Kasandra tenía cierto encanto cuando hacía cosas por su propia voluntad. Después de todo, su mirada tenía un cierto sabor dulzón que se acentuaba con la amargura y la embriaguez de ciertas circunstancias, como cuando Abel la dominaba. Él lo sabía, y no tenía reparo en someterla, en provocar en ella acciones que siempre antecedían a un terrible arrepentimiento y una brutal desesperación, casi suicida, por parte de ella.
Abel presentía un terrible final para su vida. Estaba preocupado. El ser más insensible y desgraciado del mundo estaba preocupado. ¿Qué era capaz de cortarle el sueño en pleno apogeo? El mundo corría a su antojo, podrido y desdeñoso como siempre, y siempre que se le antojaba podía controlar la mente de las personas ya no hipnóticamente, sino con leer su mente y jugar con sus argumentos verbalmente, como lo hace un dialéctico cualquiera. Sin embargo, estaba preocupado.
Finalmente, decidió que era su final. Estaba deprimido, y tenía que preparar todo para su partida, antes que fuera demasiado tarde.
Kasandra no era virgen, pero tenía la particularidad de que cada vez que tenía sexo era para ella como la primera. Esa “fidelidad a las circunstancias” era bien conocida por Abel, quien admitía no querer usar sus poderes para dominarla. No se sentía digno para hacerlo, e incluso ahora que lo iba a hacer, no se sentía con el derecho. Por otro lado, su sadismo mental era uno de sus sellos en la vida de las personas que lo rodeaban. Así que después de llorar un rato y despejar su mente lo suficiente, abandonó el café que estaba bebiendo, casi frío, y al tiempo que se levantaba de la mesita que había dispuesto en la sala exclusivamente para ello, la guardó con el resto de las cosas, en un cuarto bajo llave, y se llevó consigo el vaso de café para tirarlo en la basura de camino al parque Metropolitano. Cuando cerró con llave su departamento, una sombra que jamás volvería se dejaba de proyectar sobre unas paredes vacías, donde sólo quedaban las marcas de viejos cuadros que nunca más volverían a ser colgados en exhibición.
El mentalista, a través de la Luna creciente de medianoche, llamó con el don de la voz penetrante a Kasandra, y la citó al parque. Ella, que estaba durmiendo, abandonó de inmediato su empresa, se puso un camisón, apenas encima de unas bragas oscuras, y emprendió un silencioso camino en su coche hacia el destino solicitado. Mientras tanto, el mentalista ahuyentaba a los malandrines y las pandillas de ladones que estaban por ahí esperando como arañas una víctima nueva.
Hasta que el camino a una de las palapas más grandes y vistosas quedó totalmente despejado, ordenó a la víctima a hacer acto de presencia. Ella llegó a la mesa de piedra, y se sentó apresurada, como protegiéndose de la sigilosa mirada de la Luna creciente de medianoche. Sus apenas visibles vellos dorados de los brazos estaban alterados por el franco viento frío del lugar.
Y apareció Abel, mostrando su rostro melancólico por penúltima vez en su vida. Cambió su temperamento en un instante y se acercó por detrás de ella. De aquí en adelante, todas las acciones de ambos se realizarían lentamente, como si el transcurso de ese encuentro tuviera que finalizar coincidente con el ascenso del Sol de la pesadumbre incierta.
Se acercó él, dirigiendo su boca directamente a la parte trasera de su cuello, y mientras le retiraba el camisón, con la misma frialdad y suavidad que el viento ejecutaba, le susurraba al oído:
- Esta será la última vez que cedas ante mi voluntad, mi amor. Si has de llorar por no poder luchar contra ello, entonces es mi deber de honor hacer que valga la pena.
Ella, en absoluta aunque indolora sumisión, sólo podía guardar silencio. Se esforzaba en gritar, en suplicar. Pero sencillamente no podía.
- Puede que te parezca una violación… pero haré que valga la pena.
Repasó su cuello, y le dio vuelta para mirarla a los ojos. Ella, absorta, ahora podía gemir en voz baja por órdenes del violador.
Una violencia mental tan silenciosa… tan tierna, dadas las circunstancias, que Kasandra acabó sucumbiendo. Su voz, esta vez por voluntad, exigían la liberación inmediata. Pero su cuerpo dominaba su alma. Y su cuerpo exigía placer en dosis torrenciales. Abel repasaba ahora el resto de su piel, meticulosamente, como preparándose para una dura prueba, y luego que terminó, se reincorporó, la miró a los ojos, tomó sus brazos para que rodearan su cuello, y le retiró las fuerzas en las piernas al tiempo que la penetraba, por supuesto, lentamente.
Ella echó hacia atrás su cuerpo, de manera que él se viera obligado a recargar su cuerpo en la mesa de la palapa, mientras empezaba a cabalgarla. Ella gemía con sus escasas fuerzas. Gemía como si su vida dependiera de su esfuerzo. Él se limitaba a contener la respiración, a prolongar el momento tanto como fuera posible, a extraer cada bocanada de aliento que pudiera de su amada víctima.
La levantó de nuevo, y le dio media vuelta, para jugar con su espalda mientras la volvía a penetrar. Sentía su preciado calor en todo su cuerpo, sentía su estremecido sudor en sus labios, sentía cómo palpitaban los Espíritus del ocaso en sus delicados hombros, e incluso podía sentir cada vez que el placer la obligaba a cerrar los párpados y apretar la mandíbula. Aún dentro, él intentó besar cada vértebra que pudo, mientras le hacía un masaje con ambas manos, una acariciando su vientre, sus pechos, sus caderas y sus nalgas, y la otra reteniendo su cuello y quijada cerca de su rostro, para besarle y obligarle a pegarse más.
Abel bajó la guardia, y había pasado ya un rato, quizá un par de horas, desde que dejó de someter a Kasandra, no se había dado cuenta pues ya no era necesario. Al final de la noche, cada contracción, cada beso, cada caricia, cada arañazo, cada mordida y cada gota de saliva en ambos había surgido de la voluntad.
Al caer el Sol de la pesadumbre incierta, estaba fatigada, así que él la subió al coche de ella, la llevó a su casa, la dejó en su cama y la observó mientras apreciaba los aromas que aún desprendía, una vez más.
Y permaneció ahí Abel, mostrando su rostro melancólico por última vez en su vida. Se dio un baño rápido, quizá para mezclar sus lágrimas con el agua de la regadera y así ocultar su llanto de los espíritus. Limpió todo meticulosamente, regresó al cuarto de la ahora dormida víctima, la besó en la mejilla y salió a toda prisa, de nueva cuenta al parque, esta vez para recoger su propio auto y emprender un viaje hacia ninguna parte.
Exactamente cuarenta y ocho horas después, un periódico sensacionalista a la puerta de Kasandra muestra en primera plana una terrible balacera a un auto con un conductor sin identificar, sin más pistas que las huellas de llantas en el asfalto de la carretera, señal segura de una persecución.