Cuando comencé a escalar, noté como el frío empezaba a hacer notar su presencia. Anunciándose a sí mismo, presagiando la dificultad de mi empresa. Presagiando las ganas de volver a la comodidad del fondo, Tan lleno de vida, y a su vez, tan vacío.
Traigo a la espalda mi mejor escudo, y en mi costado mi más fuerte espada. Todo sería tan fácil si las dejara a un lado, caer, con suerte, que alguien las recoja. O que se pierdan para siempre, sin que nada importara.
Pero un día, llegó, sin anunciarse. Solo haciéndose corpórea. Más ligera, más viva y más audaz que cualquier otra cosa que has visto. Ella, el Viento del este, podía ascender con más ímpetu, e incluso estilo.
Cuando pasaba a mi lado, me acariciaba y me daba calor, parte inspiración, parte fuerza. Y parte presumida, porque esas caricias en el alma eran una demostración quirúrgica del porqué su imparable fuerza le ahorraban la necesidad de cargar con armas. Quizá, el Viento del este, era toda ella un arma. Un arma sentiente con el poder de tres o cuatro.
Conozco la maldición de los de su especie. El ser tan vivaz vuelve inherente encontrase con más enemigos. Con más obstáculos. Se que sopla fuerte porque está preparada para eso. Sus batallas son mas épicas, y sus victorias más satisfactorias. Su precio es más alto, pero solo porque puede costearlo.
Estoy más cerca de llegar a mi destino. Tengo un dragón que cazar. Descansando en la cima, esperando a por mi. Solo espero que el Viento del este, una vez más, me de una bocanada de luz, tan solo al pasar, solo para tener un extra de fuerza en los brazos, solo por si acaso.
Y quien sabe, si algo como el Valhalla existe, cuando llegue el fin, no me dejaría de engalanar siendo destrozados yo y mi espada, de día, por su furia, y compartiendo ale y comiendo cabra asada de noche, entre grandes campeones, donde pertenece.