Llevo, si la memoria no me falla, desde el año 300 muriendo. Las pestes, el ébola, el escorbuto, cantidades incesantemente asombrosas de infecciones respiratorias, heridas necrosas, tétanos, la lista sigue y sigue. Siempre un distinto cuerpo, pero siempre la misma conciencia. Al menos a priori, no se me ocurre alguna enfermedad que no haya probado. Incluyendo sus dolores, sus consecuencias. Incluso las personas que siempre rodearon mi vida de alguna manera, me vieron como un desadaptado social. Cuando mi mente tomaba control de sí misma, cuando era niño o adolescente y los recuerdos de mis vidas pasadas tomaban presencia, el placer de vivir me parecía francamente distante, y el nuevo interés que me perturbaba era explorar por explorar, con, debo decirlo, el franco afán de contraer alguna enfermedad, experimentarla, y finalmente, morir.
Pasaron los siglos, más pronto para mí de lo que a una persona normal. Despues de todo, las primeras veces que tomaba nota de mi propia muerte decía "sí, he de volver a empezar". Luego de unas cincuenta veces, más bien es un "¿en qué me quedé?". Llegaron los 1800, y la ciencia y la tecnología se desarrollaban a velocidades impresionantes. Algunos siglos atrás morí por complicaciones del VIH, una terrible neumonía que me dejó tirada en cama (esa ocasión reencarné como mujer) hasta el fin, y la vez siguiente quise recontagiarme e intentar una variante distinta, llevar una vida normal, y que el curso natural de la vida moderna me aniquilara. No pude siquiera contraer el virus, y por desespero opté por beberme una lata de insecticida. La agonía que sentí fue particularmente distinta.
Sin darme cuenta, y al acabarme eventualmente las enfermedades, comencé a buscar cada vez más formas de autoinflingirme esas sensaciones. Una vez me metí a propósito con la esposa de un militar, y ambos, ella y yo, recibimos tiros de gracia por parte del cornudo. Una vez tuve deudas de juego con una mafia italoamericana al enterarme de que ejecutaban a sus deudores poniendo bloques de cemento en los pies y luego echándolos al río Hudson. En realidad sólo me apuñalaron, así que en mi siguiente encarnación lo hice por mí mismo. Una vez me convertí en un exitoso ingeniero en telecomunicaciones, tan sólo para viajar al espacio e inmolarme saliendo a hacer una reparación al casco de mi transbordador y desactivando el soporte de vida. Fue gracioso sentir el flujo sanguíneo por mis ojos, hirviendo. La literatura de la época es bastante inexacta, mi cabeza nunca explotó.
Y, desde hace un par de décadas, la encontraba a ella.
Ahí estaba, rondando mis entornos. Yo era un escolar, y ella era alguna administrativa. Yo era un suicida frustrado, y ella era la paramédica. Me convertía en un agente de bolsa, un poledancer, un aritsta de electrotribal, en Wallstreet, en Jumeirah, en Tijuana, y ahí la encontraba, embebida en algún papel de alta ejecutiva, a veces starfucker, a veces performer, a veces tan sólo ama de casa. Y siempre, momentos antes de morir, casi siempre por el método de mi preferencia, se presentaba ella. Y no reparaba en quién era hasta que ya era demasiado tarde. No importaba cuán distinta fuera su apariencia cada vez, a veces con cabello ondulado, a veces tan lacia que la luz del Sol o del Helios artificial, dependiendo del planeta en el que hubiera nacido, cegaba mis ojos. Y, como alma solitaria, nunca había reparado en la compañía. ¿Saben? Me casé como 40 veces en toda mi existencia, que tenga memoria. Siempre era sólo sexo, un trabajo aburrido (por el cual la mayoría de las veces me suicidé in situ) y la natural degradación física del cuerpo. Pero cuando empecé a reparar en esa mujer de piel morena y de ojos vivaces, nunca había reflexionado en que podía tener siquiera una amistad con alguien más allá de mis episodios mortuorios.
Y pude notarlo, la última vez que fallecí me estrellé en un planeador electromagnético contra una torre troncal de telecomunicaciones LED que daba con algun planeta cercano, no me interesa cual. Al hackear el escudo de plasma que lo protege de la fauna silvestre para poder entrar, ella estaba ahí. Con movimientos muy fugaces, muy limpios y silenciosos. Pero mi biolocalizador la percibió a algunos metros de mí. Capturé vídeo alrededor mío con mis lentes de cincuenta mil imágenes por segundo, y mi servidor personal me alertó de la detección de un rostro. Pam, ahí estaba ella, con esa impetuosa mirada de vigilia.
Cuando sacaron mi cabeza y la separaron del cuerpo con el fin de resucitarme en un soporte artificial, la pude sentir. Mis ojos estaban literalmente asados porque las pupilas biónicas de amplio espectro se adhirieron con el alto voltaje y el fuego. Pero podía sentirla. No sabía que esas habilidades sensoriales podían viajar conmigo de cuerpo en cuerpo. El procedimiento estándar de resucitación es transplantar tu cerebro a un cuerpo biomecánico, en lo que el real es reparado o clonado. Sin duda lo podrían haber logrado. Pero estoy en el limbo en este momento, por lo que casi puedo asegurar que ella asistió mi muerte.
Y es que ahora tengo tantas ansias por conocerla. A veces creo que soy uno de su especie. Podría ser inmortal en cuerpo también, en tanto que mi alma permanezca en dicho cuerpo. Pero siempre he mudado, de tiempo, de forma, de género. No me ha interesado conservarme en alguna forma en particular. O quizá ella es una de esos seres llamados vampiros, o un regenerador, o un androide bastante persistente. Puedo, sin embargo, sentir su inteligencia. Y me intriga.
Creo que estoy a punto de reencarnar. Ha llegado mi momento. Corporalmente esta sensación es como de extremo frío, pero indoloro, y su consecuente separación del espaciotiempo, antes de sufrir la aún más agobiante sensación de nacer.
Pero te aseguro que la próxima vez que el adelanto tecnológico de moda sea mi arma suicida, aprovecharé mis últimos momentos para preguntarle quién es, y porqué es que me sigue. El morbo de morir incesantemente está desvaneciéndose poco a poco, porque ahora, créeme, tengo tantos deseos de platicar con alguien.
Fotografía por Johannes Winger-Lang