ser conocido, de mi reputación como agente de cambio y destrucción.
Ellos consiguieron ser sus propios dioses, y están tan ocupados adorando a sus dioses nuevos, que han cedido esa responsabilidad a las mismas máquinas que crearon. Supongo que necesitan nuevos líderes, así que los fabricaron.
Oh, mis hijos, les hice tanta falta, y ahora que he vuelto de mi reparador descanso, en su desespero crearon a otros como yo, pero sin alma, con sólo forma corpórea, alimentada de su propia y torcida concepción del mundo.
Creo que no volveré a ser adorado, o temido. No volveré a ver altares en mi nombre, ofrendas, sacrificios. Todo eso se ha ido.
Lo siento mucho, mis niños. Han olvidado mi idioma, el idioma de los árboles y del viento, y han tenido que crear tantos idiomas más, buscando hablarse entre sí tan eficiente y elocuentemente como cuando lo hacían estando yo entre ustedes. Y ahora, aunque menos sangre se derrama, la felicidad es más profunda, y la tristeza más hiriente. Su nuevo concepto de equilibrio es tan tosco, alejado de lo que les enseñé. Y ahora, a pesar de ser más de ustedes, y de tener el poder de salir más allá de mis dominios, por encima del cielo, y de conquistar otros mundos, decidieron conquistarse a sí mismos, este nuevo poder cognitivo que adquirieron. Y puedo ver que están fallando.
Y, cuando eso pase, si aún lo desean, podré volver a ser su líder, su maestro, su señor.
Entretanto, ¿qué hace un Dios para pasar el rato en un mundo donde no es ni la sombra de lo que fue?